Tiempo y signos de esperanza
Siguen dejando su vida hoy no pocos mártires en testimonio de Jesucristo.
Acabamos de comenzar el Adviento, tiempo de esperanza, el que precede a la memoria de la primera Navidad, en la que se hace presente en medio de la historia y en la oscuridad de la noche del mundo el gran signo de la esperanza grande que no tiene vuelta atrás: Dios con los hombres, que no ha dejado, ni deja, a los hombres en la estacada. Vivimos tiempos difíciles, todo está muy complicado; las cosas, es cierto, no vienen bien dadas. Cuando esto sucede, por si fuera poco, no faltan profetas de calamidades que anuncian que no hay futuro. ¿Cómo no va a haber futuro después de lo que aconteció en la cueva de Belén hace dos mil años y es irrevocable? Dios de una vez por todas lo ha apostado y se lo ha jugado todo por los hombres: se ha hecho hombre, por puro e infinito amor.
Pues bien, nos empeñamos, sin embargo, en vivir sin esperanza. Los tiempos que nos han tocado vivir, por el contrario, reclaman estar atentos y como centinelas en la noche de una mañana que está más cerca de lo que pensamos o adivinamos.
Por lo que se refiere a la Iglesia, a pesar de lo que aparece en medios y en ciertas opiniones, como si todo se desplomase y se hundiese, tengo la certeza y experiencia viva de que Jesucristo «no se ha bajado de la barca de la Iglesia», ni la ha dejado, y con ella a sus discípulos, en la soledad de tenérselas que ver sola con un mar proceloso, bravío y amenazante. Una y mil veces siguen resonando ante nosotros las palabras del Señor que viene sobre las aguas de las olas que rompen contra la Iglesia y la humanidad, a la que ha amado y por la que se ha entregado sin reserva.Vivimos de la mayor de las certezas, que es el hecho de su venida, presencia –Enmanuel, Dios con nosotros–, y de su promesa: «¡Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo!». Es la certeza de su presencia lo que nos anima. Son muchas las señales que nos están indicando que Él no está lejos de nosotros, que viene a nosotros, que nos habla y nos dice, como a Pedro, que vayamos a Él caminando sobre las aguas procelosas, que Él nos agarra de la mano y no deja, por ejemplo, que nos traguen y destruyan esas olas de una cultura indigente de Dios, indigente de esperanza.
A pesar de nuestros pecados y fragilidades, de nuestras infidelidades y torpezas de los que formamos la Iglesia, siguen siendo cuantiosos los signos de fe y testimonio de sacerdotes, de personas consagradas, de fieles cristianos laicos, de movimientos apostólicos, de comunidades cristianas, de nuevas realidades eclesiales, de misioneros, de voluntarios al servicio de la caridad y obras de misericordia. Siguen dejando su vida hoy no pocos mártires en testimonio de Jesucristo. Ahí tenemos también esa muchedumbre de gentes buenas y fieles, cristianas de verdad, de nuestros pueblos y ciudades, que viven su fe con autenticidad y silenciosamente, con raíces muy profundas en su existencia, que esperan en Dios por encima de todo, que rezan y enseñan a rezar, de vida intachable, honrada y moral probada; ahí tenemos tantos y tantos enfermos, que llevan su sufrimiento con verdadero sentido cristiano y ayudan a Cristo a completar su pasión; o esas monjas contemplativas entregadas en la oscuridad de la clausura por completo al Señor por nosotros los hombres; o a muchos jóvenes, más de lo que parece, alegres y dichosos, que buscan a Dios, que siguen a Jesucristo con verdadero ánimo y esperanza, que te dicen que Jesús es el único que les llena, que se agolpan junto al Papa porque les comprende y les quiere y les anuncia a Jesucristo sin engaño u ocultamiento, o que van a peregrinaciones consumiendo todo un fin de semana cuando podrían estar en la «movida» del viernes y sábado noche, o que engrosan los grupos de parroquias o movimientos, y que encuentran en la Iglesia lo que andan buscando y les sacia, jóvenes de hoy, modernos y con sus fragilidades, como sus compañeros que están alejados, y que, sin embargo creen y siguen con entusiasmo a Jesucristo. Todos esos, y muchos más, en nuestras diócesis españolas, como en toda la Iglesia, son un grandísimo signo de esperanza, un aliento grande para todos. Son ellos los que calladamente, sin hacer ruido a veces, están llevando en el fondo a la Iglesia, y son garantía de frutos y fecundidad, como la semilla que cae en tierra y se consume en ella. En todo ese sustrato más fuerte de lo que creemos, porque es la fuerza misma de Dios que ahí actúa, es donde tenemos que apoyarnos, donde la Iglesia y el mundo se apoyan. ¿No es un signo de esperanza en nuestra España la obra ingente, el testimonio precioso de caridad que está dando la Iglesia a través de las parroquias y de las cáritas parroquiales o diocesanas? Toda una red vastísima de fieles, de religiosos y religiosas, de sacerdotes, de grupos e instituciones de Iglesia, que cubre en su totalidad la geografía de nuestro país, miles y miles de hombres y mujeres, tanto religiosos como laicos, están ayudando de mil maneras a paliar en España los fuertes zarpazos y destrozos de la grave crisis que atravesamos. Son muchísimos los que están consagrando lo mejor de su vida y de sus esfuerzos a hacer patente que el Señor ha venido a traer la buena noticia a los pobres, a sanar los corazones afligidos. Son signo de esperanza: son signos de que Dios, Amor, está con nosotros.
