Todos tenemos abuelo
En su reciente visita a Túnez, el presidente del Gobierno ha vuelto a mencionar la historia de su abuelo, pasado por las armas en los primeros momentos de la Guerra Civil. No es la primera vez y, tampoco será la última, porque la peculiar revisión de la historia forma parte inseparable de los menguados recursos dialécticos de alguien cuyos referentes intelectuales fueron caracterizados por el filósofo Gustavo Bueno como pensamiento Alicia. Para hacernos una idea de la categoría del personaje basta recordar que la madre de Irene Villa, María Jesús González, salió indignada de un encuentro en Moncloa, después de que Rodríguez le dijese que comprendía el dolor de las víctimas del terrorismo porque su abuelo había sido fusilado.
La reiterada alusión a las víctimas de la Guerra Civil española o la inmediata posguerra, ponen de actualidad, uno y otro día, una cuestión que únicamente debería ocupar un lugar sobre la mesa de los historiadores. Y sin duda la próxima campaña electoral volverá a ser ocasión aprovechada por la izquierda para agitar los fantasmas de un pasado reinventado.
Aunque los responsables de esta campaña sistemática, orquestada con sorprendente unanimidad en toda España, afirman que su objetivo es recuperar la memoria histórica, la reiterada parcialidad con la que se asume una cuestión tan largamente debatida excusa de toda prueba acerca de su verdadera intención.
Por debajo del interés, legítimo, de algunas personas por conocer dónde reposan los restos de sus familiares, por debajo de una recuperación de la memoria histórica que habría estado secuestrada, asistimos a una iniciativa que intenta una reivindicación de la República del Frente Popular al tiempo que se ocultan las verdaderas causas que llevaron a unos y otros a la muerte. Y esto último, repito, sin negar la legitimidad del motivo que se aduce: también a los familiares de víctimas del terror rojo nos gustaría saber dónde fueron enterrados aquellos de nuestros caídos que siguen en fosas anónimas.
Respondiendo a unas motivaciones semejantes, hace ya unos años que en el Parlamento español, con más intencionalidad política que rigor histórico, se planteaba una descalificación de lo que ellos llamaban sublevación fascista. Y un 20 de noviembre,con desconcertante unanimidad, en la misma institución se aprobaba una declaración de condena del franquismo.
Por encima del oportunismo de estos juicios inapelables, no deja de resultar sintomático que setenta y cinco años después se siga haciendo una utilización política del debate acerca del verdadero significado de la Guerra Civil y del régimen nacido de ella y, más aún, que se cuestione lo que el actual Jefe del Estado llamó «legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos tristes pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase de nuevo su destino» (Cit.en: Palabras de su Alteza Real el Príncipe de España Don Juan Carlos de Borbón y Borbón. Madrid: 1974. p. 21).
De la República a la Guerra Civil
A mi juicio, dicha evaluación sólo será posible si se acepta como punto de partida un reconocimiento leal de lo que ocurrió en España antes y después del 18 de julio de 1936.
Por cierto, que durante años los vencedores celebraron esta fecha reconociendo en ese día el origen de su ruptura con la República y de su propia legitimidad política pero —como puso de relieve José María García Escudero— también fue celebrada por sus adversarios como el momento en que frustraron el golpe militar y se liberaron de una República que había muerto y que nadie tenía interés en resucitar.
En este sentido, resultan de sumo interés algunas precisiones:
1. En primer lugar, esta situación no se inicia propiamente con el Alzamiento. En gran medida la vemos anticipada en el ambiente que se produjo a raíz de la ocupación del poder por el Frente Popular, cuando los republicanos forman Gobierno y las masas socialistas y anarquistas imponen su ley en la calle y, poco a poco, en el propio Estado.
