El terrible flagelo del paro
Sólo con trabajo, y éste estable, el hombrevivirá con dignidad. El paro juzga a una sociedad como la nuestra.
Son muchos, sin duda, los problemas pendientes en nuestra sociedad, para los que, aún con dificultades, hay que buscar y encontrar soluciones. Pero sigue siendo uno, al menos para la mayoría de los españoles –con toda razón–, el que preocupa de una manera especial y principalísima. Me refiero, como es obvio, al paro, a la falta de trabajo, al trabajo precario e inestable, a la imposibilidad actual de ejercer ese derecho tan fundamental y sencillo para la dignidad y logro de la persona, para la pervivencia de la familia y el futuro de nuestro pueblo. Años y años, nuestra sociedad está sufriendo este gravísimo flagelo, por algunos calificado, es cierto, como el mal social endémico de este tiempo en las sociedades avanzadas, pero que entre nosotros, especialmente en sectores jóvenes, llega a ser inaguantable por más tiempo, ya que no disminuye sino que continúa creciendo e intensificándose en sus muy dolorosas y amargas consecuencias.
El trabajo es inseparable de la vida familiar y la familia se forma como comunidad sobre la base del trabajo. Por eso el paro afecta, de manera muy principal y especialmente dura, a ese ámbito neurálgico y fundamental para todos los seres humanos y la sociedad que es la familia. No olvidemos, por lo demás, que la familia, en estos momentos, está siendo el gran paliativo para grandes problemas originados por el paro generalizado. El paro tiene gravísimas consecuencias para la familia: ahí está la ruina y quiebra de tantas de ellas, desalentadas, y a punto de ruptura, sin fuerzas para afrontar la tarea educativa de los hijos, con todas las consecuencias humanas y sociales que de ahí se derivan. Nos lamentamos de ciertos y grandes problemas que se detectan en sectores de juventud, como droga, violencia, desencanto, fracaso escolar y universitario... ¿Es esto ajeno, acaso, a la terrible lacra del paro, a la situación de muchas familias que se ven tan afectadas por los problemas derivados del trabajo?.
Es evidente que en la situación de este paro –que permanece y se ceba en nuestra sociedad como un cáncer agresivo e invasor– hay causas decisivas de índole técnico-económica, pero también es cierto que esta situación delata y apunta a otras causas de índole humana y moral: a una pérdida del sentido de los valores morales que ha llevado y lleva a subordinar a los puros intereses económicos el bien del hombre y de la sociedad; a una ofuscación del valor, dignidad y centralidad de la persona; y a una práctica y a veces teórica infravaloración del significado social de la familia y de su verdad.
Como señalaba con acierto en estos días el cardenal Angelo Bagnasco aquí en Italia, la crisis económica impone, sin duda, un «aggiornamento» de la mentalidad, una capacidad de renovación y el abandono de algunas categorías ya viejas, pero el Estado tiene siempre el «delicado y gravoso deber» de favorecer el acceso al trabajo. Y esto porque, prescindiendo de la crisis y de los rápidos cambios actuales, el trabajo es derecho y deber de toda persona, y sobre todo existe siempre el primado del trabajo sobre el capital. Además, «el mundo y la historia los dirige la cultura, no la economía, aunque parezca lo contrario». La cultura «no es un subproducto de las fuerzas económicas, sino que es un hecho espiritual, en el que la religión es un hecho importante». Lo testifica también el hecho de que el «error fundamental» de los regímenes tras el «telón de acero», la «causa primaria de su fin», «no fue ante todo de caracter económico, sino antropológico»; esto es: «el haber negado la verdad del hombre».
