Ni huir ni fantasear: la respuesta es amar
Alzheimer, «mon amour»: la extraordinaria aventura de Cécile y Daniel, más allá de la enfermedad
Enfermedad.
Emil Cioran la definió así: «la inmensa humillación ligada al hecho de marchitarse en los parajes de la muerte».
El arte avala esta visión nada piadosa y generalmente rechaza hacer de ello una narración.
De este modo, la enfermedad humana se configura como un tema artístico “hiperpresente” “in absentia”.
Se puede decir, utilizando una cita berlusconiana, que no hay duda que hoy los hospitales están más llenos que los restaurantes.
La novela autobiográfica Alzheimer mon amour, publicada en Francia en 2011 y traducida ahora en italiano por la Ediciones Clichy, es una excepción que revela, de una sola vez, todo lo callado hasta ahora.
Preguntas eternas... y otras nuevas
Un examen desnudo que pone sobre la mesa una serie de cuestiones eternas: ¿Por qué existe la enfermedad? ¿Por qué, en algunos casos, es incurable?
Y después, preguntas novísimas, florecidas en estos tiempos de “hipereficiencia” de la vida, en los cuales muchos creen que la enfermedad es una humillación del ser humano y nada más.
Preguntas como:
- ¿Hace bien o hace mal quién intenta, contra toda lógica y racionalidad, derrotar una enfermedad incurable con métodos desesperados?
- ¿Qué capacidad real tienen los cuidadores, los familiares que asisten a los enfermos, de hacerse cargo de toda la responsabilidad de la vida de otro?
- ¿Cuánta energía tiene un cuidador? ¿Cuánta de ella le absorbe a él la enfermedad, dedicándose más allá del enfermo?
- ¿Hasta cuándo el cuidador puede sustituir a una sociedad tan poco generosa en estructuras asistenciales complementarias a los hospitales, adecuadas para la gran cantidad de nuevas enfermedades que, como un blob democráticamente transversal, se distribuyen como lluvia, ahora ya imparable?
Al principio eran detalles...
Daniel es el marido de Cécile desde hace treinta años. Cada mañana le prepara el té, pero un día no se acuerda de cuál es el tipo de té que ella prefiere.
Poco después tiene un accidente de coche. Los exámenes de rutina no indican nada. Pero cada día está más ausente y distraído, por lo que al final se impone hacerle un TAC, que decreta una forma grave de Alzheimer, la demencia de cuerpos de Lewy.
Cécile es una psicóloga (y aquí la historia se convierte en ejemplar, porque demuestra que si una profesional de la salud mental de otros, ahora en la piel de una cuidadora, puede perder el norte, imaginemos quién no lo es). Se podría pensar que, dentro de lo malo, esto sea una suerte.
Daniel, progresivamente socavado por el Alzheimer a nivel cognitivo y comportamental, es un enfermo neurológico y, por tanto, en un cierto sentido, psíquico. Su mujer sabrá acompañarlo en el difícil momento de su existencia con racionalidad y fuerza. En cambio, no es así.
Un intento de terapia desesperada
Una vez averiguado que no existen tratamientos para el Alzheimer, Cécile le da la vuelta a toda racionalidad y decide utilizar sus conocimientos psicoterapéuticos para derrotarlo. Está sola, desesperada, vive la enfermedad de Daniel como una humillación y nada más: ya no distingue entre la esperanza que se puede esperar y la que no.
¿El Alzheimer está destruyendo la memoria de Daniel? Pues bien, ella la reconstruirá llevándolo a los lugares y a los tiempos de las neuronas ilesas. Más que un tratamiento, que obviamente fracasa, se podría decir que es una tortura.
Cualquiera lo entendería, pero Cécile ha caído, comprensiblemente por una parte, pero no por la otra, en el pequeño delirio de omnipotencia, de no rendirse al principio de la realidad. Es una psicologa que tropieza con la negación.
