Impresiones periodísticas de una peregrinación
Gonzalo Altozano: «Medjugorje es uno de esos sitios en los que verás cosas que los demás no creerán»
El escritor y periodista Gonzalo Altozano, durante años vinculado al Grupo Intereconomía, ha trabajado de forma multifacética en prensa (fue director de Alba), radio (Los últimos de Filipinas) y televisión (Dando caña o No es bueno que Dios esté solo), y es también autor de libros como No es bueno que Dios esté solo (cien entrevistas sobre Dios) y No me rindo (junto con Santiago Abascal). Recientemente viajó a la localidad Bosnia de Medjugorje, hoy uno de los grandes lugares de peregrinación mariana en Europa. He aquí el testimonio-crónica de esos días que ha escrito para ReL.
Pues en Medjugorje...
Puede que no veas naves en llamas más allá de Orión ni rayos-c brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser, pero Medjugorje es uno de esos sitios en los que verás cosas que los demás no creerán: verás bailar el sol en mitad de un arco iris perfecto uno de esos mediodías sin lluvia y con un cielo color azul vacaciones; una mañana te levantará un temblor, una sacudida, como si por debajo de la cama hubiera pasado la línea 4 de metro; olerás rosas en lo alto de un monte donde solo hay polvo y unos pedruscos enormes que parece van a partirse en dos por el calor; de noche oirás, estremecido, los alaridos de los endemoniados en la hora santa de la Hora Santa (es la fe de los demonios). Pero nada de esto puede compararse con lo que acontecerá en tu corazón.
Hace falta ir a Medjugorje -a mí, al menos, me hizo falta ir a Medjugorje- para hacer tuyo lo que llevaban tratando de explicarte desde niño y, aún entendiéndolo, te resistías a creer: que Cristo está presente en la Eucaristía y que, por tanto, hasta en la más humilde parroquia de barrio se producen milagros cada tarde. Hace falta también ir a Medjugorje -o a mí, insisto, me hizo falta ir a Medjugorje- para darte cuenta de que rezar un rosario en procesión portando una vela es tan viril como invadir Polonia o desembarcar en Normandía; porque la devoción mariana, como el Soberano, es cosa de hombres, de la misma manera que no es cosa de ancianitas (o sea, sí, es cosa de ancianitas para las ancianitas, y es cosa de niños para los niños, y es cosa de tíos para los tíos).
A tu vuelta a casa no habrá ya más silencios de ascensor o en reuniones familiares lo suficientemente incómodos que no puedan romperse con un “pues en Medjugorje...”. Eso sí, hasta los más pesados se cambiarán de acera con tal de evitarte, y te harás una idea de qué es dar unas copas y quedarte colgado en ellas, y -por fin- te pondrás en el papel de los recién casados que te invitan a su casa a cenar y te atizan, a traición, con el vídeo de la boda o las fotos del viaje. Pero ni podrás poner remedio ni querrás, porque es verdad que la boca habla de lo que rebosa el corazón. Y en el corazón, en tu corazón, rebosa la emoción del niño que regresa a casa de su primer campamento de verano, y la aventura de un explorador -me pido Indiana Jones- en busca del Reino de los Cielos, y la alegría de un born-again, de un nacido de nuevo, del perdido que ha sido encontrado, que se sabe salvado. Porque tu corazón rebosa de Medjugorje.
Tiene gracia. Años y años oyendo hablar del sitio y ni ganas de dejarse caer por ahí. Primero le echas la culpa al documental aquel cuyos testimonios de alipori te llevaron a pensar que una semana a todo plan en el Hotel Bellagio de Las Vegas haría más por la salvación de tu alma que Medjugorje. Luego lamentas no haberte hecho antes con los libros de Jesús García, hoy leídos, subrayados y con anotaciones en los márgenes. Pero enseguida caes en que a Medjugorje fuiste cuando tocó ir, ni antes ni después. Entonces te das cuenta de que, aunque protagonista, no eres el único autor de tu historia. Porque, y esta es una de las grandes enseñanzas del viaje, todos tenemos una historia -nuestra historia- personal e intransferible. Lo importante no es si la historia da o no para una película, y si da, si esta se rodaría en Hollywood o en los Estudios Chamartín. Lo importante es que hasta el último momento podemos incluirla en la Historia de la Salvación, siquiera como spin-off, como secuela, siquiera como nota a pie de página.
