Martes, 03 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

San Juan Francisco Regis. Misionero.

Nada para sí mismo, todo para todos. Eso resume la vida de este apóstol.

Ramón Rabre

Muerte del santo.Iglesia de los jesuitas de Drongen, Bélgica.
Muerte del santo.Iglesia de los jesuitas de Drongen, Bélgica.
San Juan Francisco Regis, presbítero jesuita. 2 de julio (Compañía de Jesús), 16 de junio y 31 de diciembre.

Su familia era descendiente de la Casa Deplas, una de las casas nobles francesas, de las pocas en las que el calvinismo ni otras herejías hicieron mella en sus miembros. Los Regis, Juan y Magdalena, familia venida a menos, de terratenientes acomodados, vieron nacer a su hijo Juan Francisco el 31 de enero de 1597 en Fontcouverte. Tuvo varios hermanos que destacaron en las armas, pero el niño Juan desde infante, destacó por otras prendas. Con solo unos días de nacido, el demonio le atacó, quitándole las mantillas y arrojándolo bajo la cama paterna para que pereciera de frío, y no pasó así porque una doncella se sintió avisada de manera sobrenatural y le halló helado. Cuando tenía cinco años dijo a su madre que él se condenaría, con ligereza. A lo que su madre, espantada, le explicó lo que significaba la condenación y el infierno. Hizo tanta mella en su alma esto, que desde entonces se aplicó en salvar su alma y la del prójimo, mediante la obediencia, la conservación de la pureza y la meditación de las grandes verdades de la fe.

Viendo sus padres las virtudes del niño, le enviaron a perfeccionar sus virtudes el colegio de la Compañía de Béziers, donde sobresalió entre sus compañeros por su piedad, aplicación y obediencia perfecta a las reglas del colegio. Una de sus mayores alegrías fue ser congregante mariano, una de las principales devociones que los jesuitas tenían en sus colegios para los estudiantes, por la que todos sus santos, y santos de otras órdenes que estudiaron con ellos, pasaron, con gran fruto. Huía de los compañeros díscolos, que entre clases se iban a jugar a una montaña cercana, y él se iba al coro de la iglesia, a adorar al Sacramento. Ni las amenazas ni las burlas le sacaban de su interés por las cosas de Dios, sino que al contrario, lograba cada día más ascendencia en sus compañeros, amonestándoles con caridad, ayudándoles, por lo que en breve fue un referente moral para aquellos que querían ser más virtuosos. Ya trabajaba el pequeño apóstol para Dios. Y este le respondía: en una ocasión en que se echaba una siesta bajo un árbol, se despertó somnoliento, sin ver que se encaminaba a un risco, cuando un brazo invisible le sujetó y le hizo reaccionar. Durante toda su vida recordó este hecho y guardó gran devoción a su ángel de la guarda.

En 1615, con 18 años, terminó los estudios y pidió a los jesuitas ser miembro de la Compañía, luego de estar a las puertas de la muerte, y ser sanado milagrosamente. Sus padres se alegraron de su elección, y los religiosos le admitieron gustosos entre ellos, pues sabían bien de su valía. Comenzó el noviciado el 8 de diciembre de 1616 en Tolosa. Fue un novicio ejemplar en la puntualidad, la obediencia, sirviendo a todos de modelo. Discreto en su piedad, penitente sin excesos, humilde sin afectación. Aceptaba los trabajos que le diesen, como cuidar a los enfermos, o ser sacristán, con la mayor alegría, y se empeñaba en ellos con diligencia. Visitaba frecuentemente las reliquias de San Saturnino de Tolosa (29 de noviembre), de cuya presencia salía siempre fortalecido (y resplandeciente su rostro, que dirían sus compañeros) en sus aspiraciones de santidad y de ser misionero, como los santos mártires tolosenses. Y algo lograba, pues los superiores le permitían en ocasiones, enseñar el catecismo a los niños de algunas poblaciones cercanas la ciudad. En 1618, luego del noviciado de dos años prescriptivo en la Compañía, hizo los votos religiosos y fue enviado a Cahors y a Turnon, a terminar los estudios filosóficos. Siendo estudiante hizo el voto de hace al menos una hora de adoración al Santísimo Sacramento diariamente, por más estudios o trabajos que tuviera en el futuro. Y lo cumplió cabalmente. Cada domingo yudaba al párroco de Andance, enseñando a los niños y adultos el catecismo, canciones religiosas, actos de piedad, etc. En esta misma aldea fundó la Hermandad del Santísimo Sacramento, para alentar la devoción al Señor sacramentado. En 1621 le enviaron a Byllon, a Auch, y finalmente en 1625 a Puy, como profesor. Se empeñó en instruir, pero más aún en llevar al cielo a sus niños. A los pobres los trataba igual que a los ricos, sin distinción. Distribuía limosnas con discreción, visitaba a los enfermos, corregía costumbres de las familias, exhortaba y predicaba “a tiempo y destiempo” (2 Tim. 4, 2).

