Pizarro en Cajamarca: la madre de todas las batallas
por En cuerpo y alma
Con un nombre propio, Francisco Pizarro. Superior en heroicidad, grandeza, astucia y temeridad a cualquiera de las renombradas hazañas de los más recordados generales de la historia, que se trate de Alejandro Magno, de Aníbal, de Julio César, de Gengis Kahn, de Fernández de Córdoba, que se trate de su primo Hernán Cortés, otro de los grandes generales de la historia, que se trate de Napoleón… una gesta de la que nos acercamos a su quinto centenario que, o mucho cambian las cosas, o España celebrará con la tradicional indolencia con la que celebra todas las que son las grandes fechas de su historia, entre la indiferencia, el desconocimiento, cuando no la vergüenza.
Estamos en 1532. El español Francisco Pizarro y el Inca Atahualpa han quedado emplazados en Cajamarca. Teóricamente se trata de una entrevista: los dos saben que no es así, y que uno va a eliminar al otro.
A Pizarro le acompañan 167 hombres: tiene unos sesenta caballos y un poco de pólvora, eso es todo. En frente un ejército que en el menor de los casos viene compuesto de 40.000 hombres, otros autores hablan de hasta 60.000. La posibilidad de salir airoso de la batalla es ínfima.
En parecidas circunstancias otras guarniciones atrapadas en una ciudad, han procedido al suicidio colectivo. Y han dejado su nombre en la Historia grabado con letras de oro. Las españolas Sagunto en 219 a.C. y Numancia en 133 a.C., y la mucho menos conocida, pero no menos española, Astapa en el 206 a.C., la germánica Aquae Sextie en el 102 a. C., la israelita Massada en el 73 d.C.; la polaca Pilenai en 1337, los esclavos de Guadalupe en 1802; los balineses en 1902, la griega Zalongo en 1803, todas ellas prefirieron suicidarse colectivamente antes de ser atrapadas… y aún pasan a la historia como heroicas.
Por la mente de Pizarro no pasó jamás la idea: o vencemos o nos matan, pero aquí no se suicida nadie. Y a pesar de la formidable inferioridad numérica, lo aguerrido e implacable del ejército al que se enfrenta, entrenado en una larga guerra civil, y su crueldad, jamás abandonará la idea de derrotar al Inca, como así conseguirá.
Con los caballos armados de campanillas en las patas y oportunamente encabritados, con la poca pólvora que le quedaba a modo de fuegos artificiales, le monta Pizarro a los incas su primera Feria de Sevilla, para que la vayan conociendo. Al mismo tiempo, un comando formado por sus hombres más aguerridos tiene que llevar adelante la parte más descabellada de la operación: abrirse paso a machetazos entre los peruanos, y llegarse al Inca, apresarlo en un golpe de sorpresa y traerlo cautivo al campamento.
En el lugar de los hechos. Cortesía de Luis Baeza
La probabilidad de que la operación saliera bien, una entre un millón. Se lanza la operación y se captura al Inca. Y lo más grande de todo: ¡con una sola baja española! Es más, ni siquiera entre el enemigo el número de bajas fue excesivo: se calculan unas mil, las cuales, sin embargo, fueron más producto del tumulto acontecido entre los propios peruanos en su huída y dispersión, que del ataque de los españoles, porque propiamente éstos, a espada o fuego, no debieron de producir ni un centenar de víctimas.
Un año después, en la misma fecha, un 15 de noviembre también, ese invencible ejército, ahora sí agrandado con los indios que se han unido a él, toma Cuzco, la capital, con lo que se puede considerar consumada la derrota del Imperio Incaico y la conquista del Perú, el más grande imperio de toda América: territorialmente hablando, siete veces más extenso que el Azteca, dos millones de kilómetros cuadrados, cuatro veces España.
Catedral de Cajamarca
Y a la conquista, como siempre, sucede inmediatamente la labor de los misioneros para conseguir la evangelización y lo que no es menos importante, la instrucción y civilización de los indios peruanos, haciéndoles posible el rápido y cómodo tránsito del neolítico en el que prácticamente se hallaban, sin conocimiento ni de la rueda, ni de la escritura, ni del trasporte por bestias, ni de la ganadería, hasta el Renacimiento en apenas dos generaciones, un tránsito que, conviene no olvidar, había llevado a los europeos siete mil años realizar.
Que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos.
©Luis Antequera
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