La noticia no es nueva pero sí este artículo de Rico de Estasen recuperado de la hemeroteca
El cura mártir que confesó a José Antonio
José Rico de Estasen (+1985) fue periodista, escritor y miembro de la Real Academia de San Carlos de Valencia, aficionado a la fotografía. Fue colaborador del semanario tradicionalista La Defensa (1911-31), de otros periódicos y revistas, como La Hormiga de Oro o de la revista anual Festa d'Elig. Finalmente colaborador de ABC. Tras la guerra fue nombrado director del Reformatorio de Adultos de Alicante.
Este interesante artículo fue publicado en ABC, con el título EL SACERDOTE QUE CONFESÓ A JOSÉ ANTONIO. UN MÁRTIR DE LA CONFESIÓN SACRAMENTAL. La confesión duró cuarenta minutos. El fundador recibió la absolución arrodillado.
El ilustre canónigo y rector del Seminario de Orihuela, don Joaquín Espinosa, publicó, meses después de la liberación, un interesante folleto titulado “Héroes de la fe”; donde de manera sucinta, se recogen a más de los datos biográficos, las circunstancias que concurren en el martirio y en la muerte, durante el período de dominación marxista, de los sacerdotes de la diócesis orcelitana.
Cincuenta y cinco es el número de los caídos por Dios y por España, relacionados en el mencionado folleto, que vio la luz con la elevada intención de “vindicar de la injuria del olvido la memoria de aquellos héroes del silencio, presentando las gestas de su vida y los actos de su martirio como un ejemplo en el que deben inspirar su conducta las presentes y futuras generaciones”.
Encabeza la serie la figura llena de humildad, discreción y sencillez, del que fue durante trece meses administrador apostólico de la diócesis, don Juan de Dios Ponce y Pozo, y la termina un inteligentísimo seminarista de Redován, llamado José Ballesta Pozuelo. Vidas consagradas al servicio de Dios, fueron gozosas al sacrificio en la seguridad de que al final de la existencia efímera les aguardaba una eternidad de bienaventuranzas. A todos puede aplicárseles, conforme al título del libro, el común denominador de héroes de la fe, y a uno solo de mártir de la confesión. El ejercicio del sacramento, por aquella vez, tuvo lugar en la Prisión Provincial de Alicante. El sacerdote se llamaba don José Planelles Marco. El penitente fue José Antonio Primo de Rivera, cuya muerte tan recientemente conmemoramos.
El juicio oral había tenido lugar en el salón de actos del mencionado establecimiento penitenciario. José Antonio solicitó, y obtuvo, la merced de defenderse a sí mismo. Lo hizo con una destreza y una serenidad tan grandes, que hasta sus propios enemigos quedaron convencidos de la justicia de sus razones. Pero estaba escrito que había de morir, y el 17 de noviembre el Tribunal dictaba su inapelable fallo: “Fallamos que debemos condenar y condenamos al procesado José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia a la pena de muerte, por ser autor del delito de rebelión militar comprendido en los artículos 237 y 238, número primero, en relación con el 173 del Código de Justicia Militar, y el cuarto número segundo del Código Penal Común”.
Leída la sentencia, el jurado se opuso a la revisión de la causa y a la petición de la defensa -el propio condenado- sobre la conmutación de la pena capital por la de reclusión perpetua. Se acordó dar cuenta del sumario y del fallo al Gobierno. La jornada terminó después de las tres de la madrugada.
Dice José Antonio en la primera cláusula de su maravilloso testamento: “Deseo ser enterrado conforme al rito de la religión católica, apostólica y romana que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la santa cruz”. Este “que profeso”, así, en presente de indicativo, no obstante el ambiente hostil que imperaba en la zona roja, le llevó, tan pronto como se supo condenado a muerte, a pedir un confesor en quien descargar el peso de sus pecados.
Para obtenerlo, fue necesaria la oportuna autorización por parte del Comité Popular Provincial de Defensa de Alicante, que la otorgó mediante oficio el día 18 de noviembre de 1936. El sacerdote elegido entre los que se encontraban detenidos en la propia cárcel fue, como dijimos antes, don José Planelles Marco.
