Las universidades católicas (II)
Excluir, en efecto, al hombre del acceso a la verdad es la raíz de toda alienación. No podemos nadie, tampoco la Universidad ser indiferentes a todo aquello que hace latir el corazón del hombre.
Sin violentar para nada la Universidad ni la recta razón en ella presente y actuante, podemos afirmar y atestiguar que todo humanismo auténtico está estrechamente vinculado con Cristo. A este nuevo y auténtico humanismo, al que se debe la Universidad Católica, pertenece la búsqueda de la verdad y el acceso a la verdad, la realización en la verdad, inseparable de la caridad, del amor, el logro de la propia verdad del hombre y el alcance de su meta y de su destino definitivo. Excluir, en efecto, al hombre del acceso a la verdad es la raíz de toda alienación. No podemos nadie, tampoco la Universidad ser indiferentes a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, esto es, a todas sus inquietudes, a todas sus empresas y a todas sus esperanzas: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia.
Al proponer y abordar el tema de la verdad, de la razón unida inseparablemente a ella, y su fundamentación como base de la Universidad Católica –sin ocultar su relación con la fe–, soy consciente de que ésta es una cuestión fundamental de la vida y de la historia de la humanidad y, por tanto, de la Universidad. El hombre tiene necesidad de una base sobre la cual construir la existencia personal y social, busca la verdad que dé sentido a su existencia; en ello siente que está en juego su vida; no se puede ver satisfecho con propuestas que elevan lo efímero al rango de valor creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia, o que haga discurrir la vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que espera. De ahí la importancia decisiva de la cuestión de la verdad para la Universidad. Por eso mismo, el problema central de la Universidad es la cuestión de la verdad, que no es una de las tantas cuestiones que el hombre debe afrontar, sino la cuestión fundamental, que no se puede eliminar y que atraviesa todos los tiempos y estaciones de la vida y de la historia de la humanidad.
No puede haber ninguna contraposición ni «extrañeza» entre la fe cristiana y la razón humana, porque ambas, a pesar de su distinción, están unidas en la verdad, ambas desempeñan un papel de servicio a la verdad, ambas encuentran su fundamento originario en la verdad. Llegar a la Verdad es posible y necesario para el hombre. Para eso cuenta con dos caminos: el de la fe y el de la razón, no contrapuestos ni contradictorios, sino inseparables y complementarios. Los problemas de nuestra época a los que se ha de dar respuesta en la Universidad no hallarán salida más que caminando con decisión sobre estos dos raíles, o «alas que hacen posible el vuelo del espíritu humano hacia la verdad», como enseñó Juan Pablo II en su impotantísima Encíclica Fides et Ratio, decisiva, a mi entender, para las Universidades Católicas, o como aparece tan en el centro y tan clave en el magisterio de Benedicto XVI, antes ya de ser Papa, y ha mostrado tan lúcidamente en discursos como el mantenido ante la Universidad de Ratisbona o en el discurso nunca leído en la Universidad de «La Sapienza», de Roma. La separación o la contraposición de fe y razón, negativa para ambas, constituyen uno de los riesgos y peligros para la Universidad, su servicio y su futuro.
Esto significa que «desde el punto de vista de la estructura de la universidad, existe el peligro de que la filosofía, no sintiéndose capaz de su verdadero cometido, se degrade en positivismo; y que la teología con su mensaje dirigido a la razón, venga confinada a la esfera privada de un grupo más o menos grande. Si, por el contrario la razón –solícita de su presunta pureza– se hace sorda al gran mensaje que le llega de la fe cristiana, se seca como un árbol cuyas raíces no alcanzan las aguas que le dan vida. Pierde el coraje por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña. Aplicado a nuestra cultura europea, y a la Universidad, esto significa: si quiere construirse a sí misma en base al círculo de las propias argumentaciones y a lo que en el momento la convence y –preocupada de su laicidad– se destaca y distancia de las raíces de las que vive, entonces no se hace más razonable y más pura, sino que se descompone y quiebra... Es cometido de la Universidad Católica mantener esta sensibilidad por la verdad; invitar siempre de nuevo a la razón para que se ponga a la búsqueda de lo verdadero, del bien, de Dios, y, sobre este camino, invitarla a divisar las luces surgidas a lo largo de la historia de la fe cristiana» (Benedicto XVI). La Universidad Católica, en este horizonte, no podrá dejar de lado las cuestiones fundamentales del hombre –como el vivir y el morir–, ni podrá excluirlas del ámbito de la racionalidad, ni las dejará a la esfera de la subjetividad. Como consecuencia, si así fuera, al final desparecería la cuestión que dio origen a la Universidad -la cuestión de la verdad y del bien- y sería sustituida por la cuestión de la factibilidad. «Por tanto, el gran desafío de las universidades católicas consiste en hacer ciencia en el horizonte de una racionalidad verdadera, diversa de la que hoy domina ampliamente» (Benedicto XVI) . Así se dará la primacía del ser sobre el tener, que tanto se necesita en nuestro tiempo. Ahora bien, sabemos que esto es posible precisamente a la luz de la revelación de Jesucristo, que ha de ser el fundamento de la originalidad de la Universidad Católica y su gran e imprescindible aportación a los hombres.
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