La Pepa (1): Aquellas «Cortes» de Cádiz
Si hemos de creer ciertas historias, especialmente las afines a la orden de la escuadra y el compás, aquellas Cortes estaban plagadas de masones que lograron imponer la Constitución "liberal" de 1812, aurora de las libertades en España.
El día de San José próximo, se cumplirá el segundo centenario de la proclamación, por las “Cortes” de Cádiz, de la primera Constitución Española. Si hemos de creer ciertas historias, especialmente las afines a la orden de la escuadra y el compás, aquellas Cortes estaban plagadas de masones que lograron imponer la Constitución “liberal” de 1812, aurora de las libertades en España. Hermosa fábula que tiene, sin embargo, un pequeño pero: es falsa casi de cabo a rabo. Para empezar, en nuestro país no hubo masones antes de 1808, aparte de alguno suelto que pudo iniciarse en el extranjero. La invasión napoleónica dio pie a la creación de logias en ciertas plazas españolas, o más bien en guarniciones de los ejércitos franceses y británicos. Pero en el escaso tiempo que va de mayo de 1808 a 1810. año en que comenzaron los debates de la referida Constitución, España no pudo convertirse en un bosque de “hijos de la viuda”.
Ciertamente ya había delantales en esas Cortes. Como pudo saberse más tarde, lo eran o se iniciaron después, algunos de sus personajes más bulliciosos, como el conde de Toreno (José María Queipo de Llano), Agustín Argüelles, José María Calatrava, el sacerdote Diego Muñoz Torrero, Francisco Martínez de la Rosa, Juan Romero Alpuente, el poeta Manuel José Quintana, el criollo ecuatoriano José Mejía Lequerica, Juan Nicasio Gallego, Francisco Fernández Golfín y seguramente algunos más. Ahora bien, ¿podían ser masones muchos de los noventa y siete eclesiásticos que formaban el “estamento” más numeroso de aquellas Cortes?
Cortes, por otro lado, de legitimidad más que dudosa. Fueron convocadas por la Junta Suprema Central y Gubernativa, un organismo improvisado y enteramente provisional para llenar de algún modo el vacío de poder que había provocado la salida de España del rey y de toda la familia real y las abdicaciones de Bayona. Esa Junta no pasaba de ser un apaño de urgencia apremiado por las Juntas provinciales asimismo improvisadas para hacer frente al invasor. La integraban primeramente 24 miembros, ampliada más tarde a 35, en la que abundaban los títulos de nobleza (entre ellos cinco grandes de España), y algún antiguo ministro, pero al resto apenas los conocía nadie. Elegido presidente el conde de Floridablanca, que tenía ochenta años, no tardó en chocar con el rehabilitado Jovellanos. La inmediata muerte del conde dio el poder al asturiano, pero no atajó las divisiones y luchas intestinas, que acabaron también con Jovellanos. Se vislumbraba la posterior lucha entre realistas y reformadores.
La Suprema fue retrocediendo geográficamente a medida que avanzaban los franceses. Estuvo primero en Aranjuez, y de allí a Talavera de la Reina, Trujillo, Sevilla, donde intentó quedarse, pero algunos meses después tuvo que huir a Cádiz, donde resistió el acoso de los invasores. El 10 de enero de 1810 nombró un Consejo de Regencia de cinco miembros –luego tres, más tarde otra vez cinco- presidido inicialmente por el obispo de Orense, el extremeño Pedro de Quevedo y Quintano, para que “ejerciese la potestad ejecutiva”. Este obispo había sido nombrado poco antes, en una de las primeras disposiciones de la Junta Central, Inquisidor General. Renunció al puesto de co-regente porque no reconocía la soberanía nacional, sino únicamente la real. Las Cortes, en “pago” a sus servicios, le privaron de sus dignidades en 1812, devueltas por Fernando VII en 1814.
Las Juntas provinciales eran de demarcación muy irregular, fruto espontáneo del pueblo amotinado. Su misma irregularidad y su formación improvisada, restaba verdadera representación a los diputados enviados a Cádiz. Además faltaban representantes de algunos territorios ocupados ya por los franceses. Naturalmente, en circunstancias tan dramáticas hubiera sido suicida retraerse por escrúpulos legalistas, pero la precariedad propia de la situación desnaturalizaba cualquier medida legislativa de largo alcance, más allá de las exigidas por la inmediata defensa de la Patria.
