San Virila, el monje que pasó trescientos años en éxtasis: la sorpresa le esperaba al «volver»
26 de octubre, San Virila
Hay dos abades llamados Virila muy próximos en el tiempo, por lo que conviene no confundirlos.
Uno es Virila, abad del monasterio de Samos, en Lugo (Galicia), donde le situamos en el año 922.
Otro es Virila, abad de San Salvador de Leyre (Navarra), cuya firma aparece en un documento del obispo Galindo de Pamplona, conservado en el Libro Gótico de su catedral con fecha del año 928.
Éste segundo Virila (o Virilio) es el que nos interesa en un 26 de octubre, porque es cuando se celebra su festividad, cuya devoción es local y ha ido cambiando de fecha. Según cuenta Dom Miguel C. Vivancos Gómez, OSB, hay constancia del culto a este abad en su propio monasterio al menos desde 1064. Se sabe muy poco de él, salvo que era de Tiermas (Zaragoza) y que nació en el año 870 y murió en 950.
Pero lo poco que se sabe de él es extraordinario. Era un alma contemplativa que solía salir a orar a la montaña. Un día, imbuido de gran paz y amor a Dios, a la sombra de un árbol frondoso junto a una fuente clara y fresca, al rumor de las aguas se superpusieron los trinos de un pajarillo. Su alma se elevó de tal manera al Cielo que, arrobado en esa gloria, entró en un éxtasis que duró trescientos años.
"La celeste plegaria / oyó trescientos años al borde de una fuente", cantó Ramón María del Valle-Inclán sobre el abad navarro-aragonés.
Imagen de San Virila en el monasterio de Leyre.
Virila, al salir del éxtasis, no era consciente de la sorpresa que le esperaba en su propio monasterio.
Cuando descendió de la sierra, nadie allí le reconocía. Él tampoco a sus hermanos de orden, que además ya no llevaban el hábito negro de San Benito, sino el blanco de la reforma cisterciense iniciada en 1098, cuando San Virila aún estaba a mitad de su ensimismamiento divino. Aquellos desconocidos monjes no le creían, sobre todo porque el extraño alegaba ser su abad. Así que acudieron a los libros antiguos de la abadía y, en efecto, encontraron que tres siglos atrás un abad había desaparecido sin dejar rastro. Fue entonces cuando vieron descender un pájaro que llevaba en el pido el anillo que lo acreditaba como abad, y que puso en su dedo. Los monjes enseguida se unieron en oración para alabar a Dios por el milagro del que habían sido testigos.
Un milagro que trascendió las fronteras de Navarra y se difundió por toda Europa. Hay ecos del mismo desde el siglo XII en el monasterio cisterciense de Afflinghen (Bélgica), y ha sido atribuido a otros santos, lo que ha permitido a algunos hablar de "leyenda".
Lo cual, de ser cierto, no quitaría un ápice de historicidad ni a la figura de San Virila ni a los documentos que atestiguan el culto a sus reliquias. Se veneraban en el monasterio de Leyre hasta que fueron trasladadas a la catedral de Pamplona en 1836, cuando la desamortización de Mendizábal obligó a los monjes a la exclaustración.
Fuentes
-Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia.
-Carlos Pujol, La casa de los santos. CEU Ediciones. Madrid, 2022.