Lo recordaba también el Papa Benedicto XVI, en ese encuentro inolvidable, tan importante y esperanzador –a pesar del silencio de tantos medios– con los líderes de otras iglesias y confesiones cristianas y otras religiones del mundo para reflexionar juntos sobre la paz celebrado el 27 del pasado mes en Asís, cuando se refirió a la «decadencia» del hombre, «como consecuencia de la cual se produce de manera silenciosa, y por tanto más peligrosa, un cambio de clima espiritual. La adoración de Mamón, de tener y de poder –el predominio de lo económico, explicito yo, sobre el bien de la persona–, se revela una antireligión, en la cual ya no cuenta el hombre, sino únicamente el beneficio personal».
Es en este clima cultural y espiritual en el que habría que situar muy mucho el problema del trabajo y las sombras del paro. El problema del trabajo encontrará respuestas adecuadas si hay un cambio antropológico, si se afirma la verdad del hombre, por lo demás inseparable de Dios creador. Ahí, más allá y por encima de las ineludibles consideraciones económicas –nunca por encima del hombre y de la dignidad de la persona–, habrán de hallarse soluciones para el gravísimo problema del paro. Por esto, como exigencia básica e inaplazable, «el Estado tiene el delicado y gravoso deber de proveer a la oportunidad de acceso al trabajo en diversos ámbitos». «Es urgente de parte de todos –cada uno según sus propias competencias y responsabilidad– una capacidad de interpretar los cambios radicales económicos, financieros y sociales con una nueva y más aguda clarividencia, abandonando también categorías ya viejas, metodologías inadecuadas y programaciones irrealistas, inercias consolidadas» (Angelo Bagnasco). Esto, en todo caso, será posible, si se emprende y sigue el camino hacia la verdad del hombre; si existe un decidido compromiso, por encima de otras cosas, por la dignidad del hombre y sus derechos básicos –entre otros e inseparable de ellos, el del trabajo–, si se busca en común la causa de la justicia y de la paz «contra toda especie de violencia destructora del derecho» y de la verdad del hombre, si se apuesta de una manera clara y total por la familia, por el bien de la familia, de la que es inseparable la verdad del hombre y la apuesta por la vida, primer bien de la verdad y dignidad humana.
Sólo con trabajo, y éste estable, el hombre vivirá con dignidad. Sólo una organización de la economía y del trabajo que tenga en cuenta la familia y esté al servicio del hombre y de la realización de la familia, conforme a su verdad, será un trabajo que favorezca la dignidad de la persona. El paro juzga a una sociedad como la nuestra. El no tener en cuenta de manera suficiente, en todos los aspectos necesarios, a la familia en la organización laboral justa, también juzga a nuestra sociedad. Del trabajo y de la familia depende el futuro del hombre.
El trabajo es inseparable de la vida familiar y la familia se forma como comunidad sobre la base del trabajo. Por eso el paro afecta, de manera muy principal y especialmente dura, a ese ámbito neurálgico y fundamental para todos los seres humanos y la sociedad que es la familia. No olvidemos, por lo demás, que la familia, en estos momentos, está siendo el gran paliativo para grandes problemas originados por el paro generalizado. El paro tiene gravísimas consecuencias para la familia: ahí está la ruina y quiebra de tantas de ellas, desalentadas, y a punto de ruptura, sin fuerzas para afrontar la tarea educativa de los hijos, con todas las consecuencias humanas y sociales que de ahí se derivan. Nos lamentamos de ciertos y grandes problemas que se detectan en sectores de juventud, como droga, violencia, desencanto, fracaso escolar y universitario... ¿Es esto ajeno, acaso, a la terrible lacra del paro, a la situación de muchas familias que se ven tan afectadas por los problemas derivados del trabajo?.
Es evidente que en la situación de este paro –que permanece y se ceba en nuestra sociedad como un cáncer agresivo e invasor– hay causas decisivas de índole técnico-económica, pero también es cierto que esta situación delata y apunta a otras causas de índole humana y moral: a una pérdida del sentido de los valores morales que ha llevado y lleva a subordinar a los puros intereses económicos el bien del hombre y de la sociedad; a una ofuscación del valor, dignidad y centralidad de la persona; y a una práctica y a veces teórica infravaloración del significado social de la familia y de su verdad.
