Explica los devastadores efectos inconscientes de la ideología dominante
Doug Mainwaring, homosexual: el matrimonio gay, una de las 4 causas que matan el amor incondicional
Doug Mainwaring se confiesa católico y homosexual, pero no solo ha participado activamente en numerosos actos contra el "matrimonio" entre personas del mismo sexo, sino que ha aportado reflexiones originales e interesante sobre el sentido último de esta polémica.
En un reciente artículo en The Public Discourse bajo el título "La muerte del amor incondicional" enriquece el debate señalando la confluencia de ese ataque a la familia con otros que contribuyen a minar el concepto y la práctica del amor incondicional:
LA MUERTE DEL AMOR INCONDICIONAL
Como los personajes poco sospechosos en una novela de Agatha Christie, todos somos testigos de que se está cometiendo un asesinato a cámara lenta. Está sucediendo con tanta lentitud, y de forma tan extendida, tan generalizada y tan familiar, que no nos hemos percatado de la violencia que se está haciendo ni de la pérdida que estamos experimentando.
La víctima es el amor incondicional. Todos somos testigos. La mayoría somos culpables.
Doug Mainwaring apoyó en tiempos el "matrimonio" gay, pero la reflexión sobre su significado le llevó a cambiar de postura y ha participado activamente en las manifestaciones contra su legalización.
El amor incondicional es una poderosa barrera que se sitúa entre cada uno de nosotros y el mal que invade nuestras mentes y relaciones. Nos hace impermeables a las tentaciones de hacer daño a quienes amamos, ya sean familiares, vecinos o extraños. Cuando desaparece el amor incondicional, se extiende el egocentrismo y el pecado corre a llenar ese vacío, y con frecuencia es un pecado de la peor especie.
Su presencia impulsa a gente corriente, como la Madre Teresa o el padre Jerzy Popieluszko, a ser auténticos santos, cuyas vidas demuestran un amor extraordinario y altruista. Su ausencia puede hacer un monstruo de cada uno de nosotros.
La perversa dimensión de la América pro-abortista
Como clara prueba, consideremos el aborto. El impacto del aborto sobre el amor incondicional va más allá del acto asesino en sí mismo. Su frívola aceptación por adultos que son padres produce consecuencias asombrosas e involuntarias en innumerables familias, arrebatando a sus hijos el sentido de su seguridad personal y de su propio valor.
Aunque resulte extraño, sospecho que existe una correlación entre esta forma de ser padres y la generación políticamente correcta, tan vulnerable, que puebla hoy las universidades. ¿Por qué estos chicos ansían espacios seguros (ambientes similares al regazo de mamá, totalmente imposibles), libres de discusión, de toda forma de desacuerdo ideológico y de cualquier cosa que pueda suponerles pensamientos tristes o sentimientos molestos?
En los últimos años proliferan en las universidades norteamericanas los "espacios seguros": lugares concretos del campus donde está prohibido manifestar cualquier opinión discrepante de la corrección política o que alguien pueda considerar "ofensiva" por cualquier razón. Este hecho ha sido considerado una muestra de la endeblez anímica de la generación llamada de los millenials, cuya edad camina aproximadamente con el siglo, y que les haría incapaces de contrastar ideas de fondo sin sentirse agredidos. Abajo, tres chistes críticos con la existencia de los safe spaces [espacios seguros].
Bienvenido al campus. Precaución: aprender puede producir traumas.
Los críticos de los espacios seguros denuncian la mezcla de infantilismo y consagración de las ideas políticamente correctas que supone su existencia.
[El cartel muestra la quiebra de la libertad de expresión en los "espacios seguros".]
Quizá es porque nunca han sentido una auténtica seguridad en casa, sobre todo desde ese día en el que mamá les explicó que apoyaba de todo corazón el derecho al aborto. ¿Qué puede ser más dañino, más perjudicial para una psique joven, que saber que mamá estuvo abierta a la posibilidad de acabar con tu existencia, arrancándote de su vientre, miembro a miembro, para luego irse sin remordimiento, como si tú nunca hubieras existido?
Y muy bien puede haber otro componente para esto. Como los padres clasifican a sus hijos en “queridos”, “no queridos” y descartados, acaban teniendo menos hijos que educar, y con ello no solo dedican mayor atención hacia los no abortados, sino que también se les asignan mayores e irreales expectativas.
