Viernes, 22 de noviembre de 2024

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La Eucaristía, comunión y comunidad

La Eucaristía, comunión y comunidad

por Un alma para el mundo

COMUNIÓN QUE HACE COMUNIDAD

 

Todo en la Eucaristía está ordenado a la comunión, y todo en la eucaristía tiene sentido en relación con la comunidad.


Todo está ordenado a la comunión. En efecto, la eucaristía está para ser comida y bebida: “tomad y comed”; “tomad y bebed”. Lo que se como y bebe es el cuerpo de Cristo. Esto significa que quien recibe los signos sacramentales del pan y del vino recibe la misma vida de Cristo, uniéndose con él, disponiéndose así a hacer de su propia vida una vida animada por el mismo espíritu, los mismos sentimientos de Cristo. Quién recibe el sacramento comulga con Cristo, está de acuerdo con él, dispone su mente y su voluntad, su vida toda, en sintonía con Cristo.


La comunión en y con la eucaristía está al servicio de la comunidad y tiene sentido en relación con la comunidad. Y eso desde un doble punto de vista. Quien celebra la eucaristía es la comunidad. La eucaristía es sacramento de la Iglesia, expresa lo que es la Iglesia, una comunidad de hermanos. Sin comunidad no hay eucaristía. No se trata de un rito que pudiera realizarse por creyentes solitarios. Se trata de un acto y una celebración eclesial. Por eso, la liturgia eucarística “habla” siempre en plural: te pedimos, te rogamos, ten misericordia de todos nosotros, nuestro pan… Supone además un permanente diálogo entre el presidente (que representa a Cristo) y la comunidad (que representa al pueblo que acoge y responde a Cristo). El diálogo es siempre comunitario. Desde otro punto de vista tiene la eucaristía que ver con la comunidad. Pues si en la eucaristía nos unimos profundamente a Cristo, esto se verifica (se hace verdadero) en la fraternidad. Cuanto más se une uno a Cristo, tanto más solidario es.

No hay unión con Cristo sin unión con los hermanos. Y el grado de nuestra unión con Cristo se mide por nuestra mayor o menor fraternidad. Se comprende ahora lo que San Pablo dice a los corintios: al comulgar con Cristo, siendo muchos, nos hacemos todos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan (1 Co 10,17). De ahí también la condición indispensable para poder recibir la eucaristía que San Pablo recuerda a los corintios: La ausencia de división y los sentimientos fraternos entre los asistentes (1 Co 11, 17 ss). En efecto, sería una contradicción que unos cristianos divididos y en mala relación recibieran el signo sacramental de que forman un solo cuerpo.

 

LA EUCARISTÍA Y LA IGLESIA SON EL CUERPO DE CRISTO

Hay un dato muy significativo en la primera carta a los corintios, que nos obliga a pensar que hay una relación muy profunda entre la comunión en el cuerpo de Cristo y la realización de la comunidad fraterna. El dato es que tanto la eucaristía como la Iglesia se definen de la misma manera. Ambas son “cuerpo de Cristo”. El pan que partimos, dice San Pablo, es comunión con el cuerpo de Cristo (1 Co 10,16). Y, a continuación utiliza el símil del cuerpo para explicar la pluralidad de miembros y funciones en la Iglesia que no obstante la diversidad, forman una unidad en Cristo, y así termina defiendo a la Iglesia como cuerpo de Cristo (1 Co 12,12 ss 27).

Si la eucaristía y la Iglesia se definen por lo mismo, es una incoherencia participar en la eucaristía sin vivir a fondo la comunión eclesial. No cabe disociar la participación en el cuerpo, en la persona, del Señor, y la participación en su cuerpo eclesial, pues ambos son dos dimensiones de una misma realidad: Cristo.


