Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Qué fue de la Salve Regina


Parte del entrañable devocionismo mariano dejó paso a una cierta piedad hirsuta, supuestamente esencialista, más propia del luteranismo o de otras confesiones protestantes que católicas.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

Rebuscaba en fechas recientes entre los numerosos carnetes de mis pertenencias múltiples –académicas, sindicales, asociativas, políticas, apostólicas, etc.- aquellos que me permitiesen acreditar mi condición de periodista –graduado en la antigua Escuela Oficial de Periodismo y con sesenta años largos de ejercicio profesional a cuestas-, y me tropecé con la tarjetas, foto incluida, de “aspirante” y luego miembro de la Juventud de Acción Católica. Al releerlas, algo se removió en mi interior, pero no tanto por la lejanía de una edad quieras que no añorada, sino por la pérdida de ciertas prácticas o devociones piadosas que los vientos desérticos postonciliares se llevaron por delante.

En los lejanísimos años de mi “militancia” –palabra horrorosa de resabios marxista- en la JAC, raro era el acto piadoso o litúrgico que no rematáramos con el canto de la “Salve Regina”, entonces en latín, como era casi toda la liturgia. “Salve, Regina, Mater misericoridiae; vita dulcendo et espes nostra, salve...” Tal vez no entendiéramos exactamente todo lo que decíamos, pero nuestro corazón lo comprendía perfectamente, en especial su sentido balsámico y suplicante.

Cierto que la Salve es una oración algo tremendista, apropiada para tiempos tremendos, angustiosos (...”a ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”...). De incierto origen medieval, venía a ser refugio o remanso de almas dolientes, agobiadas por acontecimientos más externos que íntimos, más sociales que personales. Quiero recordar de haber leído alguna vez en alguna parte, que la plegaria original la creó un monje de un monasterio gallego en plena y furiosa invasión musulmana. Tiempos rudos y violentos aquellos, pero históricos, es decir, para nosotros, no actuales, mas para otros cristianos de áreas más orientales, por desgracia, plenamente vigentes. De todos modos, para los católicos del mundo cultural en el que vivimos, la Salve nos parece un tanto irreal, extemporánea, casi fastidiosa. Hoy las gentes no están por el sufrimiento, por la resignación ante las adversidades, por la fatalidad que el rodar de la vida nos asigna a cada uno. Ciertamente no es época de “Lolos”, de santos sufrientes aunque siempre alegres, al modo del beato jienense Manuel Lozano Garrido. Ahora lo que prevalece es el hedonismo, el pasarlo pipa, la buena vida, el goce sin límite del cuerpo más que del alma.

Tras el Concilio Vaticano II, no pocos de sus intérpretes quisieron poner el reloj de la Iglesia tan a la hora del mundo secular, que hasta se dejaron contagiar por algunos pecados de la sociedad secularizada. Parte del entrañable devocionismo mariano dejó paso a una cierta piedad hirsuta, supuestamente esencialista, más propia del luteranismo o de otras confesiones protestantes que católicas. En cierta ocasión visité, invitado por un buen amigo anglicano, al obispo de la Iglesia reformada episcopaliana española, don Ramón Taibo, fallecido hace unos diez años, que vivía frente a lo que hoy es el disparatado Tribunal Constitucional, y oficiaba en la Iglesia de esta denominación de la calle de la Beneficencia de Madrid. Don Ramón, que sería un santo varón, digo yo, en las primeras de cambio de nuestra conversación me soltó: “Ustedes, los mariólatras”. Me mordí la lengua para no contestarle como se merecía, pero obviamente, no volví a visitarle. A veces, sin embargo, me pregunto si nuestra devoción a María no ha sido arrinconada, por algunos curitas, al cuarto de los trastos viejos de las sacristías. Desde luego, nada de cantar la Salve, Regina, al final de los actos litúrgicos o piadosos. ¿Se trata de una oración de viejos nostálgicos?
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