Los chicos lo saben, ¿cómo no saberlo? Fueron elegidos para vivir, así que tienen mayores expectativas que colmar: de otro modo podrían, en el peor de los casos, ser descartados por papá y mamá en algún momento del camino o, en el mejor de los casos, ser considerados más merecedores de disgusto que de amor.
Quienes han sido elegidos para vivir tienden también a estar sobre-protegidos, lo cual también contribuye a que esos niños se conviertan en vulnerables.
El caso es que la inserción de la aceptación del aborto en cualquier familia crea una dinámica demasiado extraña, en la medida en la que elimina el amor incondicional (ese que está en el corazón de cualquier familia que funcione bien) y los niños son quienes sufren las consecuencias. Para un padre, admitir ante su hijo que apoya el aborto es una forma de abuso infantil: apaga en el niño cualquier idea de amor incondicional del padre por el hijo.
Personalmente, yo no sabría cómo empezar a decirle a mi hijo: “Abortamos a tu hermano mayor ya tu hermana menor, pero a ti te conservamos”. ¿Cómo no va eso a erosionar el fuerte sentimiento fundante de un amor paterno sin condiciones?
Nuestra familia se construyó mediante la adopción. Yo era indiferente hacia el aborto hasta que trajimos a casa a nuestro hijo mayor. Simplemente, el aborto era algo en lo que no había pensado mucho. Aquella noche de hace veinte años, mientras acunaba a nuestro hijo por primera vez para dormirle, me sentí muy agradecido a su madre biológica por decidir no abortarle. Al momento siguiente, me estremeció de horror comprender que millones de niños y niñas como él habían sido asesinados en el vientre de sus madres, negándoles la oportunidad ni siquiera de respirar una vez. Me dio un vuelco el estómago.
El aborto supone un rechazo total del amor incondicional. Dios crea la vida y nos invita a participar con él en esa tarea. Pero, para muchos, los niños ya no son vistos como un regalo de Dios. En su lugar, cada niño concebido ahora cae claramente en una de estas dos categorías: a) conveniente; b) inconveniente.
El mensaje a todos los niños, empezando de forma especial por los millennials, es: “Eres prescindible. Tienes suerte de estar aquí”. Nuestra cultura del descarte nos ha devaluado a todos más de lo que creemos.
Anticoncepción y divorcio libre
El acceso universal a la anticoncepción marcó el comienzo de una era de relaciones sexuales sin consecuencias. El amor incondicional fue suprimido de la ecuación y sustituido por una gratificación inmediata y egoísta. El amor se convirtió en intrascendente respecto a las relaciones sexuales. Desaparecidas la posibilidad de la procreación y la necesidad de compromiso, el sexo pasó de ser un maravilloso regalo de Dios y una participación activa en Su obra a un acto estéril, desprovisto de significado y trascendencia.
Del mismo modo, el divorcio exprés y no causal ha jugado un papel enorme en la muerte del amor incondicional. El matrimonio pasó de ser una relación permanente y vitalicia a una relación temporal.
Tasa de matrimonios (azul) y divorcios (rojo) en Estados Unidos desde 1865 hasta 2010. Los matrimonios mantienen una cierta estabilidad (con un gran pico en torno y al final de la Segunda Guerra Mundial) y se derrumban a partir de los años 80. Los divorcios crecen sin parar hasta alcanzar la mitad de los matrimonios tras la revolución sexual de los 60, y ahí se mantienen: su caída es resultado de la caída del número de matrimonios, no de su mayor estabilidad.
Nuestra elevadísima tasa de divorcio apunta al hecho de que, como adultos, pocos son capaces de un amor incondicional. Al rechazar a nuestras esposas o esposos, querámoslo o no destrozamos nuestras familias. Lo que queda es un reflejo roto de lo que en un día fue.
Resumiendo, le decimos a nuestros niños, sin palabras y con frecuencia incluso sin pretenderlo: “Mis necesidades personales son mucho más importantes que vuestras necesidades de un hogar acogedor creado en torno a papá y mamá juntos”. El divorcio es una rendición del amor incondicional, una abdicación de nuestra misión de aportar amor incondicional. Mediante el divorcio, los padres que, se supone, debían de ser conductos para el amor incondicional de Dios, sin embargo le cortan el grifo.
