La juventud del Papa
Soy testigo de que los jóvenes buscan a Jesucristo y no rehúyen ni su palabra ni sus exigencias. Son muchos, más de lo que parece, los jóvenes que se han encontrado con Jesucristo o lo buscan, a veces sin saberlo.
«¡Esta es la juventud del Papa!», corean miles y miles de jóvenes en todas las partes de España, esperando anhelantes que llegue el día de la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid.
Una juventud enteramente de hoy, que no es ajena a lo que viven y pasan el resto de los jóvenes, que comparte sus esperanzas y sufrimientos, sus decepciones y anhelos más vivos y justos. La misma juventud, aunque también diferente; llena, pletórica, de alegría. Junto a ellos se respira un aire fresco y puro, el gozo de vivir, y una esperanza que nada ni nadie puede arrebatar ni empañarla.
El encuentro de Madrid con el Papa será como un nuevo Pentecostés: acontecimiento de gracia, de gozo, ánimo y esperanza, de luz en la oscuridad del momento, que es tan grande para los jóvenes, un grandísimo don de la misericordia de Dios, precisamente ahora y con lo que «está cayendo». Meses atrás, los hemos visto y seguido en todas las diócesis de España portando la Cruz que preside los Encuentros Mundiales de la Juventud. ¡Cómo quieren al Papa estos jóvenes, cómo se fían de él y en él confían con toda razón, y cómo se sienten cercanos a Él y a quien él representa: Jesucristo, su verdadero amigo!
A veces, cuando se mira a los jóvenes, con los problemas y fragilidades que les caracterizan en la sociedad contemporánea y en los momentos actuales, hay una tendencia al pesimismo, al desánimo: son los que más padecen, los más afectados por esa gran crisis que nos envuelve. Mas, no es todo desánimo en la juventud, ni mera resignación inactiva, ni menos relativismo que corroe como termitas nuestro tiempo, tampoco nihilismo y vacío de gente que no espera nada.
Más allá de las apariencias, esos miles y miles de jóvenes, procedentes de todas las partes del mundo que se reunirán con el Papa en Madrid, nos trasmiten ya el mensaje claro de una juventud que expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo. ¿No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría profunda del corazón? ¿No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad auténtica?
Doy fe de que si a los jóvenes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y anhelada, en medio de tantas dificultades y adversidades, y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y está marcado por la Cruz: esa Cruz que preside los Encuentros Mundiales de la Juventud, la que han llevado tantos jóvenes sobre sus hombros cuando han visitado sus diócesis y ciudades, la que adoramos, la que es necesario tomar día tras día para seguir a Jesús, la cruz de la esperanza y del amor.
Estos jóvenes, con su presencia, con sus gestos, con su manera de ser y de comportarse, con su oración y sus vigilias de adoración, con todo, dicen que quieren seguir y ser testigos de Jesucristo, servidores de los hombres, portadores del Evangelio de la verdad que nos hace libres, del amor que se realiza en la verdad y nos hace hermanos, y de la esperanza que no defrauda. Conducidos por María que, además de ser la Madre cercana, discreta y comprensiva, es la mejor Maestra para llegar al conocimiento de la verdad a través de la contemplación, viven ya y vivirán intensamente en la Jornada Mundial de Madrid junto a los momentos de fiesta, largos ratos de interiorización, de contemplación y de adoración al Señor.
Decía a los jóvenes en Madrid el Beato Juan Pablo II, su gran amigo, en su última visita: «El drama de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de contemplación». No son jóvenes incapaces de interioridad, ni de silencio, ni superficiales que viven en la exterioridad. Doy fe de que a los jóvenes les interesa muy mucho la persona de Jesucristo, pero en su «verdadero rostro», no «sucedáneos» sobre Jesucristo, porque para sucedáneos que hastían y no llenan sus anhelos más verdaderos y hondos ya tienen lo que esta sociedad consumista y hedonista les ofrece.
Soy testigo de que los jóvenes buscan a Jesucristo y no rehúyen ni su palabra ni sus exigencias. Son muchos, más de lo que parece, los jóvenes que se han encontrado con Jesucristo o lo buscan, a veces sin saberlo; y que, como el joven rico del Evangelio, saben que Jesús es un amigo exigente, que indica metas elevadas y pide salir de sí mismos para ir a su encuentro, que «lo pide todo», sabiendo que «quien pierda su vida por Él y el Evangelio, la salvará», la ganará; es decir, caminará la senda de la vida con alegría, será de verdad libre y alcanzará la meta grande; al contrario de quien no esté dispuesto a seguirle dándo todo, «se marchará entristecido», se irá por otros derroteros sin sentido, como el joven rico del Evangelio, no dispuesto a dejar una vida en la que predomine el tener sobre el ser, el disfrute a toda costa, o el hacer simplemente lo que a uno le apetece.
Por eso estarán allí, en Madrid, junto al Papa, en comunión con él, que estos días ha cumplido sus sesenta años de sacerdote. Allí los encontraremos venidos en un número muy grande de los cinco continentes; allí acudirán para renovar su amor al Papa, escucharle, y aprender de él porque saben que en él «ven y oyen» al mismo Jesucristo; porque están convencidos que en él tienen a un testigo verdadero y fiel de Jesucristo, que nos muestra el rostro de Dios, cómo Dios quiere a los hombres, lo que nosotros somos, lo que nosotros, los hombres, valemos.
