ASÍ SE ESCRIBE LA HISTORIA
¿Extirparán también las raíces cristianas de la Universidad?
Por historia y por fe, pero también por pura constatación de la realidad, las universidades católicas, sobre todo las más jóvenes, deben creer que si permanecen fieles a los ideales evangélicos y tienen por su más alta misión el servicio denodado a la promoción integral de los alumnos, verán multiplicarse los frutos en sus manos y «prosperar todas sus empresas»
Universidad de Alcalá de Henares
seguro el dominio de los príncipes,
el estudio que les advierte, les amotina...
Príncipes, temed al que no tiene otra cosa
que hacer, sino imaginar y escribir... »
Francisco de QUEVEDO (1580-1645)
La pasión por esconder, falsear o negar el origen cristiano de tantas realidades valiosas crece en el “Gran Mundo”. El ansia concomitante de liquidar los símbolos de siglos enteros de fe colectiva contribuye a alimentarla. Por la mañana se escamotea la incontrovertible base cristiana de esa poderosa construcción llamada Europa (y se hace nada menos que en el preámbulo de lo que se quería que fuese su Carta Magna). A mediodía se exige a voces —y se logra— la retirada de los escasísimos cristos o vírgenes que todavía quedaban en aulas e instituciones públicas (generalmente en edificios venerables por su antigüedad). Y por la tarde se arma un escándalo para que desaparezca un Redentor de enorme abrazo, que forma parte del skyline sentimental de los murcianos, pero no tiene la suerte de estar en Río de Janeiro. Por la noche aventuro que se soñará con nuevas acciones, porque mi imaginación se ve desbordada de continuo ante la creatividad iconoclasta del laicismo moderno, supuestamente liberado de atavismos y obsesiones religiosas. Pronto, seguro, le llegará el turno a las universidades, a la Universidad, esa creación genial y rebosante de prestigio que la Cristiandad medieval erigió y cargó de futuro. Si su ímpetu teológico y evangelizador hace tiempo que fue pulverizado y los antiguos centros fumigados y fortificados frente a cualquier tentación de trascendencia o de superación del materialismo y el utilitarismo ambientes, sus símbolos, sellos y añosas decoraciones artísticas siguen hablando a los sentidos de un pasado intensamente creyente y clamando en silencio por su alma, robada más que perdida o muerta.
Alma mater studiorum...
La aventura arrancó formalmente en Bolonia, entonces ciudad emergente y hoy capital de la Emilia-Romagna, el año de Gracia de 1088, pero el proceso de creación de una verdadera Universidad se completó por primera vez en el París de principios del siglo XIII. No obstante, la actual alma mater boloñesa tiene a gala lucir en un lugar muy visible de su sello ese año pionero y remoto de su feliz nacimiento. En realidad, hasta el siglo pasado no tuvo emblema oficial, mas entonces, cuando quisieron componerle un Sigillum Magnum reuniendo los símbolos de los viejos colegios y corporaciones (universitates) que la integraron durante el Medievo, todo se llenó de Vírgenes con Niño, efigies de San Lucas y de Santa Catalina, escenas de la Anunciación... Y ahí siguen, al menos hasta hoy. En lo tocante a referentes cristianos, el sello de la ilustre e igualmente antigua Universidad de París no es muy distinto: Santa María y su augusto Hijo lo presiden desde la cúspide flanqueados por una estrella y una luna en cuarto creciente, símbolos marianos que suelo contemplar reproducidos cuando paso junto al gran escudo de la extinta Universidad de Orihuela, sujeto por recias cadenas también labradas en la piedra del orgulloso monumento que un día la albergó. Oxford, más que imágenes, proclama palabras eternas: como motivo central de sus armas se impone un libro abierto —qué, si no— conteniendo únicamente parte del primer versículo del Salmo 27 (26): Dominus illuminatio mea, ‘El Señor es mi luz’... Pero regresemos al París del siglo XIII, cuyo proceso de consolidación universitaria me parece paradigmático por verse repetido en varios o en algunos de sus elementos en otras muchas sedes. Allí hay, como en otros lugares, una próspera escuela catedral que hará de cuna, Notre-Dame, y una incipiente corporación de maestros y escolares cuya inquietud empuja a rebasar los macizos muros catedralicios esparciendo el conocimiento por casas particulares, iglesias y conventos. Faltaba, con todo, acallar o incluso vencer las “distintas sensibilidades” que iban emergiendo, a veces con violencia, lo mismo del seno de la sociedad civil que de la eclesiástica frente al fenómeno de la naciente Universidad. Faltaba, en efecto, la autonomía universitaria.