De nuevo -como con el aborto-, mediante la separación y el divorcio el amor incondicional es abandonado como la cualidad dominante en una familia, y se deja espacio para que la sustituya una dinámica extraña entre padre o madre e hijo. Si el aborto podía condicionar la educación de los hijos, el divorcio la paraliza o acaba con ella. Tal vez el amor paterno esté presente, pero se deforma grosera y terriblemente, como el reflejo en el espejo de un parque de atracciones. Ningún niño merece ver eso cuando mira a papá o mamá.
Matrimonio del mismo sexo
También el matrimonio entre personas del mismo sexo sustituyó el amor incondicional por el propio interés y el amor a uno mismo. Lo que en los jóvenes comienza siendo desasosiego hacia el otro, se convierte directamente en miedo o rechazo a lo complementario.
Mi buen amigo el padre Francis Martin, profesor de Sagradas Escrituras, me hizo un día la siguiente reflexión sobre los capítulos iniciales del Génesis: “Ningún ser humano agota la realidad de la humanidad: siempre hay ‘otro’ que no puede ser reducido a lo que yo soy. El hombre y la mujer juntos constituyen la humanidad. No solo son ‘realidades distintas pero inseparables’, también están ordenados a una unidad última que no es la de las partes que forman un todo, sino más bien dos formas de existir como humanos irreductibles una a la otra –son idénticas y diferentes- en la medida en que crean una tercera realidad, una comunión de personas”.
El padre Francis Martin es doctor en Sagradas Escrituras por el Pontificio Instituto Bíblico y explica que la complementariedad es una cualidad inherente a la creación del hombre y de la mujer tal como las relata el Génesis.
El matrimonio sin género suprime y rechaza lo que más necesitan hombres y mujeres, se den cuenta o no. Nuestras almas ansían una relación íntima con alguien que es “otro”, nuestro complemento, en orden a ser un todo.
Nuestra generación está vendiendo la herencia de la complementariedad en aras de un futuro sin género por obligación del Estado, destruyendo la correcta comprensión por parte de nuestros hijos de su propia personalidad.
Peter Kreeft, profesor de Filosofía en el Boston College, ha articulado una explicación magistral, viva y didáctica sobre la complementariedad: “Todal las sociedades en la historia del mundo han visto que el yin y el yang (lo masculino y lo femenino) no se limita a los seres humanos, ni siquiera solo a los animales. Todas las lenguas que conozco, salvo el inglés, tienen sustantivos masculinos y femeninos. El sol es siempre él; la luna es siempre ella. El día es siempre él; la noche es siempre ella. El agua es ella; el hielo es siempre él. Hoy la mayor parte de nosotros pensamos que se trata de una proyección de nuestra propia sexualidad en el universo. Eso nos hace extraños al universo. La playa es el lugar más popular de la tierra. En cualquier lugar del mundo, una propiedad en primera línea de playa es la más cara. ¿Por qué? Porque es ahí donde el mar y la tierra se encuentran. Es donde se encuentran el hombre y la mujer. La tierra sin el mar es algo aburrido. El desierto. El mar sin la tierra es algo aburrido. ‘¿Cuándo atracará el barco?’. Pero el lugar del encuentro… es donde está toda la acción. Y es donde queremos estar”.
Y nos demos cuenta o no todos quienes nos sentimos atraídos por el mismo sexo -todos los que nos identificamos como gay, lesbiana, bisexual o transexual-, es también donde nosotros queremos estar. Es donde hemos nacido para estar. Es hacia donde somos atraídos, aunque a menudo nos resistimos. Aprobando el matrimonio entre personas del mismo sexo, nos hacemos extraños al cosmos. Estados creando un entorno estéril y sintético aislado del resto del universo. Nos estamos empobreciendo a nosotros mismos. Empeñarse en un matrimonio sin género aleja a las personas atraídas por el mismo sexo de experimentar y expresar las riquezas del amor incondicional.
