La Pepa (3): efímera y zarandeada
La Pepa, en un primer momento, apenas tuvo tiempo de aplicarse en su integridad, a causa de la guerra contra el francés.
La Pepa, en un primer momento, apenas tuvo tiempo de aplicarse en su integridad, a causa de la guerra contra el francés. Terminada ésta y regresado a España el rey Deseado, dejó de tener vigencia. Fernando VII volvió de Francia en olor de multitudes, el 22 de marzo de 1814. El 17 de abril, las tropas de la capitanía general de Valencia, bajo el mando del general navarro, Francisco Javier Elío, concentradas en Puzol, a unos veinte kilómetros al norte de la capital valenciana, vitorearon a Fernando VII como rey absoluto. El 4 de mayo, sin esperar siquiera a entrar en Madrid, firmó un decreto o proclama, redactado por el peluquero de palacio, Antonio Moreno –nombrado luego consejero de Hacienda-, anulando todo lo legislado por las Cortes de Cádiz, la Constitución en primer término, “como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen del medio del tiempo”. Acto seguido se dedicó a perseguir y encarcelar a todos los partidario de la Constitución que no lograron huir al extranjero. El 14 de mayo prohibía todas las sociedades secretas, que en el último tramo de la guerra de la Independencia habían crecido como hongos tras las lluvias de otoño. En enero de 1815, restableció la Inquisición.
Los mandiles, viéndose proscritos y acosados, dieron en fraguar golpes de fuerza sin descanso. No obstante, el primer golpista de la era moderna de España (contemporánea tendría que decir), pródiga en cuartelazos, fue el general Elío, si aceptamos como válida la concentración de Puzol, que anuló de un solo golpe todo lo hecho en Cádiz. Pero vayamos a las intentonas de los “hijos de la Viuda”. El primero en saltar al ruedo fue otro navarro, el famosísimo guerrillero Espoz y Mina, que había llegado a teniente general. Con su sobrino, Mina el Mozo, ambos masones, pretendieron asaltar sin éxito, ya en 1814, la ciudadela de Pamplona, para restablecer la Constitución de dos años antes. Fracasada la intentona, tío y sobrino huyeron al extranjero.
Rápidamente tomó el testigo el general Juan Díaz Porlier, también “fraterno”. Criollo -había nacido en Cartagena de Indias-, marino, participó en la desventurada batalla de Trafalgar, finalmente guerrillero de vida agitada. Ejerció su actividad guerrillera entre Asturias, Valladolid y Bilbao. En septiembre de 1815 urdió una conspiración doceañista. Formó una Junta de Galicia bajo su presidencia y preparó una marcha sobre Santiago, pero abandonado por quienes prometieron ayudarle, los absolutistas lo apresaron. Sometido a consejo de guerra, murió ahorcado en La Coruña el 3 de octubre.
El tercero de la lista fue el general Luis de Lacy y Gautier, nacido en San Roque (Cádiz), de noble familia irlandesa y madre francesa. La vida azogada de Lacy daría para una novela apasionante de aventuras, y no las melonadas de templarios y Códigos Da Vinci, tan de moda. Siendo militar al servicio de España, se enfrentó al capitán general de Canarias, donde se hallaba destinado, porque Lacy tuvo la osadía de disputarle, con éxito, los favores de una aristócrata canaria amante de su superior. Terminó preso primero en la isla de Hierro y luego en Cádiz. Expulsado del ejército, se alistó en las filas de Napoleón. Destinado a España, desertó y cambio otra vez de bando. Dirigió la liberación de Cataluña. Ascendió a teniente general, y el 15 de junio de 1813 fue nombrado capitán general de Galicia. Al volver Fernando VII, lo puso de patitas en la calle. Entonces montó una conspiración en Madrid a favor de la Constitución, con el apoyo, desde Barcelona, del primer Milans del Bosch de la saga. Enterado el capitán general de Cataluña, el famoso general Castaños, héroe de Bailén y masón, como los conspiradores, que se había hecho realista, persiguió a los cabecillas. Milans logró zafarse y huir al extranjero, pero Lacy fue apresado, juzgado en Barcelona y fusilado en los fosos del castillo de Bellver de Mallorca el 5 de julio de 1817.
Remató esta etapa golpista (la sublevación de Riego y Quiroga la incluyo en la fase siguiente) la tentativa dirigida por el coronel Joaquín Vidal, de guarnición en Valencia. Los conjurados pretendían sublevarse la noche de primero de año de 1819, con objeto de apresar o eliminar al general Elío. Esa noche, los oficiales de guardia ocuparían el teatro al que tenía que asistir el capitán general, pero la muerte imprevista de la culta reina María Isabel de Braganza, patrocinadora de la creación del Museo del Prado, acontecida el 26 de diciembre, obligó a suspender las funciones teatrales. Este contratiempo no disuadió a los conspiradores, que planearon una segunda oportunidad, pero la demora dio lugar a que un cabo del regimiento de la reina denunciara la conjura. El capitán general en persona, asistido por alguna tropa, trató de sorprender a los conjurados reunidos en una casa particular. Al verlos entrar, el coronel Vidal desenvainó el sable y acometió a su jefe, pero marró el golpe, y el general Elío lo ensartó con su espada como a un espetón de sardinas. Condenado a muerte, Vidal y sus compinches acabaron en la horca el 22 de enero de 1819. Sin embago Elío no pudo darse el gustazo de ejecutar al coronel insubordinado, porque malherido a causa de la estocada recibida, expiró en el patíbulo cuando intentaban ponerle el capuchón de los ajusticiados. Un fraile franciscano llamado Pérez, que asistió espiritualmente al coronel en tan amargo trance, fue desterrado por negarse a revelar la última confesión de Vidal (Continuará).