Las Cortes de Cádiz, no obstante, arrogándose una potestad que por supuesto el pueblo soberano no les había conferido, acometieron el acto revolucionario de volver del revés las estructura políticas de España. De ese modo, las Cortes gaditanas aprobaron una normal legal que por primera vez cercenaba el poder absoluto del monarca, cuya potestad soberana o derecho a pronunciar la última palabra, se trasladaba a la nación, ejercida a través de los diputados elegidos por el pueblo y reunidos en Cortes. Según el Título I de la nueva “ley de leyes”, la Nación “no es patrimonio de ninguna familia ni persona”. (Continuará).
Ciertamente ya había delantales en esas Cortes. Como pudo saberse más tarde, lo eran o se iniciaron después, algunos de sus personajes más bulliciosos, como el conde de Toreno (José María Queipo de Llano), Agustín Argüelles, José María Calatrava, el sacerdote Diego Muñoz Torrero, Francisco Martínez de la Rosa, Juan Romero Alpuente, el poeta Manuel José Quintana, el criollo ecuatoriano José Mejía Lequerica, Juan Nicasio Gallego, Francisco Fernández Golfín y seguramente algunos más. Ahora bien, ¿podían ser masones muchos de los noventa y siete eclesiásticos que formaban el “estamento” más numeroso de aquellas Cortes?
Cortes, por otro lado, de legitimidad más que dudosa. Fueron convocadas por la Junta Suprema Central y Gubernativa, un organismo improvisado y enteramente provisional para llenar de algún modo el vacío de poder que había provocado la salida de España del rey y de toda la familia real y las abdicaciones de Bayona. Esa Junta no pasaba de ser un apaño de urgencia apremiado por las Juntas provinciales asimismo improvisadas para hacer frente al invasor. La integraban primeramente 24 miembros, ampliada más tarde a 35, en la que abundaban los títulos de nobleza (entre ellos cinco grandes de España), y algún antiguo ministro, pero al resto apenas los conocía nadie. Elegido presidente el conde de Floridablanca, que tenía ochenta años, no tardó en chocar con el rehabilitado Jovellanos. La inmediata muerte del conde dio el poder al asturiano, pero no atajó las divisiones y luchas intestinas, que acabaron también con Jovellanos. Se vislumbraba la posterior lucha entre realistas y reformadores.
La Suprema fue retrocediendo geográficamente a medida que avanzaban los franceses. Estuvo primero en Aranjuez, y de allí a Talavera de la Reina, Trujillo, Sevilla, donde intentó quedarse, pero algunos meses después tuvo que huir a Cádiz, donde resistió el acoso de los invasores. El 10 de enero de 1810 nombró un Consejo de Regencia de cinco miembros –luego tres, más tarde otra vez cinco- presidido inicialmente por el obispo de Orense, el extremeño Pedro de Quevedo y Quintano, para que “ejerciese la potestad ejecutiva”. Este obispo había sido nombrado poco antes, en una de las primeras disposiciones de la Junta Central, Inquisidor General. Renunció al puesto de co-regente porque no reconocía la soberanía nacional, sino únicamente la real. Las Cortes, en “pago” a sus servicios, le privaron de sus dignidades en 1812, devueltas por Fernando VII en 1814.
Las Juntas provinciales eran de demarcación muy irregular, fruto espontáneo del pueblo amotinado. Su misma irregularidad y su formación improvisada, restaba verdadera representación a los diputados enviados a Cádiz. Además faltaban representantes de algunos territorios ocupados ya por los franceses. Naturalmente, en circunstancias tan dramáticas hubiera sido suicida retraerse por escrúpulos legalistas, pero la precariedad propia de la situación desnaturalizaba cualquier medida legislativa de largo alcance, más allá de las exigidas por la inmediata defensa de la Patria.
Las Cortes de Cádiz, no obstante, arrogándose una potestad que por supuesto el pueblo soberano no les había conferido, acometieron el acto revolucionario de volver del revés las estructura políticas de España. De ese modo, las Cortes gaditanas aprobaron una normal legal que por primera vez cercenaba el poder absoluto del monarca, cuya potestad soberana o derecho a pronunciar la última palabra, se trasladaba a la nación, ejercida a través de los diputados elegidos por el pueblo y reunidos en Cortes. Según el Título I de la nueva “ley de leyes”, la Nación “no es patrimonio de ninguna familia ni persona”. (Continuará).
Comentarios
Otros artículos del autor
- Valencia celebra a su patrón San Vicente Ferrer: predicador infatigable y «desfacedor de entuertos»
- Apostolado de los pequeños gestos
- Tontos útiles y cambio climático
- La fe en el cambio climático
- Nosotros, los niños de la guerra
- Así terminaréis todos
- Sigo aquí, todavía
- De periodista a obispo
- Nos han robado el alma
- Migraciones masivas nada inocentes