Martes, 26 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

No sufrió en vano, su dolor fue muy fecundo

Escribió con su vida: "¡Dios existe, su amor es real, salva y es más fuerte que la muerte!"

Escribió con su vida: "¡Dios existe, su amor es real, salva y es más fuerte que la muerte!"

“Yo sólo quería que supiera lo mucho que lo amaba y lo agradecida que estaba por todo lo que me enseñó, por todo lo que me dio, por todo lo que vivimos juntos”, escribe Alexandra Salazar, viuda y madre de cuatro hijos menores entre 5 y 15 años, quien cuenta su testimonio de fe y esperanza de cómo ha vivido ella y su familia la enfermedad de su esposo Mario Salazar, muerto a consecuencia del cáncer.

Hace unos años los médicos diagnosticaron cáncer de páncreas al peruano, Mario Salazar, quien el 26 de mayo de 1996, en su primer aniversario de boda, viajó con su esposa a Denver respondiendo a la llamada de Dios de servir en su comunidad, el Movimiento de Vida de Cristiana, que llegó a esta ciudad por invitación del Arzobispado de Stafford.

Desde entonces su dedicación, compromiso y testimonio de fe ha tocado innumerables vidas en esa ciudad estadounidense, donde el matrimonio ha vivido con sus hijos, María, José, Ana y Francisco. Este es el relato en primera persona de Alejandra:



“No te despidas todavía”, me decía Marito unos días antes de morir. Ambos sabíamos que la muerte estaba cerca, pero cada minuto que Dios le concedía era muy valioso. Le era difícil partir, dejar atrás, esposa, hijos, familia, amigos… su vida. Yo sólo quería que supiera lo mucho que lo amaba y lo agradecida que estaba por todo lo que me enseñó, por todo lo que me dio, por todo lo que vivimos juntos. “¡Ayúdame a llegar al cielo!” le repetí muchas veces.

Todo lo aprendido, recibido, vivido, todo, cobraba un sentido profundo. ¡Marito se estaba jugando el todo por el todo!

Hacían ya dos años que a Mario le detectaron cáncer al páncreas. Recuerdo vivamente cuando le pidieron ir al hospital a realizarse una operación para remover lo que pensaban era una piedra en el ducto biliar. “Tengo miedo”, me dijo. Yo no le hice mucho caso, pensando que sería algo sencillo y todo volvería a la normalidad. Marito lo intuía, pero yo no sabía que sería el inicio de un camino que transformaría nuestras vidas.

De pronto nos encontramos viviendo una realidad que pensábamos lejana. Nacía en nuestros corazones la urgencia de pedir oraciones a muchos. Éramos conscientes de que necesitábamos de la fuerza de Dios para recorrer este camino. Y fue como si Dios se hubiese inclinado sobre nosotros para sostenernos en un abrazo. La gracia estaba allí y muy fuerte. Siempre nos sentimos profundamente amados y supimos que todo esto tenía un sentido. No todo estaba claro en ese momento, pero nos aferramos a la cruz.

¡La cruz! ¡La cruz que purifica y salva! Marito supo abrazarse a la cruz con valentía, con generosidad, con amor. El camino no fue fácil, fueron muchos días de incertidumbre, de visitas a médicos y al hospital; de someterse a distintas intervenciones, tratamientos y pruebas… pero Mario era fuerte y nunca perdió la esperanza, fuente que le permitía irradiar alegría en medio del dolor. Recuerdo conmovida la respuesta que después de su primera radiación le dio al doctor cuando éste le preguntó ¿Cómo se sentía? “¡Estoy radiante!” dijo.

Fueron dos años en que Mario vivió la mortificación, sufriendo pacientemente. Nunca se quejó. Dócilmente adhirió su dolor al misterio de la cruz y se dejó transformar por él. “Si tú por ventura mil cruces recibes, alaba esa suerte de males benditos; te acercan a Aquel que habitó entre los hombres, Aquel que murió para llevarnos al cielo”, cantó muchas veces Mario en su vida.

Todos pedíamos un milagro, pedíamos su curación, y lo hicimos con fuerza hasta el final. Pero el Señor estaba transformando la vida de Mario a un nivel más profundo. “Ya entiendo”, me dijo un día: “¡El milagro es que Dios me ha salvado!” Marito se había unido aún más a Dios, abrazando su cruz. Y esa unión con Dios fue para él, el verdadero proceso de curación.

Los últimos días de su vida, abrí de par en par la puerta de mi casa. Nuestra comunidad de amigos llenaba su cuarto con canciones y oraciones. ¡Aquella comunidad en la cual Mario y yo nos encontramos con el Señor Jesús y en donde nuestra fe se hacía vida! Marito estaba acompañado, rodeado de amigos, envuelto en amor. “¡Tener una comunidad de amigos es tener un pedacito de cielo en la tierra!” nos dijo a todos un día. ¡Nos sentíamos en el cielo!

En medio de esos días en que mucha gente vino a rezar por él, el Señor preservó con mucha delicadeza un momento especial para Mario y para mí. Fue la mañana del quince de diciembre. Marito esperaba ansioso a que abriera mis ojos. Respiraba con dificultad, pensé que necesitaba su medicina… le di un beso y me quedé a su lado. El Espíritu Santo suscitó en mí leerle la Biblia. Imbuidos en la presencia de Dios, abrí al capítulo 11 de San Juan. Nuevamente el Señor nos recordaba su Palabra de amor en el pasaje que había acompañado a Mario durante toda su enfermedad: “Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado en ella”. “Yo soy la resurrección, el que crea en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” Al terminar de leer y al abrazarme a él, Marito expiró. La presencia de Dios era muy fuerte ¡y yo pude tocar la eternidad!

Marito no sufrió en vano, su dolor fue muy fecundo, ha sido fuente de innumerables bendiciones para mí, para mis hijos y para muchos otros. “No hay cristianismo sin cruz”, me repetía muchas veces. “Todo con alegría”, me enseñaba; alegría profunda que inunda el corazón, en medio de un dolor que desgarra.

Varias veces le pedí a Marito que les dejara algo escrito a sus hijos, pero les dejó algo mucho mejor. Les escribió con su vida, fuerte y claro, que ¡Dios existe, que Su amor es real, que salva y que es más fuerte que la muerte!

¡Te amo Marito!

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