Una atea de 35 años confiesa su bella razón para no ir a la parroquia a apostatar ni «desbautizarse»
Es una moda que va y viene al calor de la atención que le prestan los medios de comunicación: personas bautizadas en su infancia que han perdido la fe y quieren apostatar de alguna forma pública. Las asociaciones laicistas intentaron conseguir un derecho de rectificación sobre los registros bautismales de las parroquias, pero en España una sentencia del Tribunal Supremo en 2008 zanjó definitivamente la cuestión al establecer que los libros parroquiales no tienen la consideración de ficheros, y por tanto las personas que figuran en ellos no tienen derecho de rectificación, ni la Iglesia tiene obligación alguna de hacer anotaciones al margen con la correspondiente declaración de apostasía.
Pero, más allá de la cuestión jurídica, civil o canónica, está la cuestión personal. Y sobre ella se pronunciaba recientemente la bloguera francesa Maman Lempicka, de 35 años, con una llamativa reflexión titulada Soy atea, y sin embargo jamás de desbautizaría.
"Soy atea. Mi ateísmo no es una decisión por defecto o una no-decisión. Es fruto de una larga maduración", dice, y explica que, en consecuencia, se ha casado civilmente, no ha bautizado a sus hijos y cuando muera no desea ser enterrada religiosamente.
Cuenta que en alguna ocasión, cuando tenía 20 años, pensó desbautizarse, es decir, acudir a su parroquia a dejar constancia de su apostasía. Tenía "la sangre caliente", un afán de "transgresión", quería tomar partido. Pero ahora, quince años después, piensa de otra forma. Una de las razones es puramente logística: no quiere dedicar a ellos el tiempo de papeleo que exigiría para un resultado incierto respecto a su concreción documental. Pero hay razones más profundas.
La primera, que para la Iglesia el bautismo es un sacramento que imprime carácter: "Una vez que te bautizas, quedas bautizado. Para toda la vida... No tiene ningún sentido iniciar una gestión que solo tiene impacto para una de las partes: ¿de qué me serviría desbautizarme si la Iglesia siempre me considerará uno de sus miembros, haga lo que haga para impedirlo?"
La segunda y fundamental para ella es también la más digna de meditación: "Me bautizaron siendo bebé, por voluntad de mi madre, porque mi padre era un descreído y estaba orgulloso de serlo... [Desbautizarme] seguramente le dolería. No porque sea una católica fervorosa. Peor sería renegar de una decisión que ella tomó por amor. ¿Quién soy yo para juzgar las razones, el contexto, las costumbres, el conformismo o la convicción real profunda que le llevaron a tomar esa decisión hace 35 años? ¿Quién soy yo para pisotear la herencia que ella quiso legarme, que no germinó, que no floreció, pero que en todo caso forma parte de mí?"
"La religión católica forma parte de mi pasado, de mi historia y por tanto de mi identidad", continúa: "Porque estructuró la juventud de mi madre. Porque creció en oposición a la rama paterna de mi familia. Porque fue el crisol de mi escolarización y de mis primeras amistades. Porque sus historias y su moral han constituido una parte de mi infancia. Porque en mi familia ha sido rechazada, recuperada y revisada en un perpetuo y agitado vaivén".
"Mi bautismo es la huella de todo eso", concluye: "La huella de un amor, de una decisión de juventud [de mi madre] llena de fervor. La huella de una historia hecha también de rechazo, de compromiso y de aceptación. La huella de una semilla que depositaron en mis manos, que se intentó alimentar y que floreciera, pero que jamás echó raíces. Hoy esa semilla se ha secado, pero yo la guardo en un cajón como algo precioso, porque dice de dónde vengo y por dónde he pasado".