Autonomía
Cuando estudiaba Primero en la Facultad de Derecho y la actual Constitución Española era todavía niña, me chocó ver “constitucionalizada” la autonomía universitaria:
Artículo 27... 10. «Se reconoce la autonomía de las Universidades, en los términos que la ley establezca».
¿Tan unida a la esencia universitaria —me preguntaba— está la condición autónoma? Y tanto —me digo ahora: hasta que los reyes y los papas, los papas y los reyes, no liberaron a los estudios generales que florecían por doquier de las tutelas municipal y episcopal, concediéndoles privilegios, exenciones, franquicias e inmunidades, por un lado, y bulas de erección, reconocimiento o confirmación, por otro, las universidades apenas lograron convertirse en centros realmente ecuménicos de formación e investigación. Fue sólo entonces cuando pudieron conferir grados y otorgar licencias reconocidas en el conjunto de la Cristiandad (licentia ubique docendi). Significó un gran paso para la cultura europea y occidental esta percepción profética del Papado y de los reyes y emperadores cristianos, que proyectaron hacia lo universal el futuro de los studia generalia, frente a la visión lógicamente estrecha y localista de concejos, burgos, gremios, nobles, cabildos y curias episcopales. En París, la acción combinada del rey Felipe Augusto y de los pontífices
Inocencio III —antiguo alumno de la Casa— y Gregorio IX ayudó a elevar sobre toda la cultura medieval a un instituto de enseñanza superior que ya contaba con el audaz método dialéctico de Pedro Abelardo y que recibió los geniales aportes de todo un Alberto Magno y un Tomás de Aquino. Su evolución posterior no estuvo libre de dificultades, luchas, contradicciones y decadencias, pero la Universidad de París —posteriormente llamada Sorbona, por el colegio para estudiantes pobres y clérigos seculares que fundara el canónigo Sorbon para contrarrestar la pujanza académica de las órdenes mendicantes— se convirtió en el gran faro y en el referente riguroso y absoluto de la Teología dogmática para toda la Cristiandad. Allí se formaron nuestros Íñigo de Loyola y Francisco de Vitoria; allí sentó cátedra médica Miguel Servet; allí...
Y en sede de autonomía no puedo pasar sin mencionar, a modo de estrambote bufo, a los universitarios más “autónomos” y libertinos que conoció la Edad Media: los goliardos. Aquellos clérigos “cerbatana” ayunos de vocación, seminaristas rebotados, estudiantes que de eso apenas tenían el nombre, tuna prefigurada cuyas aulas eran las tabernas y cuyos universales la poesía, el latín, el amor de las muchachas y la música, constituyen también un patrimonio netamente universitario, refinadamente cultural y, en cierto modo —si juzgamos por la fe sincera que se desprende de algunas composiciones de escolares saltimbanquis como el inmortal François Villon—, esencialmente cristiano. Si, en efecto, la Universidad y las instancias eclesiásticas quisieron represar su acción disolvente por medio de decretos, sanciones o edictos (los juristas sabemos que la sucesión de disposiciones restrictivas y punitivas con un mismo objeto apenas disimula la vitalidad y frescura del fenómeno que en vano se intenta reprimir), acabaron, sin embargo, asimilando y apreciando sus fragantes frutos líricos (por poner un ejemplo famoso, los Carmina Burana fueron recogidos en el bello códice miniado que hoy se conserva en Múnich merced, seguramente, al interés de un abad o incluso de un obispo). Sirva como alegre testigo musical del maravilloso injerto al que me estoy refiriendo, el hecho sorprendente de que el himno aceptado desde antiguo para toda la Universidad —lugar por antonomasia en el que la disciplina, el esfuerzo y el rigor intelectual constituyen ley insoslayable— sea una invitación desenfadada al carpe diem, tal y como se entiende hoy esta horaciana expresión: el Gaudeamus igitur, un poema goliardesco.
No creo que nada de esto haya sucedido en otras culturas y sólo lo estimo posible allá donde la libertad sea un valor fundante; como lo ha sido, con sus altibajos, en la civilización cristiana.
