Comienza la Cuaresma
Convertirse implica buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva en el seguimiento de Jesucristo.
Hoy, con el tradicional «Miércoles de Ceniza», comienza para los cristianos el tiempo de Cuaresma. La secularización de nuestro tiempo, la rutina de los años o la misma debilidad de la fe en muchos hacen que la Cuaresma no tenga todo el relieve que le corresponde en la vida de los cristianos. No por eso pierde su significado, su importancia y su actualidad. Cada año, como preparación a la Pascua del Señor, la Iglesia ofrece a los cristianos la oportunidad para una real y verdadera renovación, que no es posible sin una purificación de sus vidas, es decir, sin una profunda y radical conversión, sin un acercarse de verdad y sinceramente a Dios. Convertirnos a Dios, de esto se trata. Convertirnos a Dios, para que nuestro pensar y nuestro querer, nuestros deseos y nuestras obras, se identifiquen con el querer y el pensar de Dios, que es Amor y mira a los hombres con misericordia y se apiada de los que sufren. Convertirse o volver a Dios, unidos a su mirada, para que nuestro actuar no sea sino la realización de su voluntad, de su designio de amor que no tiene límite y se vuelca con los últimos y desheredados de la tierra. Vivir la vida de hijos de Dios, como Él, para obedecer a Dios en todo y llevar una vida marcada por una fiel y filial obediencia al Padre de los cielos: para hacer su voluntad y lo que a Él le agrada, para buscarlo y amarlo por encima de todo, para tener enteramente toda la confianza puesta en El, para vivir en la sencillez, alegría, humildad y fe llena de asombro como los que en Él esperan, como los pequeños y los últimos. Y al mismo tiempo, inseparablemente, acoger a los pequeños y últimos como Jesucristo hace, para despojarnos de nosotros mismos, como Él, y estar junto a aquellos con los que Él se identifica, esto es, los pobres, los necesitados, los hambrientos y sedientos, los forasteros, los enfermos... acogerlos, amarlos, o bien tratarlos con indiferencia y rechazarlos, es como si se hiciera lo mismo con Él, ya que Él se hace presente de manera singular en ellos. «Conviértete y cree en el Evangelio», se dirá sobre cada uno de los que se acerquen hoy a la imposición de la ceniza. «Convertíos a mí de todo corazón»; «convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso»: escucharemos una y otra vez en la Palabra de Dios que resuena en la Cuaresma. La palabra clave que resume todo el espíritu cuaresmal y toda la vida es, por tanto, «conversión». Se trata, en efecto, de volver a Dios, de abrirse a su amor, a su don, y encontrar, de nuevo, la plena comunión con El, en quien está la dicha y felicidad del hombre, la vida y la esperanza, la paz y el amor que lo llena todo, reconcilia y redime todo, y sacia los anhelos más vivos del corazón humano. Ahí está la raíz de un verdadero y nuevo humanismo, sin el que no será posible superar las hondas crisis que padece nuestro mundo. Convertirse significa repensar la vida y la manera de situarse ante ella desde Dios, donde está la verdad; poner en cuestión el propio y el común modo de vivir, dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar ni ver, sin más, conforme a las opiniones corrientes que se dan en el ambiente, sino en conformidad con el juicio y la visión de Dios mismo, como vemos en Jesús. Convertirse es dejar que el pensamiento de Dios sea el nuestro, asumir, por tanto, su mentalidad, sus costumbres, como comprobamos y palpamos en Jesucristo. Convertirse implica buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva en el seguimiento de Jesucristo, que entraña aceptar el don de Dios, la amistad y el amor suyo, dejar que Cristo viva en nosotros y que su amor y su querer actúen en nosotros; se trata de, como Zaqueo, acoger a Jesús y dejarle que entre en nuestra casa y con El llegará la salvación, una vida nueva, y el cambio de pensar, de querer, de sentir y actuar conforme a Dios. Así, convertirse significa salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia y necesidad, de los otros y de Dios, de su perdón, de su amistad y de su amor; convertirse es tener la humildad de entregarse al amor de Dios, entregado en su Hijo Jesucristo, amor que viene a ser medida y criterio de la propia vida. «Amaos como yo os he amado» amar con el mismo amor con que Cristo nos ama a todos y a cada uno de los hombres, hasta el extremo, hasta dar la vida. Este vivir por parte nuestra el amor de Cristo, «la caridad que ama sin límites, que disculpa sin límites y que no lleva cuenta del mal» (1 Cor. 13), ha de marcar por completo el camino cuaresmal, más aún en este año que vivimos tan agudamente el gran zarpazo de las crisis que atenazan nuestro mundo. La conversión nos ha de proyectar hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. Éste es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial. Esto nos pide, entre otras cosas, la Cuaresma que hoy se inicia. Esto cambia el mundo. Esto abre un camino de una gran renovación en todos y en todos. Este es el camino de futuro. La Cuaresma tiene una gran actualidad. No podemos dejarla pasar de largo una vez más. Reclama vivirla con la seriedad que implica el volver a Dios para que su amor actúe en nosotros.
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