En 1628, regresa a Tolosa comenzar los estudios de Teología. Un compañero de habitación, celoso del santo, se queja al superior de que Juan Francisco pasaba la noche orando y no dormía, a lo que este le respondió: “Cuídaos de molestarle en sus devociones. No interfieras en su comunicación con Dios. Es un santo y algún día la Compañía lo celebrará”. En Tolosa igualmente se empeñó en la enseñanza del catecismo a pobres y ricos. Estos últimos le querían ganar para sus fiestas y cenas, a lo que jamás accedía el joven, sino era para poder hablar libremente de Dios. Comía resignado el mundano alimento, con tal de dar el alimento de la Palabra Divina a sus anfitriones, era su consuelo. En enero de 1630 le avisaron los superiores que comenzara a prepararse para ser ordenado presbítero, cuando lo determinasen ellos. Inició entonces un tiempo de recogimiento especial, doblando sus penitencias, ratos de oración y meditando cada día más la Palabra de Dios. Se prohibió la carne, el pescado, los huevos, los postres y el vino. Comenzó a alimentarse regularmente de pan y agua, hasta que los superiores le reconvinieron y entonces añadió la leche a su menú, aunque en ocasiones la rebajaba con agua. Se confesaba más frecuentemente y se hizo más asiduo a la dirección espiritual con lo cual se libró de cierto escrúpulo que le asaltó, sobre si era digno de alcanzar la dicha de ser ministro de Cristo. Así que el 14 de junio de 1631 fue ordenado presbítero, y cantó su primera misa al día siguiente, Domingo de la Trinidad. Ese mismo año la peste asoló Tolosa y el santo pidió permiso para atender a los apestados, para que no muriesen sin consuelo divino. Con dolor le autorizaron los superiores, y obró su misión no solo sin enfermar, sino incluso sanando a algunos milagrosamente. Luego de esto, hizo su tercer año de noviciado, o año de probación, del que salió reforzado en las virtudes.

A finales de 1631 le enviaron a predicar en el Languedoc, entre las ciudades y los pueblos a veces olvidados por los obispos. Su estilo, diferente al acostumbrado, no era de gran retórica, sino que empleaba palabras llanas, conocidas por el pueblo, sin grandes argumentos teológicos, sino que se componía de frases cortas y directas. En un sermón podía repetir varias veces la misma frase, con vistas a que se grabasen en el corazón de sus oyentes, de los que la mayoría ni sabía leer, y luego la meditasen. Predicaba por las mañanas, enseñaba el catecismo a los niños, y confesaba por las noches a los adultos. Su familia se avergonzaba de sus excesos y de cómo iba entre los pobres, como pedía limosna y se hacía rodear de chiquillos mugrientos y maleantes. Le decían que ya ellos hacían limosnas y obras benéficas por él. Y les respondió que ni el más pequeño amor propio le separaría de los pobres y los abandonados, y que si era motivo de escarnio, eso le alentaba más a dedicarse a los necesitados. Los herejes también fueron blanco de su predicación, logrando convertir a varios hugonotes destacados. Cerró alguna casa de prostitución, colocando a las mujeres en servicios honestos, de casas respetables, con ayuda de una asociación de mujeres que fundó. Predicó contra el clero ambicioso y poco dado a la caridad y contra los religiosos inobservantes. Así durante 10 años, misionando y llevando la Palabra y el consuelo de Cristo al pueblo entre Montpellier y Sommiéres. En esta última ciudad protegió a un grupo de campesinos que se escondieron en la iglesia huyendo de un piquete de herejes, que pretendían asesinarles y de paso asaltar la iglesia. El santo estaba predicando, bajó del púlpito y tomando un crucifijo se encaró a los herejes a las puertas del templo. Estos no se arredraron y pretendían entrar cuando el santo agarró del brazo al primero de ellos y le dijo “Detente, sacrílego, pues no he de permitir que en mi presencia se profane la casa de Dios. No pasarás a este santuario sino pisando a un ministro de Dios Vivo. Hiéreme, mátame, pero sabe que Dios hará vengar la injuria a sus altares”. Con los que aterrorizados se fueron por donde habían venido, y algunos incluso se confesaron y convirtieron.