Ninguna pareja del mismo sexo puede reproducirse sin intervenciones médicas y científicas extraordinarias. Las parejas masculinas no pueden obviar el hecho de que necesitan conseguir óvulos y utilizar una mujer subrogada. Las parejas femeninas no pueden huir del hecho de que necesitan conseguir esperma, ya sea de una donación altruista o acudiendo a un banco de esperma.
El resultado es que los niños producidos por parejas del mismo sexo están siendo mercantilizados. Obtenidos solo con medios complejos y anormales (básicamente, comprando y vendiendo material genético y alquilando úteros), los niños se convierten en poco más que cosas. Hoy se considera normal que los adultos afirmen su derecho a tener por cualquier medio un hijo para su propia satisfacción personal.
El amor nunca termina
Alice Miller, en su célebre libro de 1994 El drama del niño dotado y la búsqueda del verdadero yo, nos dice: “Demasiados de nosotros tuvimos que aprender siendo niños a ocultar hábilmente nuestros sentimientos, necesidades y recuerdos para satisfacer las expectativas de nuestros padres y ganar su ‘amor’… Cuando utilicé en el título la palabra ‘dotado’, no me refería ni a niños que sacan buenas notas en el colegio ni a niños con el talento que sea. Me refería simplemente a todos los que hemos sobrevivido a una infancia de abusos gracias a nuestra capacidad para adaptarnos incluso a una crueldad atroz haciéndonos insensibles… Sin esta ‘dotación’ que nos ofreció la naturaleza, no habríamos sobrevivido”.
La infancia de abusos a la que se refiere Miller es la experiencia casi universal de todos los niños. Quienes impulsamos y disfrutamos la revolución sexual estuvimos, siendo niños, entre sus primeros daños colaterales. Ahora ponemos en riesgo a nuestros propios hijos.
En esa revolución, algunos hemos sido perpetradores. Y todos nosotros somos víctimas.
Gracias a Dios, el amor incondicional aún no ha muerto. Nunca lo hará mientras sea practicado por algunos que luchen por él, que naden contra corriente. Pero como característica de nuestra cultura y en muchas vidas concretas, apenas le queda pulso. No tiene por qué ser así. Tenemos el amor incondicional de Dios disponible para todos y cada uno de nosotros, y podemos ser conducidos por ese amor: “El amor todo lo disimula, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. El amor nunca acaba” (1 Cor 13, 7-8).
Traducción de Carmelo López-Arias.
En un reciente artículo en The Public Discourse bajo el título "La muerte del amor incondicional" enriquece el debate señalando la confluencia de ese ataque a la familia con otros que contribuyen a minar el concepto y la práctica del amor incondicional:
LA MUERTE DEL AMOR INCONDICIONAL
Como los personajes poco sospechosos en una novela de Agatha Christie, todos somos testigos de que se está cometiendo un asesinato a cámara lenta. Está sucediendo con tanta lentitud, y de forma tan extendida, tan generalizada y tan familiar, que no nos hemos percatado de la violencia que se está haciendo ni de la pérdida que estamos experimentando.
La víctima es el amor incondicional. Todos somos testigos. La mayoría somos culpables.
Doug Mainwaring apoyó en tiempos el "matrimonio" gay, pero la reflexión sobre su significado le llevó a cambiar de postura y ha participado activamente en las manifestaciones contra su legalización.
El amor incondicional es una poderosa barrera que se sitúa entre cada uno de nosotros y el mal que invade nuestras mentes y relaciones. Nos hace impermeables a las tentaciones de hacer daño a quienes amamos, ya sean familiares, vecinos o extraños. Cuando desaparece el amor incondicional, se extiende el egocentrismo y el pecado corre a llenar ese vacío, y con frecuencia es un pecado de la peor especie.
Su presencia impulsa a gente corriente, como la Madre Teresa o el padre Jerzy Popieluszko, a ser auténticos santos, cuyas vidas demuestran un amor extraordinario y altruista. Su ausencia puede hacer un monstruo de cada uno de nosotros.
La perversa dimensión de la América pro-abortista
Como clara prueba, consideremos el aborto. El impacto del aborto sobre el amor incondicional va más allá del acto asesino en sí mismo. Su frívola aceptación por adultos que son padres produce consecuencias asombrosas e involuntarias en innumerables familias, arrebatando a sus hijos el sentido de su seguridad personal y de su propio valor.