2. En segundo lugar, no es verdad que el Gobierno hubiera quedado inerme, sin medios coactivos, como resultado de la sublevación militar. El propio coronel republicano Jesús Pérez Salas puso de relieve años más tarde que las autoridades tenían en sus manos muchos más medios que los rebeldes y que pudieron haber sofocado la rebelión apoyándose en la parte del ejército que le obedecía, cerrando simultáneamente el paso a la revolución y a los militares alzados en armas. Otra cosa es que realmente hubieran pretendido en algún momento cerrar el paso a los primeros.
3. Por último, no hubo solo debilidad sino la voluntad de cubrir la revolución con el manto de las instituciones republicanas, eso sí una vez eliminadas de ellas todo vestigio del centro-derecha. Esta fachada iba a resultar especialmente útil a la hora de encubrir la intervención soviética. Como afirma Tagüeña: «el poder estaba en manos de los grupos armados de anarquistas, socialistas y comunistas, aunque se mantuviera formalmente el Gobierno como símbolo de la legalidad republicana ante la opinión internacional» (Testimonio de dos guerras, Méjico: Oasis, 1974, p. 111.).
La relación de los revolucionarios con las autoridades republicanas iba a entrar en una dinámica nueva cuando éstas tomaron una decisión trascendental que algunos siguen denominando armar al pueblo y que en realidad consistió en el reparto indiscriminado de armas a las organizaciones revolucionarias y en la tolerancia para su uso, no solamente en los frentes de combate. Parece difícil que dicha iniciativa no se hubiera tomado por los interesados con independencia de la decisión del Gobierno en la madrugada del 19 de julio pero, al legalizarla, se había hecho ya imposible que la República no fuese desbordada por la revolución. Se podrá decir que los frentepopulistas no tenían otra alternativa para asegurar su predominio, pero no, que ellos eran los legítimos representantes del Estado constituido el 14 de abril.
La izquierda y el monopolio de la historia oficial
En un artículo aparecido en un diario extremeño alguien se ufanaba de que en esa región toda la investigación histórica sobre la Guerra Civil está siendo canalizada por instituciones oficiales y se venía a exigir una participación mayor por parte de éstas. La historia al servicio de la perpetuación de una casta política. Afortunadamente no es así del todo: quizás no sea lo menos grave el verdadero monopolio a que se intenta someter toda voz discordante pero, por fortuna, algunos seguimos estudiando la guerra civil pagando el alto costo de la independencia.
Y hemos reiterado nuestra voluntad de no hacer de ello una bandera arrojadiza contra nadie. No porque creamos que un historiador deba ocultar su malestar ante hechos crueles o indignos, pero preferimos que se deje reposar a todos los muertos de la Guerra Civil bajo una cruz que sea símbolo de reconciliación, unidad y verdad
Ahora bien, si otros prefieren seguir manipulando la historia y emplearla como arma al servicio de su demoledor proyecto político, habrá que desenmascarar a quienes lo hacen desde la fidelidad a una ideología que (en sus diversas variantes) ha costado a la humanidad más de cien millones de muertos y un elevadísimo deterioro moral de las personas que han vivido y viven aún sometidos a los dictados del socialismo y del comunismo. Todo ello en las más variadas formas como los asesinatos masivos, el sistema de campos de concentración y exterminio, las hambrunas deliberadamente mantenidas, las deportaciones, el terrorismo…
Y no olvidemos que en el Partido Socialista se sigue saludando con el puño cerrado, símbolo (al mismo tiempo agresivo y soez) de la izquierda totalitaria y que a su Secretario General, el presidente Rodríguez Zapatero, le gusta que le llamen rojo…
Aunque tengo que reconocer que eso no me preocupa demasiado; me produce una sensación a medio camino entre el asco y la indignación. Lo que me preocupa es que haya millones de españoles que no comparten el proyecto radical de cambio de régimen y de sociedad inspirado, sostenido y llevado adelante de manera sistemática en España por el Partido Socialista y que paralizados por otra ideología (en este caso el liberalismo) admiten con naturalidad vivir en el ambiente jurídico y moral que la izquierda y los nacionalistas van imponiendo.
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