El fruto de esta misión hizo que los superiores le enviaran a Viviers en 1633, donde los herejes habían hecho estragos, incluso entre el clero y los religiosos. El obispo no hallaba solución y sin ayuda no podía hacer nada. La moral, el cumplimiento de las leyes eran nulas. La usura y los saqueos habían hecho mella en los pobres y campesinos, de los que mucho habían tenido que amotinarse o hacerse bandoleros para poder sobrevivir. Las iglesias o habían sido profanadas, o eran sitios donde ya no se predicaba, pues los sacerdotes temían destacarse y ser asediados por los herejes. Algunas regiones no habían visto un sacerdote durante años, y otras sufrían a curas indolentes, amancebados y sin respeto a su ministerio. Ni ley humana, ni divina. Regis estableció un sistema de misiones localizadas, con la seguida visita del obispo, para confirmar a los fieles en la fe. Reformó al clero regular y secular, reparó iglesias, convirtió herejes, estableció asociaciones devotas, logró reconciliar a familias y pueblos enconados, y poco a poco la paz y la religión volvieron a la región. Un golpe de efecto fue, sin duda, la conversión del Conde La Mota-Brion, el cual puso orden en sus dominios, y fue un ejemplo para otros gobernantes y nobles locales, estableciendo hospitales, emitiendo leyes y juicios justos y poniendo orden en el campo y pueblos. Está claro que todo no fue paz, el clero disoluto y los herejes le hicieron igual guerra acusándole de mi infamias, pero fue defendido por sus superiores y por el obispo, que veía los buenos frutos de la misión.

En 1635 quiso ir al Canadá, en pos de los misioneros que allí daban su vida, literalmente, por el Evangelio, pero aunque los superiores loaban sus intenciones, no le satisficieron sus deseos por entender que su misión en la Francia devastada por la herejía y las luchas era igualmente necesaria. Así pues, le destinaron a Cheylard, villa del Conde La Mota-Brion, desde donde comenzó otra misión por los alrededores, en sitios escarpados, abandonados y de peligro. Ni los soles, ni las nieves le detuvieron, hasta el punto de quedarse en una montaña atrapado por la nieve durante unas semanas, todo por anunciar a Cristo. Herejes convertidos, moral enaltecida, fervor religioso, iglesias embellecidas, pobreza socorrida… esos eran los frutos de las misiones del santo. Trabajó en Marlhes, Fangas, Lachau, Valence y en Ravau, ciudad a la que Luis XIII había reduido a su obediencia, pero no a la obediencia a la fe católica. Al poco tiempo, a fuerza de socorrer las almas y los cuerpos, la situación había cambiado, pues el número de los reconciliados con la Iglesia aumentó. Sermones, catequesis, devociones, esplendor del culto, limosnas a los pobres, esto y más fueron ablandando el corazón de los herejes, incuso aquellos más cerrados por los respetos humanos. Predicando en Sant Aggreve un domingo supo de una taberna que abría y permitía las borracheras, por lo que se fue allí a predicarles a aquellos hombres sobre la santidad del domingo y de cómo se debía santificar este. En eso, uno de aquellos, le dio una sonora bofetada, a lo que el santo respondió diciendo: “Os lo agradezco, hermano, y si supierais quien soy, juzgaríais que merezco más”. Le pidieron perdón aquellos brutos, y salieron de la taberna, mandando cerrarla.

Su fama le precedía y los pueblos hacían fiesta cuando sabían que “el santo”, como ya le llamaban, iba a predicarles. Limpiaban las iglesias, advertían a los disolutos y a los herejes, con lo cual, ya ellos mismos se iban misionando unos a otros. Si predicaba en un pueblo, se acercaban de varios pueblos a la redonda, y algunos le seguían de una comarca a otra. Y los portentos confirmaban la opinión de santo que se tenía sobre él: al sobrino de un cura que le hospedaba le protegió desde lejos de una caída que tuvo, a una mujer que le remendó el manteo, le sanó los hijos, uno de hidropesía y otro de fiebres. Otra vez, se cayó y se rompió una pierna, pero no por eso dejó de ir a la misión que tenía concertada. Al final de la noche, accedió a que los médicos le miraran la pierna y la encontraron perfecta, como si nunca se hubiera roto.