Aunque resulte extraño, sospecho que existe una correlación entre esta forma de ser padres y la generación políticamente correcta, tan vulnerable, que puebla hoy las universidades. ¿Por qué estos chicos ansían espacios seguros (ambientes similares al regazo de mamá, totalmente imposibles), libres de discusión, de toda forma de desacuerdo ideológico y de cualquier cosa que pueda suponerles pensamientos tristes o sentimientos molestos?
En los últimos años proliferan en las universidades norteamericanas los "espacios seguros": lugares concretos del campus donde está prohibido manifestar cualquier opinión discrepante de la corrección política o que alguien pueda considerar "ofensiva" por cualquier razón. Este hecho ha sido considerado una muestra de la endeblez anímica de la generación llamada de los millenials, cuya edad camina aproximadamente con el siglo, y que les haría incapaces de contrastar ideas de fondo sin sentirse agredidos. Abajo, tres chistes críticos con la existencia de los safe spaces [espacios seguros].
Bienvenido al campus. Precaución: aprender puede producir traumas.
Los críticos de los espacios seguros denuncian la mezcla de infantilismo y consagración de las ideas políticamente correctas que supone su existencia.
[El cartel muestra la quiebra de la libertad de expresión en los "espacios seguros".]
Quizá es porque nunca han sentido una auténtica seguridad en casa, sobre todo desde ese día en el que mamá les explicó que apoyaba de todo corazón el derecho al aborto. ¿Qué puede ser más dañino, más perjudicial para una psique joven, que saber que mamá estuvo abierta a la posibilidad de acabar con tu existencia, arrancándote de su vientre, miembro a miembro, para luego irse sin remordimiento, como si tú nunca hubieras existido?
Y muy bien puede haber otro componente para esto. Como los padres clasifican a sus hijos en “queridos”, “no queridos” y descartados, acaban teniendo menos hijos que educar, y con ello no solo dedican mayor atención hacia los no abortados, sino que también se les asignan mayores e irreales expectativas.
Los chicos lo saben, ¿cómo no saberlo? Fueron elegidos para vivir, así que tienen mayores expectativas que colmar: de otro modo podrían, en el peor de los casos, ser descartados por papá y mamá en algún momento del camino o, en el mejor de los casos, ser considerados más merecedores de disgusto que de amor.
Quienes han sido elegidos para vivir tienden también a estar sobre-protegidos, lo cual también contribuye a que esos niños se conviertan en vulnerables.
El caso es que la inserción de la aceptación del aborto en cualquier familia crea una dinámica demasiado extraña, en la medida en la que elimina el amor incondicional (ese que está en el corazón de cualquier familia que funcione bien) y los niños son quienes sufren las consecuencias. Para un padre, admitir ante su hijo que apoya el aborto es una forma de abuso infantil: apaga en el niño cualquier idea de amor incondicional del padre por el hijo.
Personalmente, yo no sabría cómo empezar a decirle a mi hijo: “Abortamos a tu hermano mayor ya tu hermana menor, pero a ti te conservamos”. ¿Cómo no va eso a erosionar el fuerte sentimiento fundante de un amor paterno sin condiciones?
Nuestra familia se construyó mediante la adopción. Yo era indiferente hacia el aborto hasta que trajimos a casa a nuestro hijo mayor. Simplemente, el aborto era algo en lo que no había pensado mucho. Aquella noche de hace veinte años, mientras acunaba a nuestro hijo por primera vez para dormirle, me sentí muy agradecido a su madre biológica por decidir no abortarle. Al momento siguiente, me estremeció de horror comprender que millones de niños y niñas como él habían sido asesinados en el vientre de sus madres, negándoles la oportunidad ni siquiera de respirar una vez. Me dio un vuelco el estómago.
El aborto supone un rechazo total del amor incondicional. Dios crea la vida y nos invita a participar con él en esa tarea. Pero, para muchos, los niños ya no son vistos como un regalo de Dios. En su lugar, cada niño concebido ahora cae claramente en una de estas dos categorías: a) conveniente; b) inconveniente.
El mensaje a todos los niños, empezando de forma especial por los millennials, es: “Eres prescindible. Tienes suerte de estar aquí”. Nuestra cultura del descarte nos ha devaluado a todos más de lo que creemos.
