Santa Catalina de Siena (13471380). Doctora de la Iglesia (3): Salvadora de almas.
Salvadora de almas
Así titula Raimundo el capítulo VII de la segunda parte de su escrito[1] sobre la vida de nuestra santa. Admirable libro, escrito con un estilo sereno, verídico, tan sencillo que es una verdadera obra literaria. Los datos no los recogía Raimundo de testigos más o menos cercanos o enterados sino en vivo de la misma santa o por haberlos presenciado él mismo. Catalina tuvo esa suerte de tener a su lado alguien que le formuló muchos hechos de su vida y se los aclaró. Una cosa es tener Espíritu Santo como lo tenía ella y otra ponerle palabras y teología a lo que uno experimenta. Ella era analfabeta y está claro que la gracia ayuda pero no sustituye a la naturaleza. Por eso Santa Teresa siempre quería tener letrados cerca de ella.
Sería interminable contar los milagros que obró esta santa virgen Catalina. Conversiones, curaciones, expulsiones de demonios, comida multiplicada, profecías. De todo esto existen centenares de testimonios. Citemos alguno de los muchos que señala Raimundo para disfrutar de su fe y de su estilo directo, atractivo e ingenuo. La verdad es que sería mejor consultarlos en el propio libro.
Había en Siena un tal Andrea di Naddino, hombre riquísimo pero envuelto en los máximos vicios y blasfemias. A los cuarenta años hubo de meterse en cama afectado por una grave y repugnante enfermedad, que no le sirvió nada más que para radicalizar su impenitencia. El párroco fue a visitarlo y cada vez que lo hacía era rechazado con violencia siguiendo el réprobo aferrado a su pecado contra el Espíritu Santo de modo que caminaba derecho al infierno. Todo esto llegó a saberlo Fray Tomás, confesor de la Virgen, y se lo comunicó a ella pidiéndole que hiciera una intercesión urgente delante de Dios por tal desgraciado. Catalina se puso a orar fervorosamente. El Señor le respondió que sus blasfemias habían colmado toda medida: “Déjalo que se pierda, hija, porque es digno de la muerte eterna. A lo que la santa respondió: “Señor, si te fijas en nuestras iniquidades quien podrá escapar a la muerte eterna? ¿No has muerto tú también por él? Yo no te rezo para que se cumpla la justicia sino para pedir misericordia. Devuélveme a mi hermano que está hundido en el abismo de la obstinación”.
En el mismo instante el Señor se le apareció a Andrea que estaba agonizando y le dijo: “¿Por qué, mi muy querido, no quieres confesar las ofensas que me has hecho? Confiésalas todas porque estoy dispuesto a perdonártelas generosamente”. Andrea se puso a gritar: “Llamad a un sacerdote. El Señor me ha hablado con cariño”. Apenas confesado, con gran dolor y arrepentimiento pasó a la otra vida.
Lo mismo le sucedió con dos malhechores detenidos por la justicia y condenados a muerte, también grandes blasfemos. Cuando les transportaban en la carreta hacia el patíbulo, Catalina misma salió a la ventana de su casa y vio cómo les maltrataban los verdugos y como blasfemaban ellos. Inmediatamente se puso a interceder y más cuando había visto alrededor de los condenados una turba de demonios. Antes de atravesar las puertas de la ciudad, el rayo de la luz divina penetró en sus corazones y pidiendo repetidamente un confesor cambiaron las blasfemias por palabras de alabanza.
Un último caso para no alargarme. Lo cuenta muy en vivo Raimundo en el libro. “Vivía en Siena un cierto Francisco de Tolomei el cual tenía de su mujer Rabe varios hijos. El mayor llamado Giácomo llevaba una vida de perfidia. Campeón de la arrogancia y cruel como un veneno, era feroz incluso para los amigos. Una de sus hermanas, Ghinoccia, era bastante inclinada a los placeres del mundo. Había permanecido inocente más por el qué dirán que por temor a Dios. Cultivaba, sin embargo, la vanidad y embellecía y vestía su propio cuerpo de un modo descarado. Rabe, su madre, que era temerosa de Dios, fue a visitar a la santa virgen y le rogó que se dignase hablar un poco con sus hijas, en especial a Ghinoccia. Catalina aceptó feliz. Cristo se quedó tan grabado en el alma de Ghinoccia que despreciando todas las vanidades del mundo se afeitó el pelo, del que estaba muy orgullosa, y recibió con gran devoción el hábito de mantelata de Santo Domingo. El resto de la vida lo pasó, lo sé con certeza, entre meditaciones, santas plegarias y duras penitencias de las cuales alguna vez tuve que llamarle la atención”.
