Carta para unas bodas de oro matrimoniales
por Guillermo Urbizu
Queridos amigos:
No os preocupéis, que el refranero tiene dicho que “no hay mal que cien años dure”. En fin, perdonad la broma, pero es bueno comenzar con unas risas. Así desterramos la tensión y el nerviosismo. Porque hoy no es para vosotros un día de tensión. Es un día festivo y de emociones muy diversas. Y de tantos y tantos recuerdos. Unos serán en colores muy vivos, otros quizá en blanco y negro. Pero el caso es que hoy miráis al cielo y os sentís profundamente agradecidos por tanta dicha. No importan las nubes o las preocupaciones, porque vuestra luz, vuestra felicidad, os nace de dentro. ¿No es cierto? Y no podéis ni debéis evitar sentir un especial orgullo.
Mirad ahora a vuestro alrededor, a toda esta familia que os quiere. Da gusto. Y todo fruto del amor. De la entrega y de la llama. De la ternura y del trabajo. Del cariño y de la paciencia. Y de la sobrenatural misericordia de Dios. Todo comenzó con aquella primera mirada, de la que ya jamás habéis podido prescindir. Con aquella atracción que poco a poco fue cimentándose en vuestro corazón. Y digo corazón, en singular, porque vosotros sois un único corazón, una única comunión de vida, de amor. Sois un verdadero milagro de felicidad. Es decir, de fidelidad. Una lealtad puesta a prueba durante el horario de vuestros días. Porque -aunque ahora no se quiera creer- el amor es sobre todo una constante lucha, y un desafío. Porque cuesta ceder de nuestro egoísmo y entregarnos en cada momento, sin rodeos. El amor exige esfuerzo. Lo otro es un paripé.
Cincuenta años. Cincuenta años donde os habéis ido enamorando con la madurez que da el alma, la rutina y las trastadas de los hijos. Cincuenta años que es como si acabaran de comenzar, tan jóvenes os sentís, tan llenos de determinación y gozo. Y os parece el tiempo casi una ficción. No es posible, no es posible que tato milagro haya sucedido. Pero ahí los tenéis, a vuestro lado, mirándoos sin pestañear, o apartando de los ojos alguna que otra lágrima. Es vuestra familia. Es vuestra única, cierta y verdadera alegría. Es lo que sembrasteis. Bueno, pues ya veis la pujanza y la felicidad de los frutos.
Cincuenta años. Cincuenta años donde os habéis ido enamorando con la madurez que da el alma, la rutina y las trastadas de los hijos. Cincuenta años que es como si acabaran de comenzar, tan jóvenes os sentís, tan llenos de determinación y gozo. Y os parece el tiempo casi una ficción. No es posible, no es posible que tato milagro haya sucedido. Pero ahí los tenéis, a vuestro lado, mirándoos sin pestañear, o apartando de los ojos alguna que otra lágrima. Es vuestra familia. Es vuestra única, cierta y verdadera alegría. Es lo que sembrasteis. Bueno, pues ya veis la pujanza y la felicidad de los frutos.
No todo ha sido color de rosa. Ha habido circunstancias duras, avatares en los que parecía que ya no podíais más. ¿Lo más fácil? Rebelarse contra Dios y abandonar el camino. Dejarse llevar por la pereza, o por el brillo fugaz de una quimera. De cualquiera, da igual. Y rendirse a la tentación de turno. Pero el amor es tenaz si se sustenta en la esperanza y en la sinceridad mutua. Os habéis apoyado el uno en el otro, a veces sin ganas, sin palabras casi. Quizá sin entender del todo el sentido de la contrariedad o de la renuncia. Sin embargo es sobre esas renuncias y esas contrariedades sobre las que se sustenta la realidad de este día. Y su maravilla.
El amor, el amor… El amor es decir sí de nuevo (para toda la vida), el amor es la apasionada santidad de los sentidos, el amor es pasar el aspirador por la alfombra, el amor es un beso furtivo, el amor es la plena confianza en tu mujer o en tu marido, el amor es pedir perdón cuando más nos cuesta, el amor es rezar juntos las caricias. El amor es… vuestra presencia aquí y vuestro ejemplo.
Cincuenta años de rutina, puede pensar alguno. ¡Bendita rutina! Así, tan infinita. Para mí la quisiera. Que Dios os bendiga. Y que aprendamos a querernos como os queréis vosotros.
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