En 1636 volvió a pedir le enviaran a Canadá, con otra negativa por respuesta. Su campo de misión estaba en Francia, le decían. Le enviaron a Puy, para que desde la comunidad de los jesuitas, partiese a diferentes misiones, como un cuartel general. Aquí dio ejemplo en primer lugar a los jesuitas, que le querían y admiraban. Y al pueblo, que se reunía por millares para oírle. Se hizo servir de muchas personas caritativas, para llevar la luz del Evangelio a los enfermos, los herejes, los pobres, las mujeres de mala vida. Su caridad no tenía límites, y Dios no tuvo límites para con él: hasta tres veces multiplicó el grano con el que socorría a los pobres diariamente. Una mujer que había sido echada de la ciudad, por deformársele el rostro por un cáncer gozó todos los días de la asistencia del P. Juan Francisco, que la alimentaba y divertía con palabras de consuelo. Otro que vivía igualmente retirado, lleno de llagas y gusanos, igualmente era atendido y mimado por el santo, que le limpiaba y besaba las llagas. A otros, muchos, sanó milagrosamente de parálisis, fiebres, flujos de sangre, etc. También tuvo el don de profecía, especialmente para indicar a algunos que se convirtieran rápidamente, pues su fin estaba cerca, cosa que siempre se verificaba al poco.

En 1638 se fue de misión a Monregard, donde convirtió a la famosa hugonote Luisa Romezin, una mujer de vida recta, caritativa y apasionada por las Escrituras y la religión. Ningún sacerdote se había atrevido a intentar convertirla, de hecho muchos quedaban confundidos ante sus argumentos, lo que dice bastante de la formación del clero del momento. Enterada ella de la presencia del famoso misionero, fue a escucharle a escondidas un sermón, y quedó prendada de su estilo sencillo, pero más aún de su porte humilde y cercano. supo el santo de su presencia, y concertaron una cita para hablar de las cosas de Dios. En tres días, la señora confesó que había descubierto la verdad en la fe católica, gracias a las conversaciones con el P. Juan Francisco. Abjuró públicamente de su fe, y no solo eso, sino que le siguió en sus correrías apostólicas en Monfalcon, Recoulles, etc. Y en 1702 fue una de las principales testigos en los procesos informativos para la canonización del santo.

Cuatro años duró la misión en Puy. A principios de diciembre de 1640 se sintió mal, y aventuró que no renovaría sus votos a mediados del año entrante, como debía hacerlo. Ese día partió hacia La Louvesc, pero de camino contrajo una pulmonía, por descansar en una casa derruida, en medio de una tormenta. El viento helado le caló hasta los pulmones, dejándole casi baldado. Pero se levantó e inició su misión, incansable como siempre, callando el mal de costado que le aquejaba. Celebró la Navidad con esplendor, confesiones, devociones y predicando tres sermones. Al día siguiente se desvaneció en la iglesia. Le atendieron rápidamente, pero nada podía hacerse ya. El día 30 le dieron el viático y renunció a tomar un caldo de pollo, por fidelidad a su austeridad de toda la vida. El 31 de diciembre tuvo un éxtasis al presentarle un crucifijo, y al anochecer dijo a su compañero: “¡Hermano! ¡Veo a Jesucristo nuestro Señor y a Su Madre Santísima abriendo el cielo para mí!”. Y dijo luego quedamente “A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”, y expiró.

Hubo un verdadero clamor popular al saber que "el santo" había muerto, y en breve la iglesia y los alrrededores de esta estaban llenos de gente que quería venerarle. El 2 de enero se celebraron los funerales, luego del cual, los superiores jesuitas decidieron que tanto que el santo había amado aquellas regiones y pueblos pequeños, lo mejor era enterrarle allí mismo, en la iglesia de La Louvesc, en la pared, al costado del altar. Esto propició las peregrinaciones a su tumba, de todos aquellos que vivían lejos y querían venerar la tumba de su bienhechor. Y esta veneración se mantuvo constante durante siglos, como constantes fueron las gracias y milagros que ocurrían junto a sus reliquias. En 1702 se comienza a recoger testimonios y a hablarse de la oportuna canonización del humilde jesuita. El 12 de enero de 1704 22 obispos franceses envían una carta al papa Clemente XI resumiendo las virtudes, y aportando una gran cantidad de prodigios del misionero, e implorándole su beatificación. El 27 de marzo de 1712 el mismo papa proclamó que había vivido las virtudes de manera heroica. El 28 de abril de 1715 se aprobaron algunos milagros. El 8 de mayo de 1716 se expedió el Breve de beatificación. Fue canonizado por Clemente XII el 16 de junio de 1737.


Fuente:
-"Vida del Bienaventurado Juan Francisco Regis". R.P. GUILLERMO DAUBENTON S.J Madrid, 1718.
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