Anticoncepción y divorcio libre
El acceso universal a la anticoncepción marcó el comienzo de una era de relaciones sexuales sin consecuencias. El amor incondicional fue suprimido de la ecuación y sustituido por una gratificación inmediata y egoísta. El amor se convirtió en intrascendente respecto a las relaciones sexuales. Desaparecidas la posibilidad de la procreación y la necesidad de compromiso, el sexo pasó de ser un maravilloso regalo de Dios y una participación activa en Su obra a un acto estéril, desprovisto de significado y trascendencia.
Del mismo modo, el divorcio exprés y no causal ha jugado un papel enorme en la muerte del amor incondicional. El matrimonio pasó de ser una relación permanente y vitalicia a una relación temporal.
Tasa de matrimonios (azul) y divorcios (rojo) en Estados Unidos desde 1865 hasta 2010. Los matrimonios mantienen una cierta estabilidad (con un gran pico en torno y al final de la Segunda Guerra Mundial) y se derrumban a partir de los años 80. Los divorcios crecen sin parar hasta alcanzar la mitad de los matrimonios tras la revolución sexual de los 60, y ahí se mantienen: su caída es resultado de la caída del número de matrimonios, no de su mayor estabilidad.
Nuestra elevadísima tasa de divorcio apunta al hecho de que, como adultos, pocos son capaces de un amor incondicional. Al rechazar a nuestras esposas o esposos, querámoslo o no destrozamos nuestras familias. Lo que queda es un reflejo roto de lo que en un día fue.
Resumiendo, le decimos a nuestros niños, sin palabras y con frecuencia incluso sin pretenderlo: “Mis necesidades personales son mucho más importantes que vuestras necesidades de un hogar acogedor creado en torno a papá y mamá juntos”. El divorcio es una rendición del amor incondicional, una abdicación de nuestra misión de aportar amor incondicional. Mediante el divorcio, los padres que, se supone, debían de ser conductos para el amor incondicional de Dios, sin embargo le cortan el grifo.
De nuevo -como con el aborto-, mediante la separación y el divorcio el amor incondicional es abandonado como la cualidad dominante en una familia, y se deja espacio para que la sustituya una dinámica extraña entre padre o madre e hijo. Si el aborto podía condicionar la educación de los hijos, el divorcio la paraliza o acaba con ella. Tal vez el amor paterno esté presente, pero se deforma grosera y terriblemente, como el reflejo en el espejo de un parque de atracciones. Ningún niño merece ver eso cuando mira a papá o mamá.
Matrimonio del mismo sexo
También el matrimonio entre personas del mismo sexo sustituyó el amor incondicional por el propio interés y el amor a uno mismo. Lo que en los jóvenes comienza siendo desasosiego hacia el otro, se convierte directamente en miedo o rechazo a lo complementario.
Mi buen amigo el padre Francis Martin, profesor de Sagradas Escrituras, me hizo un día la siguiente reflexión sobre los capítulos iniciales del Génesis: “Ningún ser humano agota la realidad de la humanidad: siempre hay ‘otro’ que no puede ser reducido a lo que yo soy. El hombre y la mujer juntos constituyen la humanidad. No solo son ‘realidades distintas pero inseparables’, también están ordenados a una unidad última que no es la de las partes que forman un todo, sino más bien dos formas de existir como humanos irreductibles una a la otra –son idénticas y diferentes- en la medida en que crean una tercera realidad, una comunión de personas”.
El padre Francis Martin es doctor en Sagradas Escrituras por el Pontificio Instituto Bíblico y explica que la complementariedad es una cualidad inherente a la creación del hombre y de la mujer tal como las relata el Génesis.
El matrimonio sin género suprime y rechaza lo que más necesitan hombres y mujeres, se den cuenta o no. Nuestras almas ansían una relación íntima con alguien que es “otro”, nuestro complemento, en orden a ser un todo.
Nuestra generación está vendiendo la herencia de la complementariedad en aras de un futuro sin género por obligación del Estado, destruyendo la correcta comprensión por parte de nuestros hijos de su propia personalidad.