Tenía cincuenta y un años y había nacido en el pintoresco pueblo de San Juan. Sus padres fueron, al decir de su biógrafo, piadosos e ilustrados, y el hijo creció al amparo de la casa paterna, dando a conocer de continuo las singulares dotes de su preclaro talento, que ejercitó en continuos estudios y en intensas inclinaciones religiosas y profanas. Venció la primera, y una vez decidida su vocación sacerdotal, ingresó en el Seminario de San Miguel, de Orihuela, siendo ordenado presbítero en el año 1910.
Varios años estuvo desempeñando el cargo de coadjutor en el pueblo de Pinoso, de donde, en 1916, pasó en calidad de párroco a Aguas de Busot. Dedicado con la mayor intensidad al oficio parroquial, permaneció allí durante más de una década, para pasar luego al curato de Agost, que regentó durante algún tiempo. Y, desde Agost, con una experiencia sacerdotal que habría de aplicar ya a los más trascendentales actos de su vida, a Alicante, donde afianzó su fama de buen pedagogo, dedicado a la enseñanza hasta el estío del año 1936.
La revolución le sorprendió en su modesta mansión de la calle de Cádiz, donde fue detenido por orden del Comité del Frente Popular. El 12 de septiembre tuvo ingreso en la Provincial, a disposición del gobernador civil de Alicante. Vida ya salpicada de continuos sobresaltos, de riesgos infinitos, de privaciones inhumanas, reconcentrado en sí mismo, extendiendo el radio de acción de su ministerio sacerdotal hasta donde le fue posible. Así, hasta el 18 de noviembre en que, sin que nadie haya sabido decirnos por qué, fue requerido para escuchar en confesión al fundador de Falange Española.
Acudió el sacerdote, entre asustado y complacido, a donde se le requería con tanta insistencia. Consta documentalmente que la confesión de José Antonio duró cuarenta cinco minutos, y fue presenciada por el director de la prisión, a discreta distancia. Finado el pío menester, Mosén Planelles extendió sobre la cabeza del pecador, arrodillado a sus pies, el rocío de sus bendiciones. Fundieron después sus atormentadas vidas en apretado abrazo, para retornar a sus respectivas celdas.
Acabada la confesión, tranquila la conciencia, en sosiego el espíritu, escribió el fundador su testamento. La muerte le encontró, horas después, limpio de pecado, mientras que el sacerdote preso, que le había absuelto, rezaba por él.
La ejecución de José Antonio produjo en la Prisión Provincial una impresión de desaliento. Toda gran política se apoya en el alumbramiento de una gran fe, y con el capitán desaparecido, forzosamente se había de venir al suelo el afán de los soldados.
El primer jefe nacional de Falange Española era, cabe los muros de la cárcel, sembrador de doctrinas viriles, el creador de un tipo de patria que otros se encargarían de edificar. ¡Y había muerto! Y era tan alta la veneración, el sagrado respeto que inspiraba su ejemplo, que, a duras penas, los cautivos lograban sobreponerse a la desgracia. Nunca se dio sentimiento más unánime, dolor colectivo más grande como el que acongojó a los presos alicantinos en los días que siguieron a la muerte del segundo marqués de Estella.
Y el drama continuó: cincuenta y dos fueron los sacrificados. Aconteció el hecho al atardecer del 29 de noviembre, una semana después de la ejecución de José Antonio. Hordas enloquecidas penetraron en la prisión y sacaron fuera de ella a las víctimas. Entre ellas iba don José Planelles.
Lo subieron al trágico camión que había de transportarlos ante la siniestra tapia, y lo bajaron luego con intención de perdonarle la vida.
Pero un rufián que le conocía bien no consintió que la inmensa caridad se cumpliera:
-Es el cura que confesó a José Antonio. ¡Lleváoslo!, gritó.
Y se lo llevaron. Cayó para siempre, mártir de la confesión sacramental, junto a las tapias del cementerio.
Religión en Libertad ya había publicado esta historia en 2013.