Y llegas, por fin, a Medjugorje. Y das fe de que sí, de que existen los milagros. Tres días -casi cuatro- comiendo en bares de carretera unos platos como preparados con el aceite sobrante de las gasolineras y ni una sola perforación en el estómago. Y más milagroso todavía: tres días encerrado en un autobús, en el único asiento que no podía echarse para atrás, atornillado al suelo justo encima de un motor ronroneante y en combustión, y nada, ni el lejano eco de una queja. Y no precisamente por ser hijo adoptivo de Esparta o por haber hecho la mili en la Legión (que ni lo uno ni lo otro), sino porque el viaje lo hiciste dormido, en una suerte de reparador descanso del cuerpo y en el espíritu; tú, sí, amigo crónico del insomnio desde hace ya algunos años.
Si por sus paisajes fuera, no hubiera sido posible incluir Medjugorje en los folletos de las agencias de viaje ni sobornando a los funcionarios de la oficina de turismo de Bosnia-Herzegovina. Y, sin embargo, pocos destinos en el mundo se hacen tan acreedores del reclamo publicitario “ven y cuéntalo”. Son millones los que se han acercado a este pueblito -de nombre tan áspero como su orografía- desde que el 24 de agosto de 1981 la Virgen María, cuentan, se apareció por primera vez a seis niños. En verano, el grueso de peregrinos lo forman jóvenes de todo el mundo, lo mismo que el grueso de turistas que han hecho de la playa de Magaluf, en Palma, un destino al que, por decencia, no se atreverían a ir ni los vecinos de Sodoma y Gomorra. Al igual que los de Magaluf, los chicos de Medjugorje también están dispuestos a jugarse la vida, solo que por una cosa más seria que saltar borrachos del balcón a la piscina del hotel. En Medjugorje se vive a tope el viejo consejo del Eclesiastés que ya tardan en apropiarse, adulterándolo, Abercrombie & Fitch y la MTV: “Regocíjate, joven, en tu juventud”. Estos chicos y chicas están llenos de vida, cómo no iban a salir de aquí bonitas historias de amor.
Unas chicas me contaron que en Medjugorje los más guapos del lugar no suelen ser los compañeros de autobús, sino los chicos del Cenáculo, comunidad de toxicómanos rehabilitados con la sola terapia del trabajo y la oración. Me dijeron las chicas que estos chicos tienen algo especial, un brillo en la mirada que a ellas les obliga a pensar en ellos todo el año hasta el verano siguiente. Al final, va a resultar que el mejor tratamiento de belleza es Dios. Lo prueban los dos misioneros, ya octogenarios, regresados a la patria desde el fin del mundo, desde el Estrecho de Magallanes, después de tantísimos años, y que con la sola y breve exposición de su vida les robaron el corazón a las monjas de Iesu Communio (tan alegres y, por eso, tan guapas), en La Aguilera, última parada en nuestro viaje de vuelta.
La aventura, nuestra aventura, terminó exactamente donde empezó quince días antes: en la plaza de toros de Las Ventas. Al bajar del autobús, uno descubre que huele como solo pensaba que olían los otros en el metro. Pero no es esto lo que te hace pensar que vuelves siendo otro. Aunque, bien pensado, no eres otro, sino tú mismo, y lo eres con una plenitud nunca vivida. El otro era el de antes de la peregrinación, el educado en la austeridad de los afectos que se hacía el distraído cuando tocaba dar la paz (por otro lado, su momento favorito de la misa ahora). En cualquier caso, la peregrinación, y sus gentes, y sus momentos (como esa misa a la intemperie en un camping pegado a la playa, en Italia, con el sol poniéndose ya tras la línea azul anaranjada del horizonte, y un tren pasando a toda velocidad justo cuando los curas recitaban la vieja fórmula de la consagración; se estaba tan bien allí que hicimos tres tiendas, qué digo tres, casi un centenar, todas de la marca Quechua, por supuesto); la peregrinación, digo, vivirá para siempre en lo más seguro de nuestra memoria, allá donde dentro de unos años el malvado Dr. Alzheimer no pueda hacer de las suyas.
Toca ahora no defraudar -o no defraudar a toda prisa- los propósitos hechos durante el viaje. A quien sí defraudaremos seguro será a los que nos pregunten qué fue lo más acalambrante que nos sucedió y le contemos la mañana cuando se nos estalló el bote de champú en la mochila y, en lugar de declararle la guerra a la firma Álvarez Gómez (y, por elevación, al resto del mundo), le dimos al suceso la importancia que tenía, o sea, ninguna, tanto fue el sentido de la mesura, de la realidad, que experimentamos yendo a Medjugorje, y en Medjugorje, y volviendo de Medjugorje. Toca también ahora responder a la batería de preguntas acerca de qué pasa en Medjugorje, y hacerlo con el temor -y el temblor- del que llamaban a declarar ante el Tribunal del Santo Oficio o sometían a un interrogatorio en la UDBA, la antigua policía secreta yugoslava. De una sola pregunta tenemos clara la respuesta. ¿Medjugorje cosa del demonio? Será entonces que el demonio ha hecho cursillos de cristiandad.