Cuando llegó Giácomo de fuera y se enteró de lo que había pasado con su hermana prometió con furia hacer cosas terribles si no se quitaba el hábito. Rabe, la madre, intento calmar a su hijo para que esperase al menos hasta el día siguiente. Catalina, enterada de todo y puesta en oración, mandó que Fray Bartolomeo fuese a su casa. Sucedió la obra de Dios. Sin saber nadie por qué, confesó con dolor sus muchos pecados. Para utilizar, dice Raimundo familiarmente, el modo de hablar de Catalina, vomitó todo el veneno que tenía en el alma. Cuando fueron a contarle a Catalina lo que había pasado se adelantó ella a contarlo a los que la iban a informar.
Vida pública
En la actual Francia hay una ciudad que se llama Aviñón que en tiempos de Catalina pertenecía a los estados pontificios. El Papa Clemente V en 1309 traslada la sede papal de Roma a la ciudad de Aviñón, un poco lejos pero dentro de su territorio. El traslado tuvo inicialmente un carácter provisional motivado por la situación de inseguridad y caos en que se encontraba Roma inmersa en luchas e intrigas políticas. Siete Papas, sin embargo, se sucedieron en dicha ciudad hasta Gregorio XI (1370-1378) que decidió trasladarse a Roma.
Aunque este Papa era francés y todavía estaba bajo la fuerte influencia del rey francés, el conflicto creciente entre facciones amistosas y hostiles al Papa suponía una amenaza para los territorios pontificios y para la fidelidad de la propia Roma. Por eso pensó en volver a Roma pero nunca lo llevaba a cabo. Los franceses no querían ni oír hablar del traslado. Por otra parte en Italia todo iba también mal. El Papa estableció un embargo a las exportaciones de grano durante una época de carestía y peste que sentó muy mal. Varias ciudades que se vieron afectadas por el embargo organizaron una liga contra el papado: Florencia, Milán, Bolonia, Perugia, Pisa, Lucca y Génova. El Papa reaccionó duramente con excomuniones e interdictos.
Los florentinos enviaron una legación al pontífice de Aviñón en busca de conciliación y en ella incluyeron como pacificadora a Catalina de Siena cuya fama ya saltaba fronteras. Ella aceptó por el inmenso deseo que tenía de que el Papa volviera a Roma con la condición de que fuera acompañada por Fray Raimundo de Capua. Su intención más que la de arreglar contiendas políticas era influir en la vuelta del Papa a Roma. Partieron hacia finales de mayo de 1376.
El 20 de junio la santa se encontraba en la sala de audiencias delante del trono pontificio. La conversación con el Papa hubiera sido imposible sin intérprete porque él no entendía la amplia y musical jerga sienense en boca de Catalina. Raimundo de Capua, siempre a pespunte de la mantelata, resolvió la cuestión. Gregorio no estaba desprevenido estaba bien informado de la pasión y amor por la Iglesia de Catalina. Vistas las cartas esperaba un torrente y así fue. Tenía el fuego de la santa delante de él, a sus pies, hablándole de la necesidad inminente de volver a Roma. Sentía el encargo en su corazón de urgírselo al máximo.
El Papa Gregorio XI, era de aspecto modesto y bajo de estatura. Revelaba alta alcurnia en sus gestos y en la cortesía de los modos. No era cobarde ni irresoluto sino un hombre que le venían anchas las grandes decisiones que le tocó tomar. Por eso siempre se movía con suma cautela. Ya llevaban muchos años los Papas en Aviñón, lo que hacía que Gregorio se viera atado de pies y manos para tomar una decisión. Sería una exageración decir que muchos prelados de su entorno llevaban una vida disoluta, pero algunos sí. Los apegos a las familias y ambientes eran muy fuertes. Toda una serie de figuras femeninas, madres, hermanas, cuñadas, sobrinas protestaba y desaconsejaba, y estaban luego las figuras de la culpa, es decir las amantes de prelados y hasta de algún cardenal. ¿Cómo desarraigar a toda una corte, franceses la mayoría, de este mundo agradable y refinado para llevarlos a una lejana, desconocida e inhóspita Roma?