Y nosotros
...apud Salamanticam civitatem uberrimam et locum in regno Legionensi salubritate aeris et quibuslibet opportunitatibus praeelectum. (Alfonso X al Papa)
Universidad de Salamanca
Esta vez tuvimos suerte. Los hitos universitarios del pasado de España merecerían, en algunos casos, ser inscritos con letras de oro en los anales de la cultura. 1208, año en que Alfonso VIII el de las Navas y el obispo Téllez pusieron en marcha el Estudio General de Palencia, nos sitúa ya en primera línea del aludido movimiento del que emergen las actuales universidades. Aunque efímera, la madrugadora alma mater palentina y su espíritu de majestuoso vuelo prepararon el camino para que diez años después Alfonso IX de León erija la que habrá de ser la perla más resplandeciente y diáfana del abigarrado collar —en sus más idealistas momentos, rosario— de la enseñanza superior española: Salamanca. Dotada por el rey San Fernando de privilegios y exenciones (cédula de 6 de abril de 1242, primer documento universitario de nuestra historia) y por Alfonso X el Sabio de un estatuto detallado que incluye provisión de cátedras y que por primera vez contiene la palabra “Universidad” (1254), verá reconocida su personalidad y su autonomía jurídicas mediante bula promulgada en 1255 por el papa Alejandro IV. Éste será el pontífice que expresamente la pondere como “una de las cuatro lumbreras del mundo”. Salamanca colmaba en la mente del Rey Sabio las expectativas que, según él, habría que considerar muy seriamente a la hora de elegir el sitio idóneo en que fundar un Estudio General, condiciones que él mismo había hecho publicar en Las Partidas:
Esta vez tuvimos suerte. Los hitos universitarios del pasado de España merecerían, en algunos casos, ser inscritos con letras de oro en los anales de la cultura. 1208, año en que Alfonso VIII el de las Navas y el obispo Téllez pusieron en marcha el Estudio General de Palencia, nos sitúa ya en primera línea del aludido movimiento del que emergen las actuales universidades. Aunque efímera, la madrugadora alma mater palentina y su espíritu de majestuoso vuelo prepararon el camino para que diez años después Alfonso IX de León erija la que habrá de ser la perla más resplandeciente y diáfana del abigarrado collar —en sus más idealistas momentos, rosario— de la enseñanza superior española: Salamanca. Dotada por el rey San Fernando de privilegios y exenciones (cédula de 6 de abril de 1242, primer documento universitario de nuestra historia) y por Alfonso X el Sabio de un estatuto detallado que incluye provisión de cátedras y que por primera vez contiene la palabra “Universidad” (1254), verá reconocida su personalidad y su autonomía jurídicas mediante bula promulgada en 1255 por el papa Alejandro IV. Éste será el pontífice que expresamente la pondere como “una de las cuatro lumbreras del mundo”. Salamanca colmaba en la mente del Rey Sabio las expectativas que, según él, habría que considerar muy seriamente a la hora de elegir el sitio idóneo en que fundar un Estudio General, condiciones que él mismo había hecho publicar en Las Partidas:
«En que logar debe ser establescido el Estudio, e como deven ser seguros los Maestros, e los Escolares.- De buen ayre, e de fermosas salidas, debe ser la Villa, do quisieren establescer el Estudio, porque los Maestros que muestran los saberes, e los Escolares que los aprenden, vivan sanos en el, e puedan folgar, e recibir plazer en la tarde, quando se levantaren cansados del estudio. Otrosi debe ser abondada de pan, e de vino, e de buenas posadas, en que puedan morar, e pasar su tiempo sin gran costa...» (Alfonso X el Sabio (1221-1284), Las Partidas 2.31.2).
Muchas más, e igual de acertadas, son las previsiones de temática universitaria que contiene esta fantástica enciclopedia jurídica, lo que da fe de la sincera preocupación que inquietaba al soberano por dotar al reino de un sistema de enseñanza superior parangonable a la experiencia de París:
«Que cosa es estudio e cuantas maneras son del, e por cuyo mandato debe ser fecho.- Estudio es ayuntamiento de Maestros, e de Escolares, que es fecho en algun lugar con voluntad, e entendimiento de aprender los saberes. E son dos maneras del. La una es, la que dicen Estudio general, en que ay Maestros de las Artes, assi como de Gramatica, e de la Logica, e de Retorica, e de Arismetica, e de Geometria, e de Astrologia; e otrosi en que ay Maestros de Decretos, e Señores de Leyes... Si para todas las sciencias non pudiessen auer Maestro, abonda que aya de Gramatica, e de Logica, e de Retorica, e de Leyes, e Decretos» (Partidas 2.31.1 y 3).