En la salud y la enfermedad
Por una parte, Cécile se somete con admirable dedicación a un recorrido que la transforma en la mitad de una pareja fusionada, entendida como necesaria nueva calibración de una relación que, de manera casi trágica, para que uno sobreviva debe poder agarrarse completamente al otro, intacto en su salud y, por tanto, predestinado, en nombre del amor en la buena y en la mala suerte, al deber de no abandonar al cónyuge enfermo a su destino, cuando la rueda gira al contrario y no se puede rectificar.
En esto, Cécile encarna el estereotipo absoluto del cuidador. Representa a cada esposa, marido, hijo, hermano o hermana que han reescrito la trama, los ritmos y el sentido de la propia vida alrededor de la vida del familiar enfermo al que se dedican. Pero, por otra parte, Cécile continúa cultivando en sí misma la obsesión de que el Alzheimer puede ser aniquilado.
La tendinitis del cuidador
La enfermedad del marido, como sucede en cada mal al que se enfrenta de manera exclusiva el cuidador, se insinúa en su existencia y la mina, la desestructura y la debilita: Cécile está destrozada como mujer y como brillante psicóloga.
Se habla a menudo, cínicamente, del “egoísmo del enfermo”, pero nunca del egoísmo en el que puede caer involuntariamente el cuidador, que dramatiza sobremanera la condición patológica de su asistido, en lugar de trabajar para desdramatizarla y ofrecerle presencia, apoyo, consuelo, amor y nada más.
En el metro, camino del centro diurno al cual intenta llevarlo, poco convencida de que una estructura de cualquier tipo sea mejor de lo que ella puede darle al marido, Daniel espera, sentado, que ella le tienda la mano para levantarse, con los ojos «ya apagados, neutros, como vacíos de cualquier signo de conciencia».
Para bajar se sujeta a su brazo hasta hacerle daño.
Cécile descubre la sensación común a muchos cuidadores, esa impresión de no vivir ya para uno mismo, sino únicamente para el familiar enfermo. «Los médicos han individuado tendinitis de topo tipo: del deportista, del pintor e incluso del escritor. Pero, ¿alguien ha hablado de la tendinitis del cuidador?».
¿Quien sostiene al que sostiene?
Una vez dejado Daniel en el centro, Cécile experimenta los mismos sentimientos de separación forzada que angustia a una madre el primer día de parvulario de su hijo. No sabe cómo contrastar esa sensación de vacío que cualquier cuidador totalmente absorbido por la asistencia percibe cuando el enfermo es confiado a otros, aunque sea sólo por unas horas.
Cécile nos desvela la verdad del invisible mundo de los cuidadores: llevar a cabo el papel de persona de la cual depende totalmente el enfermo puede crear, a su vez, una dependencia, la del papel de asistente.
¿Quién sostiene al que sostiene el enfermo? ¿Quién vigila su lucidez? Nadie. Cécile, en dos ocasiones, piensa en matar al marido y evitarle la que para ella es sólo la “humillación” de ser enfermos.
Ha sido absorbida por el abismo que ha eliminado toda huella de amor normal entre hombre y mujer, para dejarle sólo el testigo de custodio de un marido que se ha convertido en un niño que no es capaz de estar en el mundo solo, y al cual tampoco le gusta el centro diurno.
El intento de huir
Así, buscando un lugar en el que encuentre un poco de paz, lo lleva a una casa de reposo que, con el tiempo, le parece inadecuada y, ciertamente, lo es. Así, decide sacarlo y huir en un último, extremo y errado riesgo.
Fuera de Francia, a otro lugar, con la esperanza (falsa) de huir de esta enfermedad. Fuera, lejos, a África, dónde no existe un pasado y la vida sea algo que se pueda reconstruir “ex novo”.
Es el enésimo intento auto y heterolesionista de negar la verdad: el Alzheimer es imbatible.
