Lo extraordinario de lo que pasa
por Guillermo Urbizu
No cambian mucho las cosas. Ni siquiera las extraordinarias. Hay un rayo de sol que cada mañana sobre estas horas se queda un rato en mi mesa. Y tengo que estar pendiente de él, por ver si ilumina algo nuevo, o se desliza por el alma. Y me quedo encandilado en el marco de un espejo, en sus volutas doradas, en los adornos florales que circundan mi reflejo. Un vistazo a los periódicos me estremece y me hace rezar en un acto intenso. Miro las vetas de la madera de las puertas. Y viajo a bosques donde alguien pasearía a la sombra de los árboles que luego cortaron para que yo abriera la casa. No cambian apenas las cosas. Lo extraordinario de esta luz y de estas acacias; lo extraordinario de las palabras que pasean por la calle, o que corren en una estampida de gritos. Y ese poco de cielo, y ese mucho de aire que circula por el tiempo. Hay unas escarpias en la pared, que no sostienen nada, como no sea mi mirada y quizá el recuerdo de un lejano cuadro, cuando era más joven y leía a cualquier hora a Juan Ramón Jiménez, y me imaginaba un mundo lleno de estanques y violetas, y estelas de espumas poéticas. ¡Cuántas cosas suceden y se suceden al cabo de la vida! ¡Cuántas cosas que no percibimos, que no atendemos! Y vuelvo a contemplar ese rayo de sol, ahora un poco más delgado y ceñido a mi mano derecha.
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