Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

La laicidad no es laicismo


La laicidad no es laicismo. Dios entraña lo último, lo incondicional, lo que concierne de manera decisiva, el definitivo sentido de todo, el último juez de la ética y supremo garante contra todos los abusos del poder ejercidos por el hombre y sobre el hombre.

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

La laicidad no es laicismo. Dios entraña lo último, lo incondicional, lo que concierne de manera decisiva, el definitivo sentido de todo, el último juez de la ética y supremo garante contra todos los abusos del poder ejercidos por el hombre y sobre el hombre. Él es y manifiesta lo «sagrado», lo que reclama respeto por encima de todo y siempre.

En Él se funda lo indisponible, lo innegociable, lo inviolable, toda sacralidad, la sacralidad que es la persona humana, con su dignidad y destino irreductible, que es cada uno de los seres humanos, que son los otros y las cosas últimas y decisivas, que es el terreno de la conciencia, que son los mismos derechos fundamentales del hombre no negociables ni cambiables. Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay Ley que no esté fundada en la norma de lo trascendente de lo verdadero y lo bueno. Hay algo, por ello, que no puede faltar en la sociedad, y que significa un saludable límite al poder, siempre cambiable, de los hombres: se trata del límite de lo que, en la recta razón, para vivir dignamente y sobrevivir no es manipulable ni sometible por el hombre, es decir, «el respeto a aquello que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios», porque, además, pertenece a la razón, o confirma la razón. Por eso, «allá donde se quiebra este respeto, algo esencial se hunde en la sociedad» (J. Ratzinger).

En ese conjunto de sacralidad que reclama tal respeto, los derechos fundamentales del hombre no son creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que más bien existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores. La vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo Él puede crear derechos que se basan en la esencia y verdad del ser humano y de los que nadie puede prescindir.

En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que haya realidades, valores, derechos, que no son manipulables por nadie, «sagrados», es la verdadera garantía de nuestra libertad, de la grandeza del ser humano, de un futuro para el hombre: la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza conferida por Él al hombre; por esto, ve también la verificación de lo que está entrañado en la máxima de Jesús: «dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César», tan acorde, por lo demás, con la recta razón, que presupone la limitación, el control y la transparencia del poder, la no manipulación del derecho y el respeto a su propio espacio intangible, y, finalmente, la fundamentación del derecho sobre normas morales, sobre la verdad y el bien, lo que es bueno y verdadero por sí mismo.

En todo ello va implicado, de alguna manera, que se reflexione sobre el laicismo ideológico imperante, derivado de todo un proceso de secularización ilustrada, que lleve a la sociedad actual –sobre todo la europea– a situarse ante el desafío de tomar una nueva decisión a favor de Dios, Creador.

La unidad y la convivencia de las gentes y de los pueblos sólo serán posibles si surge, en el horizonte presente de la Historia, un sujeto social capaz de construirlas pacientemente, porque su experiencia de vida y su respuesta a interrogantes fundamentales del hombre le hacen capaz de amar a toda persona humana en tanto que persona, partícipe del mismo misterio y de la misma vocación, por encima de cualquier otra determinación de raza, cultura y religión, pueblo, clase social o adscripción política. Esto reclama superar el proceso de secularización que ha desembocado en el laicismo radical e ideológico de algunos lugares.

Por lo demás, «la absoluta profanidad que se ha construido en Occidente es profundísimamente ajena a las culturas del mundo. Esas culturas se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro» (J. Ratzinger, 1). Ésta es, opino, una de las grandes cuestiones y retos que plantea hoy el islamismo al mundo secularizado y sometido a un laicismo ideológico.

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