Los mandiles, viéndose proscritos y acosados, dieron en fraguar golpes de fuerza sin descanso. No obstante, el primer golpista de la era moderna de España (contemporánea tendría que decir), pródiga en cuartelazos, fue el general Elío, si aceptamos como válida la concentración de Puzol, que anuló de un solo golpe todo lo hecho en Cádiz. Pero vayamos a las intentonas de los “hijos de la Viuda”. El primero en saltar al ruedo fue otro navarro, el famosísimo guerrillero Espoz y Mina, que había llegado a teniente general. Con su sobrino, Mina el Mozo, ambos masones, pretendieron asaltar sin éxito, ya en 1814, la ciudadela de Pamplona, para restablecer la Constitución de dos años antes. Fracasada la intentona, tío y sobrino huyeron al extranjero.
Rápidamente tomó el testigo el general Juan Díaz Porlier, también “fraterno”. Criollo -había nacido en Cartagena de Indias-, marino, participó en la desventurada batalla de Trafalgar, finalmente guerrillero de vida agitada. Ejerció su actividad guerrillera entre Asturias, Valladolid y Bilbao. En septiembre de 1815 urdió una conspiración doceañista. Formó una Junta de Galicia bajo su presidencia y preparó una marcha sobre Santiago, pero abandonado por quienes prometieron ayudarle, los absolutistas lo apresaron. Sometido a consejo de guerra, murió ahorcado en La Coruña el 3 de octubre.
El tercero de la lista fue el general Luis de Lacy y Gautier, nacido en San Roque (Cádiz), de noble familia irlandesa y madre francesa. La vida azogada de Lacy daría para una novela apasionante de aventuras, y no las melonadas de templarios y Códigos Da Vinci, tan de moda. Siendo militar al servicio de España, se enfrentó al capitán general de Canarias, donde se hallaba destinado, porque Lacy tuvo la osadía de disputarle, con éxito, los favores de una aristócrata canaria amante de su superior. Terminó preso primero en la isla de Hierro y luego en Cádiz. Expulsado del ejército, se alistó en las filas de Napoleón. Destinado a España, desertó y cambio otra vez de bando. Dirigió la liberación de Cataluña. Ascendió a teniente general, y el 15 de junio de 1813 fue nombrado capitán general de Galicia. Al volver Fernando VII, lo puso de patitas en la calle. Entonces montó una conspiración en Madrid a favor de la Constitución, con el apoyo, desde Barcelona, del primer Milans del Bosch de la saga. Enterado el capitán general de Cataluña, el famoso general Castaños, héroe de Bailén y masón, como los conspiradores, que se había hecho realista, persiguió a los cabecillas. Milans logró zafarse y huir al extranjero, pero Lacy fue apresado, juzgado en Barcelona y fusilado en los fosos del castillo de Bellver de Mallorca el 5 de julio de 1817.
Remató esta etapa golpista (la sublevación de Riego y Quiroga la incluyo en la fase siguiente) la tentativa dirigida por el coronel Joaquín Vidal, de guarnición en Valencia. Los conjurados pretendían sublevarse la noche de primero de año de 1819, con objeto de apresar o eliminar al general Elío. Esa noche, los oficiales de guardia ocuparían el teatro al que tenía que asistir el capitán general, pero la muerte imprevista de la culta reina María Isabel de Braganza, patrocinadora de la creación del Museo del Prado, acontecida el 26 de diciembre, obligó a suspender las funciones teatrales. Este contratiempo no disuadió a los conspiradores, que planearon una segunda oportunidad, pero la demora dio lugar a que un cabo del regimiento de la reina denunciara la conjura. El capitán general en persona, asistido por alguna tropa, trató de sorprender a los conjurados reunidos en una casa particular. Al verlos entrar, el coronel Vidal desenvainó el sable y acometió a su jefe, pero marró el golpe, y el general Elío lo ensartó con su espada como a un espetón de sardinas. Condenado a muerte, Vidal y sus compinches acabaron en la horca el 22 de enero de 1819. Sin embago Elío no pudo darse el gustazo de ejecutar al coronel insubordinado, porque malherido a causa de la estocada recibida, expiró en el patíbulo cuando intentaban ponerle el capuchón de los ajusticiados. Un fraile franciscano llamado Pérez, que asistió espiritualmente al coronel en tan amargo trance, fue desterrado por negarse a revelar la última confesión de Vidal (Continuará).
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