Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Una luz de esperanza ante la persecución litúrgica

por Marcelo González

Una de las incógnitas más misteriosas que se plantearon después de la reforma litúrgica lanzada con bombos y platillos en 1970 es ¿por qué se persiguió de tal manera a los afectos a las formas litúrgicas precedentes? Y otra mayor aún sería ¿por qué se los sigue persiguiendo?

A los efectos de estas reflexiones dejo deliberadamente de lado la discución sobre la necesidad, conveniencia, prudencia, resultados, etc. de la reforma litúrgica. Me limito a constatar el hecho de cuando durante el Concilio Vaticano II se propuso y se trazaron sus lineamientos (cfr. Sacrosanctum Concilium) se adujeron razones pastorales, es decir, propósitos de favorecer a los fieles, dándoles un modo más fácil, eficaz, piadoso, sencillo, directo, lo que Uds. quieran, de participar de los bienes de la liturgia.

Insisto, dejo de lado los fines de la liturgia, porque no apunto a esa discusión, la cual ha tenido un inmenso tratamiento durante estas décadas posconciliares. Me limito a preguntarme, si la reforma apuntaba a favorecer a los fieles ¿qué sentido tenía imponerla (bastaba con proponerla y los fieles acudirían en masa atraídos por sus bondades) y sobre todo, qué sentido tiene prohibir la liturgia anterior?

Bueno, esto es un tema cerrado, podrá objetar aquí algún lector. El Papa Benedicto, su famoso (¿es realmente conocido por los fieles?) motu proprio Summorum Pontificum ha resuelto el tema. El uso tradicional nunca estuvo prohibido ni abrogado de iure. Y cualquier sacerdote que desee rezar hoy la misa en su versión tradicional tiene pleno derecho y no debe pedir permiso a nadie. Y lo mismo, si un grupo de fieles desea solicitar a un sacerdote el rezo de esta forma del rito, lo puede hacer sin ningún tipo de restricciones, más allá de las cuestiones práticas y prudenciales de la organización.

Claro, la teoría es la teoría, y en la práctica las cosas siguen siendo arduas y en algunos lugares imposibles. Hay diócesis, en especial en Hispanoamérica, donde un sacerdote que desee celebrar la misa tradicional o directamente se disponga a hacerlo, se convierte en un muerto eclesiástico. Y son muchas.

Conozco un caso que tuvo ciertos ribetes públicos, en Córdoba, Argentina. Me reservo el nombre del sacerdote, pero no puedo menos que referir las circunstancias: no bastaron los traslados, las admoniciones, la violencia verbal sino que llegaron hasta a la violencia física...

Una golondrina no hace verano, dirá el lector. Podría ser, aunque esta golondrina llevó su determinación a un grado de inflexibilidad (con pleno derecho) que sus perseguidores ya no sabían de qué modo “convencerlo”.

Ahora bien, si el fin de la reforma es pastoral, o si se trata de una cuestión de piel (a mi me gusta esta, a vos la otra), ¿qué misterio se oculta detrás de esta persecución?

Hemos sabido que uno de los pocos obispos de la Argentina, Mons. Antonio Baseotto, ya retirado, celebrará la misa tradicional en la Basílica Santuario de Luján como culminación de una peregrinación de tres días. El arzobispo diocesano no pasa por ser un hombre conservador ni amante de lo tradicional, sino todo lo contrario. Pero parece haber roto esa inercia persecutoria por razones que desconozco: tal vez de buen sentido común. Ha cedido la Basílica para la misa tradicional, una forma del rito que no se reza allí desde hace décadas.

Dos diócesis de por medio, el Cardenal Arzobispo de Buenos Aires es capaz de llevar a su jurisdicción a una crisis (por más sordina que se le haya puesto, la crisis está) por negarse a ceder a los fieles sus derechos litúrgicos.



No hay proporción entre lo que se pide y lo que se arriesga negándolo. Esto, para mí, es un misterio. La propia razón pastoral de la reforma fundamenta la libertad de los que quieren mantener el rito tradicional: es para ellos una forma más eficaz para participar de la liturgia.

El buen sentido, la prudencia, el deseo de apertura, tan reclamado en las últimas décadas, la decencia humana, una mínima ecuanimidad, todo debería conducir a que los obispos sean liberales en esta materia. Y sin embargo utilizan los métodos represivos que tanto detestan (o dicen detestar) a fin de apagar todo intento de florecimiento litúrgico tradicional.

Y si su temor es el “regreso al pasado”, teniendo ellos una fe tan sólida en el progreso inexorable de la humanidad ¿que pueden temer de unos pocos sentimentales que miran el pasado?

Me alegro profundamente por la decisión de Mons. Agustín Radrizzani, Arzobispo de Luján-Mercedes. El buen sentido o al menos el deseo de mantener la paz en su diócesis ha primado en él, muy a la inversa de la obstinación suicida del Primado argentino.
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