Palabras de ayer, hechos de hoy
En estos mismos días –21 Y 22 de junio–, hace cinco años, estábamos reunidos los obispos de la Conferencia Episcopal en Asamblea Plenaria, y fruto de la reflexión fue la instrucción pastoral `Orientaciones Morales ante la situación actual de España´.
En estos mismos días –21 Y 22 de junio–, hace cinco años, estábamos reunidos los obispos de la Conferencia Episcopal en Asamblea Plenaria, en sesión extraordinaria, para reflexionar sobre la situación española en aquellos momentos –no fáciles, como tampoco lo son ahora–, y ofrecer a la sociedad el discernimiento que, a nuestro juicio, era necesario.
Fruto de la reflexión de aquellos días, intensos pero muy provechosos, fue la instrucción pastoral «Orientaciones Morales ante la situación actual de España», aprobada y publicada por la Conferencia Episcopal el 23 de noviembre del mismo año. Si hago referencia a este documento es porque trata muchas de las cuestiones que hoy nos afectan y preocupan seriamente. Hechos en la mente de todos nos hacen mirar el futuro de España, si no con pesimismo derrotista, sí al menos con cierto temor. Son momentos que reclaman de todos unidad fuerte, reconciliación, fortalecimiento moral, consolidación de nuestra democracia, que sí existe.
Una primera afirmación que quiero recordar de aquel documento es: «La consideración moral de los asuntos de la vida pública, lejos de constituir amenaza alguna para la democracia, es un requisito indispensable para el ejercicio de la libertad y el establecimiento de la justicia» (n.4). Sin un rearme moral de nuestra sociedad, no habrá futuro posible, justo y digno.
Tampoco puedo dejar de aludir a lo que, dentro del apartado «La reconciliación amenazada» del mencionado documento, dijeron los obispos en aquel momento sobre el «advenimiento de la democracia en España», esto es: «El final del régimen político anterior, después de cuarenta años de duración, fue un momento histórico delicado, lleno de posibilidades y de riesgos.
En aquella coyuntura, la Iglesia que peregrina en España, iluminada por el reciente Concilio Vaticano II y en estrecha comunión con la Santa Sede, superando cualquier añoranza del pasado, colaboró decididamente para hacer posible la democracia. Esta decidida actitud de la Iglesia y de los católicos facilitó una transición fundada sobre el consenso y la reconciliación entre los españoles.
Así, parecía definitivamente superada la trágica división de la sociedad que nos había llevado al horror de la Guerra Civil, con su cortejo de atrocidades. Perdón, reconciliación, paz y convivencia fueron los grandes valores morales que la Iglesia proclamó y que la mayoría de los católicos y de los españoles vivieron en aquellos momentos.
Sobre el trasfondo espiritual de la reconciliación fue posible la Constitución de 1978, basada en el consenso de todas las fuerzas políticas, que ha propiciado más de treinta años estabilidad y prosperidad... Al parecer, quedan desconfianzas y reivindicaciones pendientes. Pero todos debemos procurar que no se deterioren ni se dilapiden los bienes alcanzados» (nn. 6 y 7) . Juntos todos, tenemos la responsabilidad ahora de evitar «tensiones, discriminaciones y alteraciones de una tranquila convivencia» (n.7) .
Recuperar y mantener este «espíritu de la transición», que fue modélico, es una urgencia y una responsabilidad que no admite nada que la debilite o la ponga en riesgo. No son pocos los que piensan que es necesaria una «segunda transición», que conllevaría un cambio total de nuestra sociedad, de nuestra España: otra España.
Quienes piensan así y buscan ese cambio o viraje total pretenderían, a mi entender y el de muchos otros, «construir artificialmente una sociedad» sin aquellas referencias, criterios, valores o principios prepolíticos –en último término, morales– que histórica y culturalmente han dado origen a lo que constituye España y su identidad, más allá de las formas políticas concretas de organizarse en la pluralidad que la configura.
Un bien prepolítico, por ejemplo, que afecta a todos, y de manera muy especial a los que están y actúan en el ámbito de la política, es la consideración del bien común. Sobre este punto, la palabra de los obispos ofrece unos criterios importantes para generar futuro, y que los que están, de una u otra manera en la cosa pública o influyen en ella, harían bien en no ignorar.
Conviene recordar lo que los obispos, en el citado documento, entienden por bien común: «El conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (n. 58). No anda lejos, pues, el bien común de la justicia, que es exigencia básica y pilar en que se sustenta la sociedad y la convivencia. «Sin el trabajo de los políticos», añaden los obispos, «tantas veces ingrato, no sería posible la construcción del bien común.
Al mismo tiempo hay que decir que el fundamento y la razón de ser de la autoridad política, así como la justificación moral de su ejercicio es la defensa y la promoción del bien del conjunto de los ciudadanos, protegiendo las instituciones fundamentales de la vida humana, como la familia, las asociaciones cívicas, y todas aquellas realidades sociales que promueven el bienestar material y espiritual de los ciudadanos, entre las cuales ocupan un lugar importante las comunidades religiosas.