Las señoras de Aviñón se morían de ganas de tratar con Catalina. Sus frecuentes éxtasis atraían su curiosidad hasta el punto de pincharla en las carnes durante alguno de ellos para ver su reacción. Una sobrina del Papa, Elisa de Turenne, le traspasó un pie con un alfiler y Catalina ni se movió durante el éxtasis pero sí los días siguientes que cojeaba ostensiblemente. El don sobrenatural que tenía la santa de leer en los corazones le jugó alguna mala pasada a alguna de las señoras cotillas, porque les descubrió su situación, cosa que también le sucedió con el mismo Papa. El Papa indeciso no se acababa de aventurar. En una de las entrevistas Catalina tuvo una palabra de conocimiento que fue decisiva. Le dijo al Papa: “¿No recuerda su Santidad la promesa que le hizo al Señor cuando aún era cardenal?” Había prometido efectivamente volver a llevar la sede de Pedro a la ciudad eterna si salía elegido. Las palabras de Catalina le removieron la conciencia y se dio cuenta de que el mismo Dios le estaba hablando. ¿Cómo iba a saber esa joven italiana de sus confidencias espirituales ya hacía años?
Pese a todo el Papa no se decidía. Las audiencias no eran fáciles de obtener ni siquiera para Catalina así que ella le escribía cartas sintiendo el Santo Padre que un don sobrenatural le cercaba. Catalina y su comitiva se marcharon de allí el 13 de septiembre. Ella sabía que el Papa ya estaba decidido. Catalina se fue a pie. El mismo día, 13 de septiembre, Gregorio XI se despidió de los cardenales, muchos de los cuales quedaron llorando. El anciano padre del Papa, el conde Guillermo de Beaufort, intentó hasta lo último retenerlo, echándose sobre el umbral de la puerta con gestos extremados. El Pontífice saltó sobre él y con su cortejo se dirigió a Marsella para embarcarse, mientras la ciudad de Aviñón quedaba hundida en la desolación.
El viaje no fue nada bueno. Vientos contrarios les obligaron a retroceder. Tanto fue, que al llegar a Génova después de mil dificultades y con las noticias de que Roma estaba amotinada el Papa celebró un gran consejo en el que la mayoría de los cardenales votaron por volver a Aviñón. Lo que no sabía la mayoría es que Catalina estaba allí. El Papa se trasladó de improviso al lugar donde residía Catalina. Fue sin acompañamiento, de incognito, vestido como un sacerdote cualquiera. El coloquio tuvo lugar en la estancia misma de la santa. Catalina, sofocada por la emoción, se postró delante del Vicario de Cristo, él la levantó y se pusieron a hablar. Lo hicieron hasta muy entrada la tarde. Los cardenales al día siguiente vieron un Gregorio diverso, resuelto, sereno. Ordenó que las naves se dirigieran a Roma. Al cabo de tres días llegaron al puerto de Ostia desde donde el Papa cabalgando en una mula blanca, se dirigió a Roma con la mayor solemnidad. El pueblo, apaciguado ya, le acogió con gran cariño y alborozo. Toda la noche fue una fiesta y la Plaza de San Pedro refulgía con innumerables luces. Era el 17 de Enero de 1317.
En la plenitud
Catalina volvió para su tierra pero ya nunca más disfrutó de un merecido descanso. La requerían de todas partes como pacificadora. Sus extraordinarios carismas en este sentido no conocían la derrota. Ahora era en Val de Orcia. Era una comarca terrible, poblada de ciudadanos amedrentados o convertidos en feroces a fuerza de ejemplos feroces, se odiaban entre ellos porque el odio era ley, obedecían a los poderosos por interés o por temor y entretanto padecían hambre y frío hasta el punto de devenir siempre más enemigos de todo y de todos. Así nos narran la situación testigos del momento. También Catalina conocía estas miserias.
