Miércoles, 25 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Su ejemplo ilumina desde hace siglos la presencia pública de los católicos

¿La verdad o la conciencia? Algunos críticos de Tomás Moro captan lo que muchos admiradores no ven

El momento de la ejecución de Tomás Moro, interpretado por Jeremy Northam en Los Tudor (2007).
El momento de la ejecución de Tomás Moro, interpretado por Jeremy Northam en Los Tudor (2007).

ReL

¿Fue Santo Tomás Moro (1473-1535), canonizado en 1935, un mártir de la verdad o un mártir de la conciencia? Con motivo de la publicación de un nuevo estudio sobre él y su obra, L. Joseph Hebert, profesor de Ciencia Política y redactor jefe de The Catholic Social Science Review (editada por la Society of Catholic Social Scientists), planteó esta reflexión en Crisis Magazine:
 
En 1515, mientras luchaba con su decisión de unirse a la corte del rey Enrique VIII, Tomás Moro escribió su obra más famosa, Utopía (en griego, "ningún lugar"). El libro empieza con un debate entre Moro (entonces, fiscal general en Londres) y el filósofo ficticio Raphael Hythloday (Hitlodeo en la traducción española: del griego "difusor de sandeces"). Origen del debate es el rechazo de este último a aplicar lo que él considera su sabiduría platónica al mejoramiento de una sociedad real. Una "naturaleza filosófica" genuina sería suficientemente generosa y responsable para "entrar al servicio del rey" e intentar promover la felicidad de la comunidad, argumenta Moro. Contra la protesta de Raphael, según el cual los reyes y sus cortes son demasiado corruptos para escuchar la verdad, Moro defiende que un "enfoque indirecto" y discreto permite al consejero sabio influir en la política y hacer que los asuntos políticos sean, si no "buenos", sí "lo menos malos posibles".
 
La respuesta de Hythloday es terrible a la luz de lo que le sucedió a Moro veinte años más tarde: "Como miembro de un consejo", advierte, "debes aprobar abiertamente... las políticas más despiadadas". Una colaboración poco entusiasta con "las peores decisiones" no es suficiente para evitar ser catalogado como "un espía y, tal vez, un traidor". En 1535, tras dos décadas de intachable servicio a su rey (y tres a su país), Moro fue juzgado y ejecutado por "alta traición" sobre la base de su rechazo a ratificar la pretensión del rey, sin precedentes, de ser "Cabeza Suprema de la Iglesia de Inglaterra".
 
Considerado durante mucho tiempo un santo e inspiración de hombres que se ocupan de los asuntos prácticos, Tomás Moro fue canonizado en 1935 y declarado patrono de los políticos y gobernantes en 2000. Como Louis Karlin y David Oakley resaltan en el denso y maravilloso estudio que han realizado de su carrera, Inside the Mind of Thomas More, la vida de Moro, como su martirio, es para la Iglesia un ejemplo de "la inalienable dignidad de la conciencia humana", de "la primacía de la verdad sobre el poder" y de la importancia de la "integridad moral".


 
Si queremos seguir hoy el ejemplo de Moro, aplicando su sabiduría al mejoramiento de las sociedades políticas contemporáneas, debemos comprender su pensamiento cuando abordamos la compleja cuestión de cómo pueden ciudadanos de conciencia navegar en el proceloso mar del poder político, en el que los ideales son raramente posibles, el compromiso suele ser necesario y en el que la reputación, la posición, la libertad o la vida de una persona pueden ser amenazadas en cualquier momento.

Confiando en su gran conocimiento de la vida y de los escritos de Moro, y con la ayuda de los mejores estudios recientes (incluidos los suyos), Karlin y Oakley nos proporcionan un lúcido relato de la larga lucha de Moro para introducir el "enfoque indirecto" en la gobernanza filosófica en el tumultuoso periodo político de los Tudor. A lo largo de su obra, ofrecen valiosas sugerencias sobre el modo de aplicar el pensamiento de Moro al cambiante paisaje político, moral e intelectual actual.