Pues bien, nos empeñamos, sin embargo, en vivir sin esperanza. Los tiempos que nos han tocado vivir, por el contrario, reclaman estar atentos y como centinelas en la noche de una mañana que está más cerca de lo que pensamos o adivinamos.
Por lo que se refiere a la Iglesia, a pesar de lo que aparece en medios y en ciertas opiniones, como si todo se desplomase y se hundiese, tengo la certeza y experiencia viva de que Jesucristo «no se ha bajado de la barca de la Iglesia», ni la ha dejado, y con ella a sus discípulos, en la soledad de tenérselas que ver sola con un mar proceloso, bravío y amenazante. Una y mil veces siguen resonando ante nosotros las palabras del Señor que viene sobre las aguas de las olas que rompen contra la Iglesia y la humanidad, a la que ha amado y por la que se ha entregado sin reserva.Vivimos de la mayor de las certezas, que es el hecho de su venida, presencia –Enmanuel, Dios con nosotros–, y de su promesa: «¡Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo!». Es la certeza de su presencia lo que nos anima. Son muchas las señales que nos están indicando que Él no está lejos de nosotros, que viene a nosotros, que nos habla y nos dice, como a Pedro, que vayamos a Él caminando sobre las aguas procelosas, que Él nos agarra de la mano y no deja, por ejemplo, que nos traguen y destruyan esas olas de una cultura indigente de Dios, indigente de esperanza.
A pesar de nuestros pecados y fragilidades, de nuestras infidelidades y torpezas de los que formamos la Iglesia, siguen siendo cuantiosos los signos de fe y testimonio de sacerdotes, de personas consagradas, de fieles cristianos laicos, de movimientos apostólicos, de comunidades cristianas, de nuevas realidades eclesiales, de misioneros, de voluntarios al servicio de la caridad y obras de misericordia. Siguen dejando su vida hoy no pocos mártires en testimonio de Jesucristo. Ahí tenemos también esa muchedumbre de gentes buenas y fieles, cristianas de verdad, de nuestros pueblos y ciudades, que viven su fe con autenticidad y silenciosamente, con raíces muy profundas en su existencia, que esperan en Dios por encima de todo, que rezan y enseñan a rezar, de vida intachable, honrada y moral probada; ahí tenemos tantos y tantos enfermos, que llevan su sufrimiento con verdadero sentido cristiano y ayudan a Cristo a completar su pasión; o esas monjas contemplativas entregadas en la oscuridad de la clausura por completo al Señor por nosotros los hombres; o a muchos jóvenes, más de lo que parece, alegres y dichosos, que buscan a Dios, que siguen a Jesucristo con verdadero ánimo y esperanza, que te dicen que Jesús es el único que les llena, que se agolpan junto al Papa porque les comprende y les quiere y les anuncia a Jesucristo sin engaño u ocultamiento, o que van a peregrinaciones consumiendo todo un fin de semana cuando podrían estar en la «movida» del viernes y sábado noche, o que engrosan los grupos de parroquias o movimientos, y que encuentran en la Iglesia lo que andan buscando y les sacia, jóvenes de hoy, modernos y con sus fragilidades, como sus compañeros que están alejados, y que, sin embargo creen y siguen con entusiasmo a Jesucristo. Todos esos, y muchos más, en nuestras diócesis españolas, como en toda la Iglesia, son un grandísimo signo de esperanza, un aliento grande para todos. Son ellos los que calladamente, sin hacer ruido a veces, están llevando en el fondo a la Iglesia, y son garantía de frutos y fecundidad, como la semilla que cae en tierra y se consume en ella. En todo ese sustrato más fuerte de lo que creemos, porque es la fuerza misma de Dios que ahí actúa, es donde tenemos que apoyarnos, donde la Iglesia y el mundo se apoyan. ¿No es un signo de esperanza en nuestra España la obra ingente, el testimonio precioso de caridad que está dando la Iglesia a través de las parroquias y de las cáritas parroquiales o diocesanas? Toda una red vastísima de fieles, de religiosos y religiosas, de sacerdotes, de grupos e instituciones de Iglesia, que cubre en su totalidad la geografía de nuestro país, miles y miles de hombres y mujeres, tanto religiosos como laicos, están ayudando de mil maneras a paliar en España los fuertes zarpazos y destrozos de la grave crisis que atravesamos. Son muchísimos los que están consagrando lo mejor de su vida y de sus esfuerzos a hacer patente que el Señor ha venido a traer la buena noticia a los pobres, a sanar los corazones afligidos. Son signo de esperanza: son signos de que Dios, Amor, está con nosotros.
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