Las luchas entre familias y clanes eran terribles y las venganzas recaían también sobre los pobres campesinos que huían de sus casas. Recibió una invitación de una alta señora, Monna Biancina de los Trinchi, de una de las familias contendientes. Allá fue Catalina a poner paz. Este viaje tenía un alto carácter misionero. Logró poner de acuerdo a las dos cabezas enemigas de la camarilla de los Salimbeni, lo cual significó una victoria suprema. El nombre da Catalina se esparció como el viento. A su conjuro acudían de todas partes y, al recobrar la paz, volvían al Señor.
“He visto, escribió Raimundo de Capua, millares de hombres y mujeres descender presurosos de las cimas de las montañas, acudir de las tierras circunstantes, como si respondieran al sonido de una trompeta misteriosa. Venían por verla, no pretendían que hablase, bastaba su presencia para pacificar las almas y moverlas a contrición. Yo fui testigo de la sinceridad de sus corazones y es evidente que una gracia extraordinaria obraba en sus corazones manifestándose en grandes curaciones” (R 239). Las confesiones eran tan continuas que los sacerdotes estaban extenuados. “Confieso y me avergüenzo, dice Fray Raimundo, que frecuentemente me sentía cansado y desanimado, mas Catalina no interrumpía nunca su oración y su labor, feliz de atraer tantas almas a Dios. Es imposible describir su alegría, y nosotros, al verla, nos sentíamos tan consolados como para olvidarlo todo”(R. 240).
Pese a que el Papa Gregorio XI estaba al tanto de toda esta movida requirió al P. Raimundo de Capua para que se fuera con él a Roma. Allí lo retuvo haciéndole Prior del convento de la Minerva. Esto significó un duro golpe para Catalina. Tuvo la impresión angustiosa de quedar en soledad profunda sin el guía necesario de su alma. Así suele ocurrir con los santos: son gigantes en cuanto son también niños y, debido a la indigencia de éstos, requieren el sostén del confesor o director. Por otra parte su gran carisma no suprime la debilidad de su encarnación. Catalina era pobre, analfabeta, muy joven; aclamada y, a la vez, muy criticada. Actuaba con el poder de Cristo pero en lo humano no se sostenía sobre sí misma. Además, como Santa Teresa necesitaba letrados a su lado, porque su espíritu le impelía a cosas que por ella misma no sabía discernir. La pérdida de un director con una conciencia moral y religiosa bastante más amplia que la suya le daba espacio para hacer muchas cosas que nunca hubiera hecho por sí misma. De este modo la partida de Raimundo produjo un vivo dolor en el alma de Catalina, si bien, fue ella la primera en ayudarle a obedecer. Por estas fechas Catalina cumplía los treinta años.
De su nuevo estado de ánimo dan testimonio las cartas de aquella época, algunas a Raimundo. Siempre escribió mucho Catalina. El género epistolar se le dio bien, eso sí, siempre dictando porque no sabía escribir. Sin embargo, se cuenta que una tarde, movida por un impulso irresistible al ver un bote de cinabrio, escribió de su puño y letra con ese tinte rojizo, una carta entera a Fray Raimundo. Después de esto escribió alguna más y partes del Diálogo. Algunas de las cartas de esta época ya son esbozos con gran profundidad de lo que sería después el libro del Diálogo.
La noticia llegó de Roma: el Papa Gregrio XI murió en la noche del 27 al 28 de marzo de 1378, a sus 46 años. Este hombre bueno y condescendiente, gran sufridor, murió dejando tras de sí una grave papeleta. La Iglesia le debe grandes cosas pero los intereses humanos que revoloteaban en su entierro eran augurios de densos nubarrones negros. El pueblo entero quería un papa italiano. No salió el que querían los romanos pero sí un italiano. Le eligieron los cardinales por unanimidad debido a su gran piedad, modestia y aversión a los abusos, en particular a la simonía pero, ya coronado, se mostró de carácter frio, rígido y displicente. Se puso el nombre de Urbano VI, si bien su elección no disipó la tormenta que se cernía en el horizonte.