Robert Bolt fue el autor de A man for all seasons [Un hombre para la eternidad], obra de teatro estrenada en Londres en 1960 y para la que hizo un oscarizado guión en 1966, bajo la dirección de Fred Zinnemann.
 
La bibliografía reciente ha dudado entre retratar a Moro como un "héroe de la conciencia" (como es el caso de Robert Bolt en su obra Un hombre para la eternidad), o como un "fanático religioso y un sádico" (como es el caso de Hilary Mantel en su obra En la corte del lobo). Mientras que el primer retrato es más cercano a los motivos y acciones de Moro, Karlin y Oakley argumentan que los difamadores modernos han captado algo de Tomás Moro de lo que los admiradores no son plenamente conscientes. El Moro de Bolt afirma que "lo que importa no es que [mi causa] sea verdad, sino que yo creo en ella", mientras que el concepto real de conciencia de Moro está arraigado en la noción de verdad objetiva, sin la cual su martirio habría sido inútil.
 

Robert Shaw fue Enrique VIII (izquierda) y Paul Scofield fue Tomás Moro (derecha) en Un hombre para la eternidad, de Fred Zinnemann.

Desde luego, como demuestran hábilmente los autores [Karlin y Oakley], la visión que tenía Moro de la política era opuesta a la autoafirmación contemporánea, y le exigía adherirse a un código moral riguroso, minimizando, al mismo tiempo, la oposición directa a los vicios de los que estaban en el poder.

Un ejemplo: en su respuesta a las pretensiones ilegítimas de Enrique, mientras éste estuvo dispuesto a escuchar Moro se limitó a persuadirle amablemente; pero se mantuvo en un silencio total cuando el rey ya hubo tomado su decisión (aunque también escribió numerosas obras en las que atacaba las nuevas doctrinas que racionalizaban el cambio del rey Enrique, sin implicar al rey).

Moro no defendía la objeción de conciencia moderna
En ningún momento Moro reivindicó el derecho a publicar opiniones discordantes, ni pidió una exención a leyes promulgadas o a procedimientos establecidos. Más bien se sentía obligado a influir en la política pública, dirigiéndola, en la medida de lo posible, a la justicia y al bien común; a respetar y obedecer lealmente a la autoridad, incluso cuando sus medios y motivos eran decididamente imperfectos; a resistir a la autoridad pública sólo cuando (y hasta el punto en que) sus directrices eran contrarias a la ley positiva o directamente rechazaban los dictados de una ley más elevada que vinculaba de igual modo a los gobernantes y a los súbditos.
 
Karlin y Oakley tienen razón en prevenir contra "el reclutamiento de Moro para la causa de la libertad religiosa moderna" y "nuestra contemporánea noción de conciencia", ideas basadas en "la concepción de que la fe religiosa y las decisiones de conciencia de los individuos sobre estas cuestiones no pueden o no deben ser juzgadas en términos de verdad".

En un capítulo fascinante, ambos autores examinan las razones de Moro para apoyar las leyes que criminalizan la predicación obstinada de la herejía sediciosa, que él consideraba una amenaza para el orden público y la salvación de las almas. Para Moro, la autoridad humana (política y eclesiástica) existe para fomentar y defender un orden moral que se hace evidente a través de la ley natural y divina, un punto de vista que pone límites estrictos a las ocasiones que hacen justa la "desobediencia civil" y a los medios legítimos de plantearla.

De los derechos relativistas al cesaropapismo 

Este aspecto del pensamiento de Moro nos ayuda a comprender la hostilidad de Mantel hacia Moro, cuya vida y muerte dan testimonio de una verdad capaz de imponer límites sobre "uno mismo" y sobre el estado. Estudiosos como James Schall Brad Gregory han sostenido que una noción relativista de los derechos se ha ido insinuando progresivamente dentro del aparato del estado actual, cuyo resultado es un régimen administrativo y jurídico sorprendentemente similar al sistema cesaropapista del rey Enrique VIII.