Allí, junto al sucesor de Pedro, una vez más, escucharán y palparán la verdad de aquellas palabras que son como el compendio del Evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». «No he venido a ser servido, sino a servir y dar la vida por todos». Esa es la gran esperanza para los jóvenes de hoy y de siempre. Eso sí cambia y renueva el mundo.
Una juventud enteramente de hoy, que no es ajena a lo que viven y pasan el resto de los jóvenes, que comparte sus esperanzas y sufrimientos, sus decepciones y anhelos más vivos y justos. La misma juventud, aunque también diferente; llena, pletórica, de alegría. Junto a ellos se respira un aire fresco y puro, el gozo de vivir, y una esperanza que nada ni nadie puede arrebatar ni empañarla.
El encuentro de Madrid con el Papa será como un nuevo Pentecostés: acontecimiento de gracia, de gozo, ánimo y esperanza, de luz en la oscuridad del momento, que es tan grande para los jóvenes, un grandísimo don de la misericordia de Dios, precisamente ahora y con lo que «está cayendo». Meses atrás, los hemos visto y seguido en todas las diócesis de España portando la Cruz que preside los Encuentros Mundiales de la Juventud. ¡Cómo quieren al Papa estos jóvenes, cómo se fían de él y en él confían con toda razón, y cómo se sienten cercanos a Él y a quien él representa: Jesucristo, su verdadero amigo!
A veces, cuando se mira a los jóvenes, con los problemas y fragilidades que les caracterizan en la sociedad contemporánea y en los momentos actuales, hay una tendencia al pesimismo, al desánimo: son los que más padecen, los más afectados por esa gran crisis que nos envuelve. Mas, no es todo desánimo en la juventud, ni mera resignación inactiva, ni menos relativismo que corroe como termitas nuestro tiempo, tampoco nihilismo y vacío de gente que no espera nada.
Más allá de las apariencias, esos miles y miles de jóvenes, procedentes de todas las partes del mundo que se reunirán con el Papa en Madrid, nos trasmiten ya el mensaje claro de una juventud que expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo. ¿No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría profunda del corazón? ¿No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad auténtica?
Doy fe de que si a los jóvenes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y anhelada, en medio de tantas dificultades y adversidades, y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y está marcado por la Cruz: esa Cruz que preside los Encuentros Mundiales de la Juventud, la que han llevado tantos jóvenes sobre sus hombros cuando han visitado sus diócesis y ciudades, la que adoramos, la que es necesario tomar día tras día para seguir a Jesús, la cruz de la esperanza y del amor.
Estos jóvenes, con su presencia, con sus gestos, con su manera de ser y de comportarse, con su oración y sus vigilias de adoración, con todo, dicen que quieren seguir y ser testigos de Jesucristo, servidores de los hombres, portadores del Evangelio de la verdad que nos hace libres, del amor que se realiza en la verdad y nos hace hermanos, y de la esperanza que no defrauda. Conducidos por María que, además de ser la Madre cercana, discreta y comprensiva, es la mejor Maestra para llegar al conocimiento de la verdad a través de la contemplación, viven ya y vivirán intensamente en la Jornada Mundial de Madrid junto a los momentos de fiesta, largos ratos de interiorización, de contemplación y de adoración al Señor.
Decía a los jóvenes en Madrid el Beato Juan Pablo II, su gran amigo, en su última visita: «El drama de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de contemplación». No son jóvenes incapaces de interioridad, ni de silencio, ni superficiales que viven en la exterioridad. Doy fe de que a los jóvenes les interesa muy mucho la persona de Jesucristo, pero en su «verdadero rostro», no «sucedáneos» sobre Jesucristo, porque para sucedáneos que hastían y no llenan sus anhelos más verdaderos y hondos ya tienen lo que esta sociedad consumista y hedonista les ofrece.
Soy testigo de que los jóvenes buscan a Jesucristo y no rehúyen ni su palabra ni sus exigencias. Son muchos, más de lo que parece, los jóvenes que se han encontrado con Jesucristo o lo buscan, a veces sin saberlo; y que, como el joven rico del Evangelio, saben que Jesús es un amigo exigente, que indica metas elevadas y pide salir de sí mismos para ir a su encuentro, que «lo pide todo», sabiendo que «quien pierda su vida por Él y el Evangelio, la salvará», la ganará; es decir, caminará la senda de la vida con alegría, será de verdad libre y alcanzará la meta grande; al contrario de quien no esté dispuesto a seguirle dándo todo, «se marchará entristecido», se irá por otros derroteros sin sentido, como el joven rico del Evangelio, no dispuesto a dejar una vida en la que predomine el tener sobre el ser, el disfrute a toda costa, o el hacer simplemente lo que a uno le apetece.
Por eso estarán allí, en Madrid, junto al Papa, en comunión con él, que estos días ha cumplido sus sesenta años de sacerdote. Allí los encontraremos venidos en un número muy grande de los cinco continentes; allí acudirán para renovar su amor al Papa, escucharle, y aprender de él porque saben que en él «ven y oyen» al mismo Jesucristo; porque están convencidos que en él tienen a un testigo verdadero y fiel de Jesucristo, que nos muestra el rostro de Dios, cómo Dios quiere a los hombres, lo que nosotros somos, lo que nosotros, los hombres, valemos.
Allí, junto al sucesor de Pedro, una vez más, escucharán y palparán la verdad de aquellas palabras que son como el compendio del Evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». «No he venido a ser servido, sino a servir y dar la vida por todos». Esa es la gran esperanza para los jóvenes de hoy y de siempre. Eso sí cambia y renueva el mundo.
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