Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Se necesitan misioneros


Ante el Domund de este año, doy gracias por los misioneros y misioneras que han hecho de las «misiones» la razón de ser de su vida.

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

El domingo próximo celebraremos, un año más, la Jornada Mundial por las misiones, día del Domund. Ocasión privilegiada para recordar la permanente validez y la urgencia del mandato misionero, que constituye la Iglesia: ella existe para llevar el Evangelio a todos los rincones de la tierra. En todas las partes del mundo atravesamos una situación muy difícil, que se agrava en los llamados «países de misión», a veces sentidos tan lejanos, pero que son tan cercanos y tan amados por los misioneros que nunca faltan en esos lugares dando la vida literalmente por esos pueblos y sus gentes con generosidad y entrega tales que sólo se comprenden desde la caridad que anima la misión.

Vivimos un mundo capaz de lo mejor y de lo peor, desde donde nos llega a la Iglesia un poderoso y apremiante llamamiento a ser evangelizado. Se repite aquel grito angustioso que Pablo escuchó: «¡Ayudadnos!». La ayuda que se nos pide, en medio de tantas cosas que necesita, tiene un nombre: la caridad en la verdad, real y sin condiciones, el amor verdadero y real, la pasión por el hombre que sana, libera, alienta, da luz, esperanza, y otorga y devuelve dignidad y grandeza a todo hombre.

La ayuda que la Iglesia, interpelada por este clamor humano universal, ofrece desde siempre y que recoge todo esto, lo resume, lo lleva más allá, y le ofrece todo su sentido y fuerza para alcanzarlo no es otra que el Evangelio: Jesucristo mismo en persona. «No tengo oro ni plata», dice san Pedro al paralítico que demanda su ayuda a la puerta del templo de Jerusalén, «lo que tengo te doy: en nombre de Jesús Nazareno, ¡levántate y anda!». Esta es la riqueza y la ayuda que la Iglesia ofrece y da, la que el mundo de hoy, los pueblos y los hombres abrumados por tantas miserias, dolores y necesidades, necesitan y piden, sin saberlo a veces, para que se puedan poner en camino, y andar hacia una realidad enteramente nueva, con una humanidad en verdad nueva, y con esperanza firme.

Cuando se vive el encuentro y la experiencia de Jesucristo, cuando se le conoce y se le sigue, dejándolo todo y teniendo a Él como único Dueño y Señor, se sabe que esto que acabo de decir es verdad, que no hay riqueza ni tesoro que se le pueda comparar y que no nos pertenece porque es para todos. Cuando se vive con Él y desde Él, se sabe que es verdad que Él es el alimento que sacia el hambre más grande del corazón del hombre, que busca, hambrea y espera; se sabe que Él es la más plena, grande e insospechada riqueza, que no se puede comprar con todo el oro y la plata del mundo y que no perece ni es utilizable por unos pocos en provecho propio y egoísta; quien le sigue a Él, que, por lo demás, lo pide todo, sabe que Él llena el corazón del hombre y sacia sus anhelos más hondos, que Él cura heridas del camino, que en Él se encuentra alivio, descanso y ánimo en el cansancio y abatimiento de los días, que sólo Él tiene palabras y hechos de vida eterna, y que en Él se halla la misericordia, el perdón, la comprensión y la reconciliación que todo hombre necesita para poder vivir. Todo esto es el amor, la caridad, la ayuda que los hombres y pueblos, todos hoy, en situaciones muy diversas y con connotaciones muy particulares, necesitan y buscan, algunos ya hasta han arrojado la toalla y desisten, cansados, de esperar, de pedir o buscar.

Todo este amor, y más allá de lo que se puede hasta soñar, se encuentra en Jesucristo. Es verdad, la Iglesia, a lo largo de más de dos milenios, da fe ininterrumpidamente hasta los últimos rincones o confines de la tierra que es verdad, cierto con la mayor de las certezas posible, que en Jesucristo se encuentra el perdón y la misericordia sin límite que necesitamos los hombres para vivir con esperanza y confianza; que en Él se encuentra el amor real sin barreras ni ribera alguna porque ha dado su vida por todos los hombres -ahí está el amor, el mayor amor- y ha venido a servirnos y no servirse de nosotros ni de nadie; en Él se halla a manos llenas la reconciliación y la paz tan urgente y apremiante, y la mayor de las mansedumbres que descarta toda violencia; también la cercanía a los enfermos y a los que sufren, la identificación con todos los crucificados de tantas formas en estos momentos; en Él tenemos al «buen samaritano» que no pasa de largo sino que se acerca a todo hombre malherido, despojado y tirado a la vera del camino para sanarle y llevarlo donde hay calor y cobijo de hogar; en Él, además, se nos ha devuelto la dignidad perdida, una dignidad inviolable, la de ser con Él mismo hijos de Dios; y, por eso, en Él y con Él se descubre y aprende la grandeza de ser hombre, lo que vale todo hombre, nuestro hermano. En Él ha sido vencida de manera decisiva y definitiva la muerte: la vida, vida plena y eterna es nuestro destino. Todo esto y muchísimo más encontramos en Jesucristo, Hijo de Dios, Dios con nosotros, Dios con el Hombre sin vuelta atrás y para siempre, rostro humano de Dios que es Amor.
¿Cómo callar esto y ocultarlo o dejar de ir a todos los rincones de la tierra para anunciarlo y hacerlo presente allí, si es la «ayuda» que se está pidiendo y necesitando?. Ésta es la razón de ser de las misiones y de los misioneros. Se entiende que hombres y mujeres consagren su vida a la misión. Y se entiende que hombres y mujeres, en lugares donde nadie quiere ir, estén allí dando su vida, incluso físicamente, haciendo presente el Amor que es Dios.

Ante el Domund de este año, doy gracias por los misioneros y misioneras que han hecho de las «misiones» la razón de ser de su vida. Ellos proclaman sin fin las gracias y los dones de Dios, el don de su amor sin límite. No pocas veces este «sin fin» llega hasta el derramamiento de la sangre: de ellos, ¡cuántos han sido testigos, mártires, de la fe! Gracias a ellos se ha podido dilatar el designio o querer de Dios de hacer partícipes de su amor y misericordia, ceñidor y base de la unidad consumada entre las gentes. A ellos va mi recuerdo y el de todos, lleno de agradecimiento, acompañado de la oración y de la ayuda y cercanía que necesiten. Su ejemplo es estímulo y sostén para los fieles cristianos, y todo hombre de buena voluntad. Podemos sentir ánimo viéndonos rodeados de un número tan grande de testigos que con su vida y su palabra han hecho y hacen resonar en todos los continentes el Evangelio del Amor, de Dios que ama a los hombres hasta el extremo, y apuesta por el hombre. Los necesitamos.
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