De por qué los pobres prefieren salmón… a una lata de conservas
por Juan Cadarso
Sería mediados de los años noventa cuando una valiosa lección de vida traspasó mi todavía tierno uso de razón. Alguien había traído a casa un montón de latas de carne, que ni yo ni mis hermanos éramos capaces de tragar. Mi madre, que es buena, como todas las madres, sin saber qué hacer con semejante exquisitez, nos encargó una caritativa misión. Debíamos subirlas cada mañana a la buhardilla de un vecino que apenas tenía qué comer.
Cumpliendo a rajatabla con tamaño encargo, empezando a descubrir que la felicidad consistía más en dar que en recibir, subíamos los cinco pisos que tenía nuestra casa. Tocábamos la puerta, decíamos que éramos del primero, dejábamos las latas de parte de nuestra madre y salíamos zumbando, bajando los escalones de cuatro en cuatro. Así una mañana tras otra. Todo eran ganancias. Mi madre contenta de ayudar a un pobre… y además veía desaparecer gozosa todas aquellas latas.
Pero un día, sería como la sexta de estas peculiares expediciones, el señor, que solía despacharnos con un displicente "muchas gracias", nos envió a casa con un mensaje de vuelta: "Decidle a vuestra madre que a los pobres también nos gustan otro tipo de cosas". A pesar de ser todavía un niño, aquella anécdota quedó marcada para siempre en mi memoria y, desde entonces, fui construyendo toda una particular, y seguro compartida por muchos, llamémosla "teología del pobre".
La primera idea que desarrollé fue que el principal sujeto que recibe la ayuda nunca es el pobre, sino eres tú, soy yo, es uno mismo. Te doy porque lo necesito, por puro, y tan mal visto, interés propio. "Háganse un favor, denme dinero", que diría San Juan de Dios. Porque, como escribiría Oscar Wilde en De Profundis, "el vende tus bienes y dáselo a los pobres" no es tanto por una imperiosa necesidad de justicia social… sino por nuestra indelegable y acuciante salvación personal. "Da hasta que duela, y cuando duela, da todavía más", dijo Madre Teresa.
La segunda conclusión a la que llegué fue que el pobre solo tiene derecho a cumplir con el modelo de pobre que teníamos reservado para él. Sumergidos en interminables tablas de Excel para poder ahorrar. Sin gustos ni caprichos, comiendo lo que les den sin rechistar. Siendo buenecitos para poder progresar. Como menores de edad, como seres tutelados por una sociedad que lo hace todo fantásticamente bien. Sospechando, en el fondo, que no compartimos la misma dignidad. Nosotros, hijos de un gran rey y ellos… ¿ellos? ¡Ay, cuánto tienen que aprender!
La tercera y última lección... fue que, en realidad, todos estamos llamados a ser pobres, a tener una relación mendicante con nuestro creador. Viviendo al día cada día, ya sea material o espiritualmente, de lo que Él nos dé. "Cuando perdiz, perdiz y cuando penitencia, penitencia", que diría Santa Teresa. Unas veces latas de carne un tanto indigesta… y otras, un gran festín del mejor salmón… Unas veces toneladas de fe para enfrentar una situación y, otras, ¿por qué no? una noche oscura que roce la depresión.
Estimados lectores, me voy despidiendo… decirles solamente, que nunca subestimen el poder de una lata de conservas... que si tienen tiempo, podría revelarles incluso el secreto para alcanzar... ¡la vida eterna!
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