En efecto, otros cardenales, que aún permanecían en Aviñón y no habían acudido a votar, animados por la poca acogida internacional y la rígida actuación del nuevo Papa que no supo ganarse la confianza de casi nadie intentaron que abdicase. Catalina y muchos otros, a pesar de los modos y poca simpatía de Urbano VI, en un ejercicio de sinceridad de conciencia aceptaban la validez de la elección. Ella estaba convencida de que era el Papa legítimo y elegido por el Espíritu Santo. Le escribió varias cartas en algunas de las cuales le exhortaba a actuar con más caridad y menos protagonismo personal. Al fin el Papa se enemistó con muchos de los mismos cardenales que le habían elegido. Un solo cardenal italiano, Tebaldeschi, permaneció devoto del Papa, precisamente el que esperaba el pueblo romano que hubiera salido. Este declaró el mismo día de su muerte que la elección había sido libre y válida.
El Papa, dejado sólo, contraatacó nombrando veintiséis cardenales nuevos. Los amotinados, sin embargo, consumaron su rebelión eligiendo a un nuevo Papa, que asumió el nombre de Clemente VII que fue aceptado por varias naciones. Era el 20 de setiembre de 1378. Se había consumado el cisma para prueba y largo sufrimiento de la Iglesia. Hay que notar que bajo ambos Papas hubo vida y brillaron varios santos que después fueron canonizados. Catalina y Vicente Ferrer, ambos dominicos, estaban bajo distinta obediencia y ambos fueron canonizados. A la muerte de Clemente VII (1394), el cardenal español Pedro de Luna fue elegido pontífice por 20 votos de los 21 y tomó el nombre de Benedicto XIII. No obstante, Francia se opuso a este nuevo papa de Aviñón que había mostrado no ser tan manejable como sus antecesores, y que además era súbdito de la Corona de Aragón, por lo cual resultaba difícil obligarle a mantener lealtad a la monarquía francesa. En 1398 Francia terminó por retirar su apoyo político y financiero a la sede papal de Aviñón y se presionó a Benedicto XIII para que renunciara, a lo que el antipapa se negó alegando un daño irreparable a la Iglesia. Curiosamente, esta actitud suya sería la que la historia recordaría, surgiendo el dicho popular castellano de Siguió en sus trece. El Papa español tuvo que huir y los cardenales franceses eligieron un nuevo papa por lo que durante algunos años hubo tres Papas. El cisma duró hasta el año 1418, cuarenta años, en el que el Concilio de Constanza destituyó a Benedicto XIII que se retiró recalcitrante a su castillo de Peñíscola.
En medio de tan gran marejada Urbano VI sentía necesidad del apoyo espiritual de Catalina de modo que por medio de Raimundo la invitó a venir a Roma. Para evitar suspicacias y críticas el Papa escribió un breve personal mandándola venir. Llegó a Roma con su grupo de gente el 28 de noviembre. Al día siguiente fue recibida por Urbano VI quien quiso que hablase a la curia pontificia incluidos los cardenales recién creados. Ella habló y entró al momento en el fondo de la cuestión. Fue al kerigma en directo: “¿Qué haría Jesucristo en un tiempo como el nuestro? Tiempo de cisma, tiempo de desunión y persecución, tiempo de gran dolor, es decir, tiempo de pasión. Nuestra confianza debe ser puesta en la sangre de Cristo y con ella mantenerse más firmes que nunca”.
Fue todo un espectáculo la presencia de aquella joven y frágil mujer en medio de la asamblea más augusta de la tierra. La fila de rostros inclinados en grave meditación revelaba los sentimientos del Pontífice y de los purpurados. Cuando Catalina hubo terminado, Urbano hizo una glosa a su dialéctica directa: “Ved, hermanos míos, cómo nos hacemos despreciables a los ojos de Dios cuando nos dejamos intimidar. Esta pobre mujercita nos avergüenza, y la llamo así no por ella, sino por la debilidad de su sexo, que habría podido atemorizarla aun cuando nosotros hubiésemos estados llenos de valor, ¡y, en cambio, es ella la que nos anima!.” Por Navidad, Catalina le regaló al Papa cinco naranjas conservadas en miel, doradas, arregladas por ella misma y acompañadas de una carta llena de donoso simbolismo. Así como la naranja es de por sí amarga y fuerte, mas se deja dulcificar cuanto se quiera, lo amargo de la vida se vuelve dulce cuando se vive desde la sangre de Cristo.