Porque en Medjugorje...
Pues en Medjugorje...
Puede que no veas naves en llamas más allá de Orión ni rayos-c brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser, pero Medjugorje es uno de esos sitios en los que verás cosas que los demás no creerán: verás bailar el sol en mitad de un arco iris perfecto uno de esos mediodías sin lluvia y con un cielo color azul vacaciones; una mañana te levantará un temblor, una sacudida, como si por debajo de la cama hubiera pasado la línea 4 de metro; olerás rosas en lo alto de un monte donde solo hay polvo y unos pedruscos enormes que parece van a partirse en dos por el calor; de noche oirás, estremecido, los alaridos de los endemoniados en la hora santa de la Hora Santa (es la fe de los demonios). Pero nada de esto puede compararse con lo que acontecerá en tu corazón.
Hace falta ir a Medjugorje -a mí, al menos, me hizo falta ir a Medjugorje- para hacer tuyo lo que llevaban tratando de explicarte desde niño y, aún entendiéndolo, te resistías a creer: que Cristo está presente en la Eucaristía y que, por tanto, hasta en la más humilde parroquia de barrio se producen milagros cada tarde. Hace falta también ir a Medjugorje -o a mí, insisto, me hizo falta ir a Medjugorje- para darte cuenta de que rezar un rosario en procesión portando una vela es tan viril como invadir Polonia o desembarcar en Normandía; porque la devoción mariana, como el Soberano, es cosa de hombres, de la misma manera que no es cosa de ancianitas (o sea, sí, es cosa de ancianitas para las ancianitas, y es cosa de niños para los niños, y es cosa de tíos para los tíos).
A tu vuelta a casa no habrá ya más silencios de ascensor o en reuniones familiares lo suficientemente incómodos que no puedan romperse con un “pues en Medjugorje...”. Eso sí, hasta los más pesados se cambiarán de acera con tal de evitarte, y te harás una idea de qué es dar unas copas y quedarte colgado en ellas, y -por fin- te pondrás en el papel de los recién casados que te invitan a su casa a cenar y te atizan, a traición, con el vídeo de la boda o las fotos del viaje. Pero ni podrás poner remedio ni querrás, porque es verdad que la boca habla de lo que rebosa el corazón. Y en el corazón, en tu corazón, rebosa la emoción del niño que regresa a casa de su primer campamento de verano, y la aventura de un explorador -me pido Indiana Jones- en busca del Reino de los Cielos, y la alegría de un born-again, de un nacido de nuevo, del perdido que ha sido encontrado, que se sabe salvado. Porque tu corazón rebosa de Medjugorje.
Tiene gracia. Años y años oyendo hablar del sitio y ni ganas de dejarse caer por ahí. Primero le echas la culpa al documental aquel cuyos testimonios de alipori te llevaron a pensar que una semana a todo plan en el Hotel Bellagio de Las Vegas haría más por la salvación de tu alma que Medjugorje. Luego lamentas no haberte hecho antes con los libros de Jesús García, hoy leídos, subrayados y con anotaciones en los márgenes. Pero enseguida caes en que a Medjugorje fuiste cuando tocó ir, ni antes ni después. Entonces te das cuenta de que, aunque protagonista, no eres el único autor de tu historia. Porque, y esta es una de las grandes enseñanzas del viaje, todos tenemos una historia -nuestra historia- personal e intransferible. Lo importante no es si la historia da o no para una película, y si da, si esta se rodaría en Hollywood o en los Estudios Chamartín. Lo importante es que hasta el último momento podemos incluirla en la Historia de la Salvación, siquiera como spin-off, como secuela, siquiera como nota a pie de página.
Y llegas, por fin, a Medjugorje. Y das fe de que sí, de que existen los milagros. Tres días -casi cuatro- comiendo en bares de carretera unos platos como preparados con el aceite sobrante de las gasolineras y ni una sola perforación en el estómago. Y más milagroso todavía: tres días encerrado en un autobús, en el único asiento que no podía echarse para atrás, atornillado al suelo justo encima de un motor ronroneante y en combustión, y nada, ni el lejano eco de una queja. Y no precisamente por ser hijo adoptivo de Esparta o por haber hecho la mili en la Legión (que ni lo uno ni lo otro), sino porque el viaje lo hiciste dormido, en una suerte de reparador descanso del cuerpo y en el espíritu; tú, sí, amigo crónico del insomnio desde hace ya algunos años.
