Las logias masónicas y el poder
La masonería está, por tanto, en el seno del laicismo moderno y contemporáneo, y comparte con el laicismo moderno la gran preocupación de construir un mundo como si Dios no existiese.
por Luigi Negri
La masonería tiene una raíz cristiana. El filósofo francés Jean Guitton, en su libro «Le Christ écartelé», sitúa su raíz allí donde se encuentra la madre de todas las herejías: la gnosis. La corriente gnóstica, que reaparece cíclicamente, consiste en el intento de leer el evento cristiano en el seno de una estructura cultural y filosófica, más que en aceptar que el evento de Cristo juzgue la razón y por tanto module la conciencia de un modo distinto. En las raíces de la moderna masonería está este fermento radical de la gnosis. La gnosis hace pensar en algunos seres «iluminados», o poseedores de la «adecuada» interpretación del cristianismo, que ya no será un hecho, sino un mensaje, y por tanto, algo esencialmente interpretable. La verdad del cristianismo, por tanto, según la herejía gnóstica, consiste en la verdad de la interpretación, y sobre ésta radica una proyección de tipo moralista, que los cátaros y los valdenses ya han repropuesto continuamente en el corazón de la cristiandad occidental.
Esta imagen gnóstica, y por tanto moralista, del cristianismo marca toda la historia de la cristiandad, también la occidental. Pero la marca de una manera minoritaria; es una realidad que no consigue forzar la unitariedad de la cultura y de la civilización de la Edad Media, porque siendo un fenómeno de tipo sustancialmente intelectual y religioso, en el sentido estricto de la palabra, no tiene la fuerza de convertirse en una alternativa a la grandiosidad del proceso católico de inculturación de la fe, de creación de una civilización como la medieval. Y cuando surge la masonería, se convierte en un hecho explícito, en un factor promotor de un cierto tipo de descristianización de la vida social, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo.
Antropología del poder
La antropología cristiana nace del advenimiento de Cristo, que es gracia, y se confía a la libertad, porque la gracia se dirige a la libertad, considera la libertad como la gran destinataria de su presencia. Lo sentimos por Lutero y sus secuaces, pero la gracia no elimina la libertad, sino que la promueve, exactamente igual que el abrazo del padre o la madre no ahogan la personalidad de los hijos sino que la invitan a que se haga responsable. Esta es la antropología cristiana, una antropología, por tanto, que no tiene necesidad de negar el mal, ni de negar el bien, que no necesita subrayar el aspecto permeable de las estructuras en las que el hombre vive su propia vida y que ciertamente lo condicionan, pero que ve cómo el hombre emerge de su ser hijo de Dios, porque esta filiación divina es revelada y hecha experiencia por el advenimiento de Cristo reconocido por la efusión de su espíritu. Y hemos visto cómo durante siglos, dentro de la tradición católica de Occidente, se ha realizado esta antropología. La masonería retoma o reasume una responsabilidad enorme, desde el punto de vista cultural y social, cuando cambia realmente el escenario de la antropología; cuando a la antropología de la verdad le sustituye la antropología del poder.
La antropología de la verdad encuentra su cumplimiento en la revelación cristiana y su ámbito de educación y de experiencia en la pertenencia al pueblo de Dios, que es la Iglesia, fuente de madurez de las personalidades individuales: la Iglesia tiene como objetivo supremo no la ampliación de su estructura institucional, sino el crecimiento del pueblo cristiano, «sacramenta propter homines» («los sacramentos son para nosotros»), decían nuestros antiguos maestros escolásticos: en su gravedad ontológica decían que la Iglesia está para la educación del hombre, para que el hombre, una vez maduro en su identidad cristiana, asuma la responsabilidad de ser misionero en el mundo, ante Cristo y ante los hombres. Éste es también el gran grito que llega desde la encíclica «Novo millenio ineunte» de Juan Pablo II.
La antropología de la persona, que es persona porque pertenece a Cristo en su pueblo, es sustituida por la del individuo que tiene ya valor en sí mismo y por sí mismo. El corazón del masón pertenece a la modernidad, y la modernidad es la construcción de un mundo sin Dios. Y en la masonería, para construir un mundo sin Dios se puede hablar de Dios, es más, se debe hablar de Dios, porque sería un absoluto despropósito, algo estratégicamente incorrecto hablar mal de Él o decir que no existe.
El hombre, alternativa a Dios
Pero evidentemente, sobre el plano del derecho, sobre el plano teórico, sobre el plano de la impostación filosófica y antropológica, el hombre es concebido como la alternativa a Dios. La masonería se radica en este nuevo ambiente en el que madura en sinergia con los filones racionalistas e ilustrados, que serán más rigurosamente antideístas y anticatólicos y donde no hay lugar para una concepción religiosa de la vida que radique al hombre en la pregunta de sentido, de verdad, de belleza y de justicia, porque este tipo de preguntas son sustancialmente alienantes.
La masonería está, por tanto, en el seno del laicismo moderno y contemporáneo, y comparte con el laicismo moderno la gran preocupación de construir un mundo como si Dios no existiese; quizá no formalmente contra Dios, sino como si Dios no existiese. Creo que éstos son los elementos de enfrentamiento. Creo que todos nosotros tenemos el derecho de ser lo que somos, de elegir nuestras opciones, de ser coherentes con nuestros principios, de realizar en la vida social una expresión también pública, de nuestras convicciones, pero es necesario que sepamos lo que está en juego. Y está en juego una alternativa en el plano de la antropología: o existe el hombre de la verdad o existe el hombre del poder, desde el punto de vista de la definición última.
Luigi Negri, obispo de la diócesis de San Marino-Montefeltro (Italia)
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