Peter Kreeft, profesor de Filosofía en el Boston College, ha articulado una explicación magistral, viva y didáctica sobre la complementariedad: “Todal las sociedades en la historia del mundo han visto que el yin y el yang (lo masculino y lo femenino) no se limita a los seres humanos, ni siquiera solo a los animales. Todas las lenguas que conozco, salvo el inglés, tienen sustantivos masculinos y femeninos. El sol es siempre él; la luna es siempre ella. El día es siempre él; la noche es siempre ella. El agua es ella; el hielo es siempre él. Hoy la mayor parte de nosotros pensamos que se trata de una proyección de nuestra propia sexualidad en el universo. Eso nos hace extraños al universo. La playa es el lugar más popular de la tierra. En cualquier lugar del mundo, una propiedad en primera línea de playa es la más cara. ¿Por qué? Porque es ahí donde el mar y la tierra se encuentran. Es donde se encuentran el hombre y la mujer. La tierra sin el mar es algo aburrido. El desierto. El mar sin la tierra es algo aburrido. ‘¿Cuándo atracará el barco?’. Pero el lugar del encuentro… es donde está toda la acción. Y es donde queremos estar”.
Y nos demos cuenta o no todos quienes nos sentimos atraídos por el mismo sexo -todos los que nos identificamos como gay, lesbiana, bisexual o transexual-, es también donde nosotros queremos estar. Es donde hemos nacido para estar. Es hacia donde somos atraídos, aunque a menudo nos resistimos. Aprobando el matrimonio entre personas del mismo sexo, nos hacemos extraños al cosmos. Estados creando un entorno estéril y sintético aislado del resto del universo. Nos estamos empobreciendo a nosotros mismos. Empeñarse en un matrimonio sin género aleja a las personas atraídas por el mismo sexo de experimentar y expresar las riquezas del amor incondicional.
Ninguna pareja del mismo sexo puede reproducirse sin intervenciones médicas y científicas extraordinarias. Las parejas masculinas no pueden obviar el hecho de que necesitan conseguir óvulos y utilizar una mujer subrogada. Las parejas femeninas no pueden huir del hecho de que necesitan conseguir esperma, ya sea de una donación altruista o acudiendo a un banco de esperma.
El resultado es que los niños producidos por parejas del mismo sexo están siendo mercantilizados. Obtenidos solo con medios complejos y anormales (básicamente, comprando y vendiendo material genético y alquilando úteros), los niños se convierten en poco más que cosas. Hoy se considera normal que los adultos afirmen su derecho a tener por cualquier medio un hijo para su propia satisfacción personal.
El amor nunca termina
Alice Miller, en su célebre libro de 1994 El drama del niño dotado y la búsqueda del verdadero yo, nos dice: “Demasiados de nosotros tuvimos que aprender siendo niños a ocultar hábilmente nuestros sentimientos, necesidades y recuerdos para satisfacer las expectativas de nuestros padres y ganar su ‘amor’… Cuando utilicé en el título la palabra ‘dotado’, no me refería ni a niños que sacan buenas notas en el colegio ni a niños con el talento que sea. Me refería simplemente a todos los que hemos sobrevivido a una infancia de abusos gracias a nuestra capacidad para adaptarnos incluso a una crueldad atroz haciéndonos insensibles… Sin esta ‘dotación’ que nos ofreció la naturaleza, no habríamos sobrevivido”.
La infancia de abusos a la que se refiere Miller es la experiencia casi universal de todos los niños. Quienes impulsamos y disfrutamos la revolución sexual estuvimos, siendo niños, entre sus primeros daños colaterales. Ahora ponemos en riesgo a nuestros propios hijos.
En esa revolución, algunos hemos sido perpetradores. Y todos nosotros somos víctimas.
Gracias a Dios, el amor incondicional aún no ha muerto. Nunca lo hará mientras sea practicado por algunos que luchen por él, que naden contra corriente. Pero como característica de nuestra cultura y en muchas vidas concretas, apenas le queda pulso. No tiene por qué ser así. Tenemos el amor incondicional de Dios disponible para todos y cada uno de nosotros, y podemos ser conducidos por ese amor: “El amor todo lo disimula, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. El amor nunca acaba” (1 Cor 13, 7-8).
Traducción de Carmelo López-Arias.
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