En ambos casos, el estado sostiene los deseos subjetivamente arraigados de los actores políticos favorecidos, suprimiendo los derechos de quienes se adhieren a principios morales objetivos. Tanto si se trata de Enrique VIII solicitando la ratificación de su matrimonio bígamo y de su autoridad espiritual espuria, como si se trata de agentes del gobierno forzando a monjas a colaborar en la distribución de anticonceptivos o a pasteleros y floristas a participar en la celebración de matrimonios entre personas del mismo sexo, el poder sacado de quicio y separado de estándares éticos firmes se convierte en una amenaza mortal para quienes buscan vivir con integridad moral.

El sentido del Estado que tenía Tomás Moro: tres aspectos 

Esto no significa, desde luego, que Moro no deba ser asociado con la causa de la libertad actual. Más bien, como insisten los autores, "los escritos de Moro y su claro sentido del estado proporcionan nuevos conocimientos sobre la naturaleza de la libertad personal [genuina] e iluminan las necesarias limitaciones de la autoridad del estado en su intento de obstaculizar las conciencias individuales y determinar o definir la ortodoxia religiosa". Aunque aquí no podemos hacer una revisión profunda de estas ideas, si que podemos indicar tres aspectos del sentido que tenía Moro del Estado, cada uno de los cuales tiene importantes aplicaciones hoy en día.
 
Primero. El sentido del estado que tenía Moro estaba fundamentado en la entrega a una virtud personal que incluía, por una parte, un profundo desapego a la riqueza, el estatus y la admiración hacia la propia persona y, por la otra, la promoción diligente de la felicidad genuina de aquellos sobre quienes influye. Cuando Moro tuvo que oponerse a los deseos desordenados de otros, su reserva de renombre y admiración le ayudó mucho. Y cuando esta reserva fue insuficiente para protegerle, sus virtudes (incluyendo su confianza en la gracia de Dios) le sostuvieron en el sufrimiento que tuvo que soportar. Como dice San Pablo, no hay ley contra las virtudes (Gál 5, 23), y la justicia es nuestra coraza en ese "día malo", cuando nos encontramos en conflicto con "los dominadores de este mundo de tinieblas" (Ef 6, 1214).
 
Segundo. Como hizo San Pablo al apelar a su ciudadania romana (Hechos 22, 27), Moro hizo un máximo uso de los privilegios y libertades políticos legítimos disponibles en su época, como cuando aconsejó al Parlamento que ignorara los interrogatorios ilegales del cardenal Wolsey; o cuando pidió al rey la libertad de expresión parlamentaria; o cuando ejerció su derecho a permanecer en silencio en lugar de responder a preguntas ilícitas sobre sus pensamientos privados. A pesar de los intentos de vincular los derechos contemporáneos al relativismo ético, la mayoría de nuestros derechos y libertades civiles contemporáneos, si no todos, pueden definirse y defenderse a la luz de firmes principios morales. Siguiendo el espíritu de Tomás Moro, así deberíamos exponerlos, aplicándolos a la causa de la verdad.
 
Por último, aunque en su búsqueda de la virtud personal y del bien público Moro se tuvo que enfrentar a menudo a la oposición, nunca cesó de responder con caridad y buen humor, consciente que ambos son necesarios, no sólo para la conversión de otros, sino también para mantener el autocontrol sin el cual la propia causa personal deja de ser justa. Incluso la parodia de justicia que le condenó a muerte fracasó en su intento de hacerle perder el control: al comparar a sus jueces con San Pablo [entonces Saulo] cuando "participó con su presencia en la muerte de San Esteban", afirmó que eran culpables del más grave de los pecados y, al mismo tiempo, expresó su esperanzaen  que, después de una futura conversión, "pudieran reunirse todos felizmente en el cielo, para su salvación eterna".
 
¡Ojalá busquemos lo mismo para nosotros y para nuestros detractores, para que todos nos encontremos un día en el tribunal del Rey eterno, donde Moro nos espera, más feliz que nunca!
 
Traducción de Helena Faccia Serrano.

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