Si por sus paisajes fuera, no hubiera sido posible incluir Medjugorje en los folletos de las agencias de viaje ni sobornando a los funcionarios de la oficina de turismo de Bosnia-Herzegovina. Y, sin embargo, pocos destinos en el mundo se hacen tan acreedores del reclamo publicitario “ven y cuéntalo”. Son millones los que se han acercado a este pueblito -de nombre tan áspero como su orografía- desde que el 24 de agosto de 1981 la Virgen María, cuentan, se apareció por primera vez a seis niños. En verano, el grueso de peregrinos lo forman jóvenes de todo el mundo, lo mismo que el grueso de turistas que han hecho de la playa de Magaluf, en Palma, un destino al que, por decencia, no se atreverían a ir ni los vecinos de Sodoma y Gomorra. Al igual que los de Magaluf, los chicos de Medjugorje también están dispuestos a jugarse la vida, solo que por una cosa más seria que saltar borrachos del balcón a la piscina del hotel. En Medjugorje se vive a tope el viejo consejo del Eclesiastés que ya tardan en apropiarse, adulterándolo, Abercrombie & Fitch y la MTV: “Regocíjate, joven, en tu juventud”. Estos chicos y chicas están llenos de vida, cómo no iban a salir de aquí bonitas historias de amor.
Unas chicas me contaron que en Medjugorje los más guapos del lugar no suelen ser los compañeros de autobús, sino los chicos del Cenáculo, comunidad de toxicómanos rehabilitados con la sola terapia del trabajo y la oración. Me dijeron las chicas que estos chicos tienen algo especial, un brillo en la mirada que a ellas les obliga a pensar en ellos todo el año hasta el verano siguiente. Al final, va a resultar que el mejor tratamiento de belleza es Dios. Lo prueban los dos misioneros, ya octogenarios, regresados a la patria desde el fin del mundo, desde el Estrecho de Magallanes, después de tantísimos años, y que con la sola y breve exposición de su vida les robaron el corazón a las monjas de Iesu Communio (tan alegres y, por eso, tan guapas), en La Aguilera, última parada en nuestro viaje de vuelta.
La aventura, nuestra aventura, terminó exactamente donde empezó quince días antes: en la plaza de toros de Las Ventas. Al bajar del autobús, uno descubre que huele como solo pensaba que olían los otros en el metro. Pero no es esto lo que te hace pensar que vuelves siendo otro. Aunque, bien pensado, no eres otro, sino tú mismo, y lo eres con una plenitud nunca vivida. El otro era el de antes de la peregrinación, el educado en la austeridad de los afectos que se hacía el distraído cuando tocaba dar la paz (por otro lado, su momento favorito de la misa ahora). En cualquier caso, la peregrinación, y sus gentes, y sus momentos (como esa misa a la intemperie en un camping pegado a la playa, en Italia, con el sol poniéndose ya tras la línea azul anaranjada del horizonte, y un tren pasando a toda velocidad justo cuando los curas recitaban la vieja fórmula de la consagración; se estaba tan bien allí que hicimos tres tiendas, qué digo tres, casi un centenar, todas de la marca Quechua, por supuesto); la peregrinación, digo, vivirá para siempre en lo más seguro de nuestra memoria, allá donde dentro de unos años el malvado Dr. Alzheimer no pueda hacer de las suyas.
Toca ahora no defraudar -o no defraudar a toda prisa- los propósitos hechos durante el viaje. A quien sí defraudaremos seguro será a los que nos pregunten qué fue lo más acalambrante que nos sucedió y le contemos la mañana cuando se nos estalló el bote de champú en la mochila y, en lugar de declararle la guerra a la firma Álvarez Gómez (y, por elevación, al resto del mundo), le dimos al suceso la importancia que tenía, o sea, ninguna, tanto fue el sentido de la mesura, de la realidad, que experimentamos yendo a Medjugorje, y en Medjugorje, y volviendo de Medjugorje. Toca también ahora responder a la batería de preguntas acerca de qué pasa en Medjugorje, y hacerlo con el temor -y el temblor- del que llamaban a declarar ante el Tribunal del Santo Oficio o sometían a un interrogatorio en la UDBA, la antigua policía secreta yugoslava. De una sola pregunta tenemos clara la respuesta. ¿Medjugorje cosa del demonio? Será entonces que el demonio ha hecho cursillos de cristiandad.
Porque en Medjugorje...
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