Pasan algunos meses en Madagascar. Cécile ya no es sólo el único punto de referencia del marido: lo es en un país extranjero, hostil, al borde de una guerra civil y del cual, de hecho, vuelven derrotados.
Poco después Daniel tiene una crisis y casi la estrangula mientras intenta sujetarse a ella para no caer al suelo. Cécile llama a una ambulancia.
El médico le abre los ojos: «Deje de engañarse a sí misma. Si quiere de verdad protegerlo, tiene que buscar un lugar adecuado para él». Le explica que existen casas de acogida especializadas para enfermos de Alzheimer que dan alivio, un aspecto elemental y vital que Cécile nunca había considerado, cegada como estaba, por exceso de amor, por la quimera de derrotar al invencible Alzheimer.
La locura de ensañarse
Tras cuatro años de intentos inútiles, Cécile entiende finalmente que esta enfermedad no es una muerte, ni una humillación, sino un momento de la vida y entrega a Daniel en las manos de quien sabrá ocuparse de él adecuadamente, sin exponerlo a ningún peligro.
Entiende, sólo después de haber pasado por ella, la locura de su ensañamiento personal.
Cristaliza su amor de esposa con palabras conmovedoras: «Ha exaltado mis pasiones, cancelado mis asperezas, dado nueva vida a mis colores».
Acepta hacer lo mismo por Daniel, amarlo como debe, ahora que sus colores, los de él, son distintos. Pero vivos.
Son millones las enfermedades que cada día afligen la vida de tantas personas. Pero no habría que olvidarse nunca de cuánta fatiga realiza diariamente un cuidador, y cuánta necesidad tiene también él de ser sostenido.
Y no debemos olvidarnos lo que Jean-François Mattei, presidente de la Cruz Roja francesa y miembro de la Academia Nacional de Medicina de Francia recuerda sobre los enfermos en la prefación de este maravilloso libro: «Poseen la misma dignidad que tenemos cada uno de nosotros. En nosotros está acompañarlos, protegerlos, hacer que su vida sea lo más bella posible».
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
Emil Cioran la definió así: «la inmensa humillación ligada al hecho de marchitarse en los parajes de la muerte».
El arte avala esta visión nada piadosa y generalmente rechaza hacer de ello una narración.
De este modo, la enfermedad humana se configura como un tema artístico “hiperpresente” “in absentia”.
Se puede decir, utilizando una cita berlusconiana, que no hay duda que hoy los hospitales están más llenos que los restaurantes.
La novela autobiográfica Alzheimer mon amour, publicada en Francia en 2011 y traducida ahora en italiano por la Ediciones Clichy, es una excepción que revela, de una sola vez, todo lo callado hasta ahora.
Preguntas eternas... y otras nuevas
Un examen desnudo que pone sobre la mesa una serie de cuestiones eternas: ¿Por qué existe la enfermedad? ¿Por qué, en algunos casos, es incurable?
Y después, preguntas novísimas, florecidas en estos tiempos de “hipereficiencia” de la vida, en los cuales muchos creen que la enfermedad es una humillación del ser humano y nada más.
Preguntas como:
- ¿Hace bien o hace mal quién intenta, contra toda lógica y racionalidad, derrotar una enfermedad incurable con métodos desesperados?
- ¿Qué capacidad real tienen los cuidadores, los familiares que asisten a los enfermos, de hacerse cargo de toda la responsabilidad de la vida de otro?
- ¿Cuánta energía tiene un cuidador? ¿Cuánta de ella le absorbe a él la enfermedad, dedicándose más allá del enfermo?
- ¿Hasta cuándo el cuidador puede sustituir a una sociedad tan poco generosa en estructuras asistenciales complementarias a los hospitales, adecuadas para la gran cantidad de nuevas enfermedades que, como un blob democráticamente transversal, se distribuyen como lluvia, ahora ya imparable?
Al principio eran detalles...
