La Pepa (y 6): Muerte y sepultura de la Gaditana
Vamos a ver lo que dura la actual, que lleva dentro el veneno letal de los reinos de taifas llamados autonomías.
La invasión o paseo militar de los Cien Mil Hijos de San Luis que restableció la monarquía absoluta y anuló de nuevo a la constitución del Año Doce, fue el tiro de gracia de un régimen que de la mano de los masones, había enloquecido. Una cosa es conspirar, en cuya tarea los mandiles son maestros, y otra muy distinta gobernar. Lo reconocieron, tras el fracaso absoluto del Trienio constitucional, cofrades distinguidos de la hermandad del triángulo. Así, Alcalá Galiano, que estuvo metido hasta el cuello en la sublevación de Riego y Quiroga, dice en su libro Recuerdos de un anciano (p. 291): “Verdad es que la breve época desde 1820 hasta 1823 tiene poco que la recomiende, habiendo sido su terminación no sólo funesta, sino ignominiosa”. Y añade: “Mucho han dicho los pocos escritores que han tratado de un periodo de nuestros anales en verdad nada glorioso, contra la fatal y desvariada idea de que una sociedad, máquina usada para combatir y derribar un gobierno, continuase en juego con la pretensión de dirigir en conciliábulos secretos la conducta del que había puesto en pie. Autoridad de tanto respeto como es la de D. Manuel Quintana asienta en sus cartas a lord Holland que es absurda por lo demás la idea de ‘gobernar como se conspira’. (...) Sin duda erramos o pecamos gravemente quienes, en vez de disolver la sociedad que me voy ahora aquí refiriendo, atendimos no sólo a conservarla viva y en acción sino a extenderla y robustecerla” (p. 368).
Restablecido el absolutismo, los hijos de la Viuda se afanaron de nuevo en urdir conspiraciones y volver al golpismo a favor de la Constitución de Cádiz. La “ominosa década” que siguió a la llegada de los “luises” gabachos, fue pródiga en sublevaciones “josefinas”, siempre fracasadas, y las durísimas represiones (llamadas purificaciones) del rey felón que las seguían, ocasionando numerosos “mártires” del constitucionalismo y el exilio de toda una generación de políticos “progresistas”, o sea, masones, que no propiamente liberales si nos atenemos a las doctrinas clásicas del jesuita Juan de Mariana, los teólogos humanistas (dominicos y jesuitas principalmente) de la Escuela de Salamanca, del cristiano latitudinario John Locke o del moralista de la Iglesia escocesa, Adam Smith. Me resulta imposible meter en un simple artículo toda la agitación –con excusa de la Pepa o sin ella- del siglo XIX español, tan apasionante desde un punto de vista histórico, que iniciado en la guerra de la Independencia se alargó hasta la guerra civil de 1936-39: guerras carlistas, la revolución “gloriosa” del 68 que puso en fuga a Isabel II, el breve reinado del “hermano” Amadeo de Saboya, la Primera República, el cantonalismo, las imprudencias políticas de Alfonso XIII, la Dictadura de Primo de Rivera, la estúpida guerra de Marruecos, el revolucionarismo anarco-masónico-marxista de la Segunda República, etc., etc., casi siempre con los mandiles dirigiendo la función entre bambalinas. Aún en nuestros días hemos tenido algunos indicios de gobierno masonizado durante las dos legislaturas de Rodríguez Zapatero.
Muerto Fernando VII, su viuda, la napolitana María Cristina de Borbón Dos Sicilias, instituida en Regente o Reina Gobernadora, para defender el trono de su hija, la niña Isabel, de los ataques de los carlistas echados al monte, se apoyó en los mandiles, a los que había amnistiado y permitido su regreso a España. Sin embargo, de la Constitución de Cádiz nunca más se supo. Estaba ya muerta y enterrada. Martínez de la Rosa, viejo y desengañado masón, se sacó de la manga una especie de pastel al que dio el nombre de Estatuto Real, que no era carne ni pescado. Esos arreglos pasteleros, le valieron el mote de “Rosita la pastelera”. Pero los espíritus, alterados en Cádiz y envenenados por las represiones fernandinas, siguieron excitados, aunque nadie se acordase ya de la Pepa. En los tiempos siguientes, cada espadón que se alzaba con el santo y la limosna, llegaba al poder con su particular constitución bajo el brazo, unas conservadoras, otras progresistas, hasta la infame carta magna jacobina del infame y rencoroso Manuel Azaña. Vamos a ver lo que dura la actual, que lleva dentro el veneno letal de los reinos de taifas llamados autonomías. (Fin de la serie)
Restablecido el absolutismo, los hijos de la Viuda se afanaron de nuevo en urdir conspiraciones y volver al golpismo a favor de la Constitución de Cádiz. La “ominosa década” que siguió a la llegada de los “luises” gabachos, fue pródiga en sublevaciones “josefinas”, siempre fracasadas, y las durísimas represiones (llamadas purificaciones) del rey felón que las seguían, ocasionando numerosos “mártires” del constitucionalismo y el exilio de toda una generación de políticos “progresistas”, o sea, masones, que no propiamente liberales si nos atenemos a las doctrinas clásicas del jesuita Juan de Mariana, los teólogos humanistas (dominicos y jesuitas principalmente) de la Escuela de Salamanca, del cristiano latitudinario John Locke o del moralista de la Iglesia escocesa, Adam Smith. Me resulta imposible meter en un simple artículo toda la agitación –con excusa de la Pepa o sin ella- del siglo XIX español, tan apasionante desde un punto de vista histórico, que iniciado en la guerra de la Independencia se alargó hasta la guerra civil de 1936-39: guerras carlistas, la revolución “gloriosa” del 68 que puso en fuga a Isabel II, el breve reinado del “hermano” Amadeo de Saboya, la Primera República, el cantonalismo, las imprudencias políticas de Alfonso XIII, la Dictadura de Primo de Rivera, la estúpida guerra de Marruecos, el revolucionarismo anarco-masónico-marxista de la Segunda República, etc., etc., casi siempre con los mandiles dirigiendo la función entre bambalinas. Aún en nuestros días hemos tenido algunos indicios de gobierno masonizado durante las dos legislaturas de Rodríguez Zapatero.
Muerto Fernando VII, su viuda, la napolitana María Cristina de Borbón Dos Sicilias, instituida en Regente o Reina Gobernadora, para defender el trono de su hija, la niña Isabel, de los ataques de los carlistas echados al monte, se apoyó en los mandiles, a los que había amnistiado y permitido su regreso a España. Sin embargo, de la Constitución de Cádiz nunca más se supo. Estaba ya muerta y enterrada. Martínez de la Rosa, viejo y desengañado masón, se sacó de la manga una especie de pastel al que dio el nombre de Estatuto Real, que no era carne ni pescado. Esos arreglos pasteleros, le valieron el mote de “Rosita la pastelera”. Pero los espíritus, alterados en Cádiz y envenenados por las represiones fernandinas, siguieron excitados, aunque nadie se acordase ya de la Pepa. En los tiempos siguientes, cada espadón que se alzaba con el santo y la limosna, llegaba al poder con su particular constitución bajo el brazo, unas conservadoras, otras progresistas, hasta la infame carta magna jacobina del infame y rencoroso Manuel Azaña. Vamos a ver lo que dura la actual, que lleva dentro el veneno letal de los reinos de taifas llamados autonomías. (Fin de la serie)
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