Ese servicio al bien común es el fundamento del valor y de la excelencia de la vida política... Las ideologías no pueden sustituir nunca al servicio leal de la sociedad entera en sus necesidades más reales y concretas» (n.57).
Fruto de la reflexión de aquellos días, intensos pero muy provechosos, fue la instrucción pastoral «Orientaciones Morales ante la situación actual de España», aprobada y publicada por la Conferencia Episcopal el 23 de noviembre del mismo año. Si hago referencia a este documento es porque trata muchas de las cuestiones que hoy nos afectan y preocupan seriamente. Hechos en la mente de todos nos hacen mirar el futuro de España, si no con pesimismo derrotista, sí al menos con cierto temor. Son momentos que reclaman de todos unidad fuerte, reconciliación, fortalecimiento moral, consolidación de nuestra democracia, que sí existe.
Una primera afirmación que quiero recordar de aquel documento es: «La consideración moral de los asuntos de la vida pública, lejos de constituir amenaza alguna para la democracia, es un requisito indispensable para el ejercicio de la libertad y el establecimiento de la justicia» (n.4). Sin un rearme moral de nuestra sociedad, no habrá futuro posible, justo y digno.
Tampoco puedo dejar de aludir a lo que, dentro del apartado «La reconciliación amenazada» del mencionado documento, dijeron los obispos en aquel momento sobre el «advenimiento de la democracia en España», esto es: «El final del régimen político anterior, después de cuarenta años de duración, fue un momento histórico delicado, lleno de posibilidades y de riesgos.
En aquella coyuntura, la Iglesia que peregrina en España, iluminada por el reciente Concilio Vaticano II y en estrecha comunión con la Santa Sede, superando cualquier añoranza del pasado, colaboró decididamente para hacer posible la democracia. Esta decidida actitud de la Iglesia y de los católicos facilitó una transición fundada sobre el consenso y la reconciliación entre los españoles.
Así, parecía definitivamente superada la trágica división de la sociedad que nos había llevado al horror de la Guerra Civil, con su cortejo de atrocidades. Perdón, reconciliación, paz y convivencia fueron los grandes valores morales que la Iglesia proclamó y que la mayoría de los católicos y de los españoles vivieron en aquellos momentos.
Sobre el trasfondo espiritual de la reconciliación fue posible la Constitución de 1978, basada en el consenso de todas las fuerzas políticas, que ha propiciado más de treinta años estabilidad y prosperidad... Al parecer, quedan desconfianzas y reivindicaciones pendientes. Pero todos debemos procurar que no se deterioren ni se dilapiden los bienes alcanzados» (nn. 6 y 7) . Juntos todos, tenemos la responsabilidad ahora de evitar «tensiones, discriminaciones y alteraciones de una tranquila convivencia» (n.7) .
Recuperar y mantener este «espíritu de la transición», que fue modélico, es una urgencia y una responsabilidad que no admite nada que la debilite o la ponga en riesgo. No son pocos los que piensan que es necesaria una «segunda transición», que conllevaría un cambio total de nuestra sociedad, de nuestra España: otra España.
Quienes piensan así y buscan ese cambio o viraje total pretenderían, a mi entender y el de muchos otros, «construir artificialmente una sociedad» sin aquellas referencias, criterios, valores o principios prepolíticos –en último término, morales– que histórica y culturalmente han dado origen a lo que constituye España y su identidad, más allá de las formas políticas concretas de organizarse en la pluralidad que la configura.
Un bien prepolítico, por ejemplo, que afecta a todos, y de manera muy especial a los que están y actúan en el ámbito de la política, es la consideración del bien común. Sobre este punto, la palabra de los obispos ofrece unos criterios importantes para generar futuro, y que los que están, de una u otra manera en la cosa pública o influyen en ella, harían bien en no ignorar.
Conviene recordar lo que los obispos, en el citado documento, entienden por bien común: «El conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (n. 58). No anda lejos, pues, el bien común de la justicia, que es exigencia básica y pilar en que se sustenta la sociedad y la convivencia. «Sin el trabajo de los políticos», añaden los obispos, «tantas veces ingrato, no sería posible la construcción del bien común.
Al mismo tiempo hay que decir que el fundamento y la razón de ser de la autoridad política, así como la justificación moral de su ejercicio es la defensa y la promoción del bien del conjunto de los ciudadanos, protegiendo las instituciones fundamentales de la vida humana, como la familia, las asociaciones cívicas, y todas aquellas realidades sociales que promueven el bienestar material y espiritual de los ciudadanos, entre las cuales ocupan un lugar importante las comunidades religiosas.
Ese servicio al bien común es el fundamento del valor y de la excelencia de la vida política... Las ideologías no pueden sustituir nunca al servicio leal de la sociedad entera en sus necesidades más reales y concretas» (n.57).
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