El problema de la Iglesia de Corinto, en tiempos de san Pablo, y de muchas Iglesias o comunidades cristianas en el nuestro, es que celebran el cuerpo de Cristo, pero no son el cuerpo de Cristo. No viven lo que el sacramento de la eucaristía pide y significa. Y esta incoherencia invalida la eucaristía, impidiendo que sea la cena del Señor. Sólo puede participar en la eucaristía el que antes ha colaborado en la edificación de ese mismo cuerpo de Cristo y en la superación de sus problemas y quebrantos. No se puede estar en comunión con el Señor como cabeza de un cuerpo, olvidando el servicio fraterno a los miembros de ese cuerpo: “¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios?” (1 Co 11, 22).


Viene bien aquí recordar un texto de san Agustín que me parece verdaderamente audaz: “Este alimento y bebida quieren significar la unión entre el cuerpo y sus miembros, el cual es la Iglesia santa… Si queréis entender lo que es el cuerpo de Cristo, escuchad al Apóstol;  ved lo que dice a los fieles: vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Co 12, 27). Si pues, vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, lo que está sobre la mesa del Señor es símbolo de vosotros mismos, y lo que recibís es vuestro mismo misterio. A lo que sois respondéis con el Amén, y con vuestra respuesta lo que rubricáis. Se te dice: El cuerpo de Cristo, y respondes: Amén. Sé miembros del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el Amén” (Sermón, 272).


Ya el concilio de Trento relaciona y une eucaristía e Iglesia. Nuestro Salvador, dice el concilio, dejo la sacrosanta Eucaristía “en su Iglesia como símbolo de aquella unidad y caridad con las que él quiso ver unidos y fusionados a todos los cristianos”. “Quiso que fuera… símbolo de aquel solo cuerpo, del que es El mismo la cabeza (1 co 11,3; Ef 5, 23) y con el que quiso que nosotros estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera entre nosotros escisiones (cf. 1 Co 1,10)”.

 

SI TU HERMANO NO TIENE ALGO CONTRA TI, DEJA LA OFRENDA

La referencia a la comunidad no representa una simple consecuencia de un rito que sería ante todo individual, como es la comida pura y simple. La eucaristía está esencialmente orientada a la constitución de la fraternidad humana. Un texto del evangelio es muy claro en lo que concierne a las relaciones entre culto y fraternidad: “Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).

El texto cobra toda su fuerza si se nota que en él no se pregunta quien tiene la culpa de que tu hermano tenga algo contra ti. A lo mejor toda la culpa es suya, y tú eres víctima de sus manías, de sus complejos, de sus egoísmos. Pues bien, a ti te toca dar el primer paso, a ti te toca ceder si quieres celebrar correctamente la eucaristía, misterio de una vida que se entrega totalmente por amor sin poner ninguna condición.


En el Nuevo Testamento hay un vocablo muy rico que resume e ilumina todo lo dicho. Es la palabra koinonia, o sea, comunión. Esta palabra expresa tres realidades a la vez: en primer lugar, koinonia significa la puesta en común de los bienes necesarios para vivir (Heb 13, 16; Hech 2,44; 4´32) La koinonia es un gesto concreto de caridad fraterna; por esto, Pablo empleará esta palabra para hablar de la colecta a favor de los cristianos de Jerusalén; éstos glorifican a Dios, dice Pablo a los corintios, “por la generosidad de vuestra comunión con ellos y con todos” (2 Co 9, 13; cf. 2 Co 8,3-4; Rm 15,26,27).

La koinonia designa también la unión de los fieles con Cristo por medio de la Eucaristía “la copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo” (1 Co 10, 16) La koinonia significa, finalmente, la unión de los cristianos con el Padre (1 Jn 1,6; 1, 3), con el Hijo (1 Co 1,9; 1 Jn 1,3) y con el Espíritu (2 Co 13,13; Flp 2,1).

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Entiendo que es buena esta síntesis: la fraternidad humana tiene su fundamento en la comunión plena con las tres personas de la Trinidad: “toda la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, dice el Vaticano II, citando a San Cipriano. El lazo que une estas dos realidades se celebra, es decir, se recuerda y anuncia de forma eficaz en la eucaristía, que nos une con los hermanos al unirnos con Dios. “Hacer memoria de Cristo” es mucho más que realizar un acto cultual: es comulgar con una vida, que es la vida de Dios, vida que se entrega sin reservas por amor a los otros.

 

 

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