«En que manera deven los Maestros mostrar a los Escolares los saberes.- Bien e lealmente deven los Maestros mostrar sus saberes a los Escolares, leyendo los libros, e faziendolgelo entender lo mejor que ellos pudieren. E de que començaren a leer, deven continuar el estudio todavía, fasta que ayan acabado los libros, que començaran. E en quanto fueren sanos, non deven mandar a otros, que lean en logar dellos; fueras ende, si alguno dellos mandasse a otro leer alguna vez, para le honrrar, e non por rrazon de se escusar el del trabajo del leer... » (Partidas 2.31.4).
Este mismo monarca, más clarividente en el ámbito educativo, artístico o científico que afortunado en lo político, puso, sin embargo, un celo especial en el cultivo y promoción de la ciencia del Derecho, así como en la formación jurídica de los futuros funcionarios y cuadros, lo que orientó el currículo salmantino y revirtió en un diluvio de honores y dispensas a los “maestros de leyes”. De ello queda constancia en párrafos inolvidables de Las Partidas:
«Que honrras señaladas deven aver los Maestros de las Leyes.- La ciencia de las Leyes es como fuente de justicia, e aprovechasse della el mundo, mas que de otra ciencia. E porende los Emperadores que fizieron las leyes, otorgaron privillegios a los Maestros de las Escuelas, en quatro maneras. La una, ca luego que son Maestros, han nome de Maestros, e de Caballeros, e llamaronlos Señores de Leyes. La segunda es, que cada vegada que el Maestro de Derecho venga delante de algun Juez, que este judgando, devese levantar a el, e saludarle, e recebirle, que sea consigo; e si el Judgador contra esto fiziere, pone la ley por pena, que le peche tres libras de oro. La tercera, que los Porteros de los Emperadores, e de los Reyes, e de los Principes, non les deven tener puerta, nin embargarles que non entren ante ellos, quando menester les fuere. Fueras ende a las sazones que estoviessen en grandes poridades; e aun entonce devengelo decir, como estan tales Maestros a la puerta, e preguntar si les mandan entrar, o non. La quarta es, que sean sotiles e entendidos, e que sepan mostrar este saber, e sean bien razonados, e de buenas maneras; e después que ayan veinte años tenido Escuelas de las Leyes deven aver honrra de Condes. E pues que las leyes, e los Emperadores, tanto los quisieron honrrar, quisado es, que los Reyes los deven mantener en aquella misma honrra. E porende tenemos por bien, que los Maestros sobredichos ayan en todo nuestro Señorio, las honrras que de suso diximos, assi como la ley antigua lo manda. Otrosi dezimos, que los Maestros sobredichos, e los otros, que muestran los saberes en los Estudios, en las tierras del nuestro Señorio, que deven ser quitos de pecho; e non son tenidos de yr en hueste, nin en cavalgada, nin de tomar otro oficio, sin su plazer» (Partidas 2.31.8).
Tras la muerte de Alfonso X, sus sucesores no mostrarán un empeño tan firme y sostenido en proteger el Estudio salmantino, con lo que serán los Papas quienes se conviertan en sus mayores valedores. Sería prolijo pasar revista a todos los logros con que la Universidad de Salamanca contribuyó al avance del conocimiento, y a la miríada de figuras excelsas que poblaron sus aulas. Mi admiración personal va unida en este momento al recuerdo del singular magisterio ejercido por la “Escuela de Salamanca” y nacido al calor de las “relecciones” de Francisco de Vitoria. Aquel forjador visionario del moderno Derecho Internacional lo fue también realmente de lo que hoy denominamos doctrina de los Derechos Humanos, horizonte inaplazable de liberación para toda la familia humana...
«La colonización española en tierras oceánicas fue todavía más benigna, si cabe, que en los territorios de América. Es que, debidamente informados ya por las experiencias americanas y aleccionados por las enseñanzas humanitarias del Padre Vitoria, los españoles que colonizaban las Filipinas ensayaron y practicaron un sistema colonial enteramente cristiano y español.
La colonización filipina, caso único en la historia, es ejemplo magnífico, cristalización grandiosa de la teología vitoriana, triunfante ya a la sazón en las mentes de los teólogos españoles y en las universidades hispánicas» (Hermann BAUMHAUER y otros, Historia Universal (‘Orell Füssli, Welt Geschichte’), Editorial Labor, Barcelona, 1956).
La colonización filipina, caso único en la historia, es ejemplo magnífico, cristalización grandiosa de la teología vitoriana, triunfante ya a la sazón en las mentes de los teólogos españoles y en las universidades hispánicas» (Hermann BAUMHAUER y otros, Historia Universal (‘Orell Füssli, Welt Geschichte’), Editorial Labor, Barcelona, 1956).
Y puesto que no podemos resumir en tan breve espacio toda la peripecia histórica de la enseñanza superior en España y la muchedumbre de sus universidades, permítasenos al menos dejar breve constancia de dos fenómenos sobresalientes: en primer lugar, la labor inmensa de la Universidad de Alcalá de Henares y de su fundador y protector, el Cardenal Cisneros (imposible pasar por alto el que en ella se compuso la primera y más admirable Biblia Políglota); y en segundo lugar, lo que me atrevo a llamar el milagro universitario de la América española, al que sí que quisiera dedicar el siguiente epígrafe.
Universitates Indiarum
«El record español de unos veintitrés colegios superiores y universidades en América, con sus 150.000 graduados (incluyendo al pobre, al mestizo y a algunos negros), hace que la conducta de los holandeses más tarde en las Indias Orientales, y por tanto, en tiempos considerados más avanzados y propicios, aparezca, sin duda, con signos de franco oscurantismo. Los portugueses no establecieron una sola universidad en el Brasil colonial, ni tampoco en ninguna otra posesión de ultramar. El total de las universidades establecidas por Bélgica, Inglaterra, Alemania, Francia e Italia durante períodos más recientes de colonialismo afroasiático, desmerece sin duda alguna, al confrontarlo imparcialmente con el récord anterior de España» (Philip P. POWELL, Árbol de odio (‘Tree of hate’), Ediciones José Porrúa Turanzas, Madrid, 1972 (págs. 35 s.).
«Es un hecho pasmoso que, en época tan lejana como el año 1579, se hizo en público una autopsia del cadáver de un indio en la Universidad de Méjico, para indagar la naturaleza de una epidemia que entonces causaba estragos en Nueva España. Es dudoso que en aquella época hubiesen llegado tan lejos en la misma ciudad de Londres» (Charles. F. LUMMIS, Los exploradores españoles del siglo XVI (‘The Spanish Pioneers’), Ediciones Palabra, Madrid, 1989 [primera edición, hacia 1907]).
Creo que estas citas —tomadas de dos estudiosos norteamericanos distantes en el tiempo, pero próximos en su incondicional aprecio al legado hispánico en el Nuevo Mundo— explican algo del por qué, a mi entender, la proyección universitaria de España en América, hecha a escala del claro modelo del alma mater salmantina, puede considerarse un milagro educativo y cultural. Prodigio callado que no desmienten un puñado de datos cronológicos aparentemente fríos y escuetos:
Año 1535
•Instalación de la primera imprenta en México (43 años después del Descubrimiento).
1538
•Fundación de la Universidad de Santo Tomás de Aquino, primada de América, en La Española.
1550
•Comienza la andadura, también en Santo Domingo, de la Universidad de Santiago de la Paz.
12 de mayo de 1551
•Real Cédula de Carlos V que erige la Universidad de San Marcos en Lima, la más antigua aún subsistente del continente americano.
21 de septiembre de 1551
•Cédula erigiendo la Real y Pontificia Universidad de México.
1573
•Como adscritos a la Universidad de México, se crean el Colegio Mayor de Todos los Santos y el Real Colegio Seminario de San Ildefonso.
Quito, tres universidades: San Fernando, San Fulgencio (1586) y San Gregorio Magno (1620). Universidades de Córdoba del Tucumán (1613), Santiago de Chile (1617), La Plata (1624), Guatemala (1676), Cuzco (1692)...
Reflexión final
Reflexión final
Así nacieron las universidades, invento que dura mil años, que han importado todas las culturas y que cada día goza de mayor prestigio. Tal fue su génesis, originada en el corazón mismo de la Iglesia y en el seno de una sociedad civil que proclamaba su fe común en Cristo y el Evangelio. Si se intentase silenciar, habría que borrar esta epopeya y abolir hasta los sellos, repletos de invocaciones latinas, tiaras, mitras y santos. El derrotero de las universidades desde la Ilustración hasta hoy sabemos que ha sido distinto. Pronto las hicieron recelar de su raíz cristiana y fueron ambicionadas por un poder político desconfiado e injusto con la Iglesia milenaria para convertirlas en instrumento al servicio de su mesianismo secular. En España, el mismo estéril sectarismo en el poder que arruinó con desamortizaciones el patrimonio histórico-artístico y la vida monástica, amputó a Salamanca las dos facultades que más triunfos le habían dado y por las que esta Universidad era y es mundialmente conocida: Teología y Derecho Canónico. Y el proceso se repitió en otras partes. El resultado fue que, a pesar de los epinicios oficiales que repiten con acompañamiento de fanfarrias que la Universidad se liberó así de la “férrea tutela eclesiástica”, lo cierto es que nunca como en la Modernidad las universidades han sido más siervas del mandamás de turno, sea un individuo, sean grupos, sean modas, ideologías o intereses. Bajo el nazismo, la Universidad alemana —la mejor de entonces (aunque sólo hasta entonces)—, tras una templada protesta inicial por las primeras purgas de profesores hebreos y la correspondiente destemplada bronca de Hitler, se plegó entera a los designios del “Imperio de los 1.000 años” (como con amargura constataba Einstein en declaraciones a la revista Time publicadas el 23 de diciembre de 1940). El espectáculo de un Martin Heidegger (carnet de afiliado al NSDAP nº 312.589 y al corriente de sus cuotas hasta 1945) aceptando el cargo de rector de la misma Universidad de Friburgo que entonces expulsaba a su maestro Husserl por judío, resume dramáticamente esta decadencia.
«El apartheid, por ejemplo, —escribe Paul Johnson— fue elaborado en su forma moderna, detallada, en el departamento de psicología social de la Universidad de Stellenboch. Sistemas similares en otros lugares de África (Ujamaa en Tanzania, Conscientismo en Ghana, Négritude en Senegal, Humanismo zambiano, etc.) fueron inventados en los departamentos de ciencias políticas o de sociología de las universidades locales».
Si a todo esto sumamos esperpentos como el de la Sorbona confiriendo doctorados en marxismo a monstruos “ortodoxos” como Pol Pot, o el de las átonas universidades españolas post-modernas, hijas de endogamia y de poltrón, militantes del embrionismo, el multiculturalismo, el progresismo que invierte en bolsa y cuanto exija la defensa cerrada del “discurso dominante”, el panorama universitario que resulta desmerece mucho de la vieja y fecunda autonomía fundacional que glosamos párrafos atrás.
¿Y en qué situación quedan entonces las universidades católicas, que parecen florecer tímidamente al menos en España? Pues, a mi juicio, su papel y la clave de su éxito —ahora que las públicas, ricas en recursos como decían de Ulises, al contrario del héroe vegetan absorbidas por la lógica centrífuga del estado del bienestar— consisten en saber entroncar con una tradición vigorosa y fértil que ha demostrado ser productiva y que les pertenece a ellas más que a ninguna otra (“universidad” y “católica” ha sido siempre, como hemos visto, una redundancia), a saber: la de la ciencia, la investigación, el estudio y la docencia a la luz segura de la fe en Jesucristo y la lealtad a su Iglesia. Todos tenemos ejemplos en la cabeza de centros de enseñanza superior decididamente católicos que hoy, contra viento y marea y frente a todo pronóstico, han alcanzado el olimpo de la excelencia y viven ya muchos años instalados en él.
Pues bien, por historia y por fe, pero también por pura constatación de la realidad, las universidades católicas, sobre todo las más jóvenes, deben creer que si permanecen fieles a los ideales evangélicos y tienen por su más alta misión el servicio denodado a la promoción integral de los alumnos —lo que tanto repetía Juan Pablo II—, como Jacob y José, bendecidos de Yahvé, verán multiplicarse los frutos en sus manos y «prosperar todas sus empresas».
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