Lunes, 25 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

El Papa Francisco

Un ángelus antipelagiano: «El amor es el que salva, no la sola práctica de los preceptos»

Un ángelus antipelagiano: «El amor es el que salva, no la sola práctica de los preceptos»

Radio Vaticana

Antes de rezar la oración mariana del ángelus con varios miles de fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco recordó que en la Liturgia de este domingo se lee el capítulo 15 del Evangelio de san Lucas, con tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, la de la moneda perdida, y la del hijo “pródigo”. Y explicó que estas tres parábolas hablan de la alegría de Dios, que es perdonar. En el perdón está todo el Evangelio y el Cristianismo, dijo también el Obispo de Roma en una mañana lluviosa destacando que no se trata de ostentar buenos sentimientos, sino misericordia.

Por esta razón el Papa recordó una vez más que Jesús es todo misericordia y que la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del “cáncer” del pecado, del mal moral y espiritual. Puesto que sólo el amor llena los vacíos, los abismos negativos que el mal abre en los corazones y en la historia.

El Santo Padre también advirtió acerca del peligro que implica nuestra presunción de ser “justos”, de juzgar a los demás e incluso a Dios, porque pensamos que Él debería castigar a los pecadores y condenarlos a muerte, en lugar de perdonar. “¡Entonces sí –exclamó el Papa– que corremos el riesgo de permanecer fuera de la casa del Padre!”. Y destacó que “si vivimos según la ley del ‘ojo por ojo, diente por diente’, no salimos de la espiral del mal.

En sus saludos, hablando en español, el Papa Bergoglio recordó la beatificación que tuvo lugar ayer en Argentina del Cura Brochero:

“Deseo unirme a la alegría de la Iglesia en Argentina por la beatificación de este pastor ejemplar, que a lomo de mula recorrió infatigablemente los áridos caminos de su parroquia, buscando, casa por casa, a las personas que le habían sido encomendadas para llevarlas a Dios. Pidamos a Cristo, por intercesión del nuevo Beato –imploró el Santo Padre-, que se multipliquen los sacerdotes que, imitando al Cura Brochero, