La Constitución liberal de 1812

16 marzo 2012 00:00

Caricatura de José I

Se cumple estos días el II Centenario de la Constitución de Cádiz aprobada el 19 de Marzo de 1812, la popular “Pepa”; un documento decisivo para la historia de España que marcó el cambio radical entre un antes, el del viejo régimen que con él periclita, y un después caracterizado por las turbulencias que en el mismo tienen su causa, y cuyo efecto, al parecer de algunos, aun incide en la dicotomía izquierda-derecha que gravita sobre nuestra Patria desde su proclamación como un aldabonazo que quizá resultó demasiado estruendoso para lo que la sociedad podía soportar entonces, materializado como un corpus legal supremo con no poco de trágala.

Instrumento revolucionario de absoluto nuevo cuño, tributario del liberalismo europeo, inspirado directamente en el jacobinismo francés y sus textos del 91 y 93, de carácter radicalmente innovador, rompedor con todo el marco legislativo precedente, maximalista en numerosos aspectos, exaltado sobre todo por las fuerzas autollamadas progresistas; esto, es la izquierda.

Pese al poco tiempo que se mantuvo vigente, el texto gaditano resulta referente insoslayable a la hora de aproximarse a lo que ha sido la historia de España desde entonces, incluso en lo que concierne a las etapas posteriores a 1834 en que quedó abolido, hasta llegar a nuestros días. Pues sus antecedentes, gestación, redactores, contenidos, influencia, reproche y alabanza, expresan, como pocos otros hechos, la historia de España del siglo XIX, y muchas realidades del XX.

Si a ello se une el hecho de su aceptación por otros pueblos europeos e hispanoamericanos, y a que resulta el instrumento legal y político a partir del cual se discute más violentamente desde hace dos siglos el alma política española y hasta la naturaleza de nuestro pueblo, resulta claro que, con independencia de la valoración que a cada cual pueda merecerle, la Constitución de 1812 es
un documento que en modo alguno puede ser silenciado en el momento de su efemérides.

Sobre cuanto antecede se cimienta la opinión de historiadores como Moreno Alonso, de la Universidad de Sevilla, o ciertos políticos, escritores y politólogos, de que la Constitución de 1812 fue el inicio del proceso que culmina en lo que más tarde algunos darían en llamar, en razón de la profunda brecha ideológica que las separa, dos Españas: la conservadora, tradicional e inmovilista, y la evolucionada, progresista y moderna. La España abierta y la España cerrada. La España eterna o la España disuelta, según la opinión la expresen los miembros de cada visión, o sus adversarios.

Aunque conviene advertir que en la historia de España no fueron solo los doceañistas quienes se fijaron como objetivo realizar cambios radicales en la legislación y la política para transformar de manera profunda a nuestra patria.

Recuérdese, por ejemplo, en época reciente, la afirmación, tan comentada, del socialista Alfonso Guerra cuando el PSOE accedió al poder en 1982, expresada en el tono castizo que lo caracterizaba, de aplicar tal programa de gobierno que, “a España no la va a conocer ni la madre que la parió”. Propósito que en efecto se cumplió, pues en poco tiempo las transformaciones llevadas a cabo fueron radicales en todos los aspectos.

Aunque, aun a riesgo de menoscabar la aureola de originalidad e ingenio del personaje, hay que señalar que la expresión no es suya, pues ya en 1808 sus paisanos sevillanos comentaban en un libelo titulado Sueño de Napoleón, cómo “el monstruo ha puesto a Europa que no la conoce la madre que la parió”. Que también era verdad.