"Esemeeses", familia y ortografía
por Guillermo Urbizu
La relación con tus hijos. Situaciones inverosímiles. Correos, llamadas e inauditos mensajes. ¿Dónde estarán? La constante preocupación. Son mayores... ¡Nunca son mayores! “Qué pasa? Que no puedo hablar, que estoy estudiando”. Vaya, ¿será cierto? Siempre la duda. ¿Será cierto? El pequeño, ante la desbandada familiar: “Papá, ¿con quién me quedo?”. Miradas. Que vaya a casa de la abuela, o que se quede solo en casa. Será un rato. Cualquier otro día: “Estoy en la meditación”. ¿Meditación? El chico reza, algo es algo. Es todo. Pero que se centre en el estudio. ¿Dónde parará hoy este chico, dónde habrá ido? Tranquila mujer. Desafortunado comentario paterno. Mal. Los hombres siempre igual: parece que nada os afecta. (¿Nada nos afecta?). “Estams akabando” (acabarán conmigo primero entre todos, y ese desamparo de la ortografía que me pone enfermo y que traerá graves consecuencias si piensan que no tiene importancia). “Aún estoy en…”. ¿Dónde? Y venga a llamar, y salta el buzón de voz, y el enfado, y la intranquilidad constante. Los hijos. “K no voy a comer a casa que esta tarde tengo un examen, que no me acorde de decirtelo, vale?”. Pues vale. Y esos acentos que faltan, que no están en su sitio. ¡Por Dios, hijo! El pequeño se pone chulo: “Pasa nene”. Y el otro: “Te prometo que no me he movido en toda la tarde. Estoy estudiando. Besos”. Y yo considero que esos besos son más importantes que su presunta inamovilidad del asiento. El cariño de los hijos, saber expresarlo. Decírnoslo con harta frecuencia. Y siempre pidiendo, y a mí que me gusta esto, devolviéndome a las muy diversas maniobras que la nostalgia de aquellos años me recuerda. “Papa, a ls 7:15 me pueds acompañar a hacer el famoso recao? Es un sitio al lado de tu trabajo”. No me fío, no me fío. Me tocara pagar, eso es seguro. Pero nos tomaremos algo juntos, le volveré a ver a este hijo (o al otro, o a la otra). Los hijos, los hijos. No los del capitán Grant; los míos, los nuestros. Los sofocos, las alegrías. El respeto, la confianza. La lucha por el orden y por la generosidad… Otro esemeese que me llega: “¿Mañana vamos a comer con el yayo? Por cierto, pregúntale si mañana podríamos mirar unas zapatillas en el corte inglés, porque las que tengo están hechas una mierda”. Así de contundente, con esa palabra que tanto cunde. Al poco tiempo insiste: “Está decidido, voy con las pilas puestas, ya no me para nadie! Besos”. De por medio doy gracias a Dios por lo que tengo... y por lo que anhelo. Por esta familia, por cada uno, por la felicidad de todos. Decididos, con esfuerzo, sin fiarnos de lo cómodo. Leía estos días en un libro de Alberto Manguel, La ciudad de las palabras -esperen, que busco la página exacta, la 83-, que “(…) necesitamos prescindir de las tan cacareadas virtudes de lo rápido y lo fácil y recuperar el valor positivo de ciertas cualidades casi perdidas: la profundidad de la reflexión, la lentitud del avance, la dificultad de la empresa”. Y es justo lo que siempre he pretendido inculcar a mis hijos. Por lo demás que se lo pasen bien, con personalidad y criterio, pese a esta zozobra y el inevitable miedo a lo que pueda ocurrirles. Y mi hija, para que nos quedemos tranquilos, escribe: “Papi! K estams acaband d tomarns alg. La fiesta ha sido un éxito! Ahora bajarems. Bss”. (Tengo que hablar en serio con mis vástagos. Escribir bien no sólo es cuestión de ortografía). Y me quedaré esperando hasta que vuelvan. Acompañado por Manguel, por Sterne o por unos poemas de Browning. Los hijos. Y el amor, y la literatura. Y el amor de la literatura. Y el amor, que no es literatura.
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