Daniel es el marido de Cécile desde hace treinta años. Cada mañana le prepara el té, pero un día no se acuerda de cuál es el tipo de té que ella prefiere.
Poco después tiene un accidente de coche. Los exámenes de rutina no indican nada. Pero cada día está más ausente y distraído, por lo que al final se impone hacerle un TAC, que decreta una forma grave de Alzheimer, la demencia de cuerpos de Lewy.
Cécile es una psicóloga (y aquí la historia se convierte en ejemplar, porque demuestra que si una profesional de la salud mental de otros, ahora en la piel de una cuidadora, puede perder el norte, imaginemos quién no lo es). Se podría pensar que, dentro de lo malo, esto sea una suerte.
Daniel, progresivamente socavado por el Alzheimer a nivel cognitivo y comportamental, es un enfermo neurológico y, por tanto, en un cierto sentido, psíquico. Su mujer sabrá acompañarlo en el difícil momento de su existencia con racionalidad y fuerza. En cambio, no es así.
Un intento de terapia desesperada
Una vez averiguado que no existen tratamientos para el Alzheimer, Cécile le da la vuelta a toda racionalidad y decide utilizar sus conocimientos psicoterapéuticos para derrotarlo. Está sola, desesperada, vive la enfermedad de Daniel como una humillación y nada más: ya no distingue entre la esperanza que se puede esperar y la que no.
¿El Alzheimer está destruyendo la memoria de Daniel? Pues bien, ella la reconstruirá llevándolo a los lugares y a los tiempos de las neuronas ilesas. Más que un tratamiento, que obviamente fracasa, se podría decir que es una tortura.
Cualquiera lo entendería, pero Cécile ha caído, comprensiblemente por una parte, pero no por la otra, en el pequeño delirio de omnipotencia, de no rendirse al principio de la realidad. Es una psicologa que tropieza con la negación.
En la salud y la enfermedad
Por una parte, Cécile se somete con admirable dedicación a un recorrido que la transforma en la mitad de una pareja fusionada, entendida como necesaria nueva calibración de una relación que, de manera casi trágica, para que uno sobreviva debe poder agarrarse completamente al otro, intacto en su salud y, por tanto, predestinado, en nombre del amor en la buena y en la mala suerte, al deber de no abandonar al cónyuge enfermo a su destino, cuando la rueda gira al contrario y no se puede rectificar.
En esto, Cécile encarna el estereotipo absoluto del cuidador. Representa a cada esposa, marido, hijo, hermano o hermana que han reescrito la trama, los ritmos y el sentido de la propia vida alrededor de la vida del familiar enfermo al que se dedican. Pero, por otra parte, Cécile continúa cultivando en sí misma la obsesión de que el Alzheimer puede ser aniquilado.
La tendinitis del cuidador
La enfermedad del marido, como sucede en cada mal al que se enfrenta de manera exclusiva el cuidador, se insinúa en su existencia y la mina, la desestructura y la debilita: Cécile está destrozada como mujer y como brillante psicóloga.
Se habla a menudo, cínicamente, del “egoísmo del enfermo”, pero nunca del egoísmo en el que puede caer involuntariamente el cuidador, que dramatiza sobremanera la condición patológica de su asistido, en lugar de trabajar para desdramatizarla y ofrecerle presencia, apoyo, consuelo, amor y nada más.
En el metro, camino del centro diurno al cual intenta llevarlo, poco convencida de que una estructura de cualquier tipo sea mejor de lo que ella puede darle al marido, Daniel espera, sentado, que ella le tienda la mano para levantarse, con los ojos «ya apagados, neutros, como vacíos de cualquier signo de conciencia».
Para bajar se sujeta a su brazo hasta hacerle daño.
Cécile descubre la sensación común a muchos cuidadores, esa impresión de no vivir ya para uno mismo, sino únicamente para el familiar enfermo. «Los médicos han individuado tendinitis de topo tipo: del deportista, del pintor e incluso del escritor. Pero, ¿alguien ha hablado de la tendinitis del cuidador?».
