Lunes, 25 de noviembre de 2024

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El rostro humano de Dios

El rostro humano de Dios

por Duc in altum!

 Si alguien me preguntara, ¿quién es Jesús? Le diría que es el rostro humano de Dios. Muchas veces, complicamos demasiado las cosas y manejamos conceptos que poco o nada tienen que ver con el amor de aquél que extendió sus brazos en la cruz para salvarnos. Por esta razón, vale la pena reconocer en la humanidad, en los sentimientos de Jesús, en esos gestos que los caracterizaron para con el pobre o el enfermo, la presencia de un Dios que se desvive por estar cerca de sus hijos e hijas. El cristianismo no es una religión mitológica o aburridamente abstracta, sino un estilo de vida realista, totalmente alegre, pues el Dios en el que hemos puesto nuestra esperanza se hizo uno de nosotros, es decir, llegó a relacionarse con el mundo, con el contexto cultural del pueblo de Israel. Formó parte de una familia y se vio rodeado de compañeros y compañeras de camino como Marta, María y Lázaro. Se trata del Dios hecho hombre que rompe con la idea de un mesías lejano, indiferente ante nuestros problemas. En Cristo, encontramos a un amigo.

No debemos caer en una visión de la figura de Jesús que sea llevada al extremo. En otras palabras, ni quitarle sus rasgos humanos, ni negar su divinidad. De ahí que el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, declarara en el año 451 lo siguiente:

“Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, "en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad…”.

Cristo estuvo físicamente en el mundo y ahora su presencia se ha perpetuado en la Eucaristía. Como el rostro humano de Dios, quiso quedarse con todos y cada uno de nosotros en la pequeñez de una hostia. Si bien es cierto que él está en cualquier parte, también es verdad que el hecho de caminar a nuestro lado, parte de esa dimensión eucarística que celebramos en la Misa. De tal forma, que en el sagrario se esconde el amor y la entrega incondicional de un Jesús que se interesa por nosotros, animándonos y compartiendo nuestra suerte. Se trata de Dios y, por ende, de alguien que conoció de primera mano lo que significa vivir y caminar en medio de la sociedad y de las relaciones humanas. Nunca le podremos echar en cara que no conoce nuestras alegrías y tristezas, porque él ya las compartió a través de su paso por el mundo, por medio de su encarnación en el seno de María.

Nos encontramos ante un Dios que no nos mira desde las alturas, sino que quiso aventurarse a vivir con nosotros. Sabía que lo necesitábamos y no dudó en venir a salvarnos, sin embargo, conviene preguntarnos, ¿de qué nos salva Jesús? Y la respuesta es que nos rescata de la indiferencia, del afán de cometer atropellos e injusticias, de una forma de vivir hacia lo superficial, para enamorarnos de su causa y, desde ahí, ser felices.

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