Como señalaba con acierto en estos días el cardenal Angelo Bagnasco aquí en Italia, la crisis económica impone, sin duda, un «aggiornamento» de la mentalidad, una capacidad de renovación y el abandono de algunas categorías ya viejas, pero el Estado tiene siempre el «delicado y gravoso deber» de favorecer el acceso al trabajo. Y esto porque, prescindiendo de la crisis y de los rápidos cambios actuales, el trabajo es derecho y deber de toda persona, y sobre todo existe siempre el primado del trabajo sobre el capital. Además, «el mundo y la historia los dirige la cultura, no la economía, aunque parezca lo contrario». La cultura «no es un subproducto de las fuerzas económicas, sino que es un hecho espiritual, en el que la religión es un hecho importante». Lo testifica también el hecho de que el «error fundamental» de los regímenes tras el «telón de acero», la «causa primaria de su fin», «no fue ante todo de caracter económico, sino antropológico»; esto es: «el haber negado la verdad del hombre».
Lo recordaba también el Papa Benedicto XVI, en ese encuentro inolvidable, tan importante y esperanzador –a pesar del silencio de tantos medios– con los líderes de otras iglesias y confesiones cristianas y otras religiones del mundo para reflexionar juntos sobre la paz celebrado el 27 del pasado mes en Asís, cuando se refirió a la «decadencia» del hombre, «como consecuencia de la cual se produce de manera silenciosa, y por tanto más peligrosa, un cambio de clima espiritual. La adoración de Mamón, de tener y de poder –el predominio de lo económico, explicito yo, sobre el bien de la persona–, se revela una antireligión, en la cual ya no cuenta el hombre, sino únicamente el beneficio personal».
Es en este clima cultural y espiritual en el que habría que situar muy mucho el problema del trabajo y las sombras del paro. El problema del trabajo encontrará respuestas adecuadas si hay un cambio antropológico, si se afirma la verdad del hombre, por lo demás inseparable de Dios creador. Ahí, más allá y por encima de las ineludibles consideraciones económicas –nunca por encima del hombre y de la dignidad de la persona–, habrán de hallarse soluciones para el gravísimo problema del paro. Por esto, como exigencia básica e inaplazable, «el Estado tiene el delicado y gravoso deber de proveer a la oportunidad de acceso al trabajo en diversos ámbitos». «Es urgente de parte de todos –cada uno según sus propias competencias y responsabilidad– una capacidad de interpretar los cambios radicales económicos, financieros y sociales con una nueva y más aguda clarividencia, abandonando también categorías ya viejas, metodologías inadecuadas y programaciones irrealistas, inercias consolidadas» (Angelo Bagnasco). Esto, en todo caso, será posible, si se emprende y sigue el camino hacia la verdad del hombre; si existe un decidido compromiso, por encima de otras cosas, por la dignidad del hombre y sus derechos básicos –entre otros e inseparable de ellos, el del trabajo–, si se busca en común la causa de la justicia y de la paz «contra toda especie de violencia destructora del derecho» y de la verdad del hombre, si se apuesta de una manera clara y total por la familia, por el bien de la familia, de la que es inseparable la verdad del hombre y la apuesta por la vida, primer bien de la verdad y dignidad humana.
Sólo con trabajo, y éste estable, el hombre vivirá con dignidad. Sólo una organización de la economía y del trabajo que tenga en cuenta la familia y esté al servicio del hombre y de la realización de la familia, conforme a su verdad, será un trabajo que favorezca la dignidad de la persona. El paro juzga a una sociedad como la nuestra. El no tener en cuenta de manera suficiente, en todos los aspectos necesarios, a la familia en la organización laboral justa, también juzga a nuestra sociedad. Del trabajo y de la familia depende el futuro del hombre.
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