¿Quien sostiene al que sostiene?
Una vez dejado Daniel en el centro, Cécile experimenta los mismos sentimientos de separación forzada que angustia a una madre el primer día de parvulario de su hijo. No sabe cómo contrastar esa sensación de vacío que cualquier cuidador totalmente absorbido por la asistencia percibe cuando el enfermo es confiado a otros, aunque sea sólo por unas horas.
Cécile nos desvela la verdad del invisible mundo de los cuidadores: llevar a cabo el papel de persona de la cual depende totalmente el enfermo puede crear, a su vez, una dependencia, la del papel de asistente.
¿Quién sostiene al que sostiene el enfermo? ¿Quién vigila su lucidez? Nadie. Cécile, en dos ocasiones, piensa en matar al marido y evitarle la que para ella es sólo la “humillación” de ser enfermos.
Ha sido absorbida por el abismo que ha eliminado toda huella de amor normal entre hombre y mujer, para dejarle sólo el testigo de custodio de un marido que se ha convertido en un niño que no es capaz de estar en el mundo solo, y al cual tampoco le gusta el centro diurno.
El intento de huir
Así, buscando un lugar en el que encuentre un poco de paz, lo lleva a una casa de reposo que, con el tiempo, le parece inadecuada y, ciertamente, lo es. Así, decide sacarlo y huir en un último, extremo y errado riesgo.
Fuera de Francia, a otro lugar, con la esperanza (falsa) de huir de esta enfermedad. Fuera, lejos, a África, dónde no existe un pasado y la vida sea algo que se pueda reconstruir “ex novo”.
Es el enésimo intento auto y heterolesionista de negar la verdad: el Alzheimer es imbatible.
Pasan algunos meses en Madagascar. Cécile ya no es sólo el único punto de referencia del marido: lo es en un país extranjero, hostil, al borde de una guerra civil y del cual, de hecho, vuelven derrotados.
Poco después Daniel tiene una crisis y casi la estrangula mientras intenta sujetarse a ella para no caer al suelo. Cécile llama a una ambulancia.
El médico le abre los ojos: «Deje de engañarse a sí misma. Si quiere de verdad protegerlo, tiene que buscar un lugar adecuado para él». Le explica que existen casas de acogida especializadas para enfermos de Alzheimer que dan alivio, un aspecto elemental y vital que Cécile nunca había considerado, cegada como estaba, por exceso de amor, por la quimera de derrotar al invencible Alzheimer.
La locura de ensañarse
Tras cuatro años de intentos inútiles, Cécile entiende finalmente que esta enfermedad no es una muerte, ni una humillación, sino un momento de la vida y entrega a Daniel en las manos de quien sabrá ocuparse de él adecuadamente, sin exponerlo a ningún peligro.
Entiende, sólo después de haber pasado por ella, la locura de su ensañamiento personal.
Cristaliza su amor de esposa con palabras conmovedoras: «Ha exaltado mis pasiones, cancelado mis asperezas, dado nueva vida a mis colores».
Acepta hacer lo mismo por Daniel, amarlo como debe, ahora que sus colores, los de él, son distintos. Pero vivos.
Son millones las enfermedades que cada día afligen la vida de tantas personas. Pero no habría que olvidarse nunca de cuánta fatiga realiza diariamente un cuidador, y cuánta necesidad tiene también él de ser sostenido.
Y no debemos olvidarnos lo que Jean-François Mattei, presidente de la Cruz Roja francesa y miembro de la Academia Nacional de Medicina de Francia recuerda sobre los enfermos en la prefación de este maravilloso libro: «Poseen la misma dignidad que tenemos cada uno de nosotros. En nosotros está acompañarlos, protegerlos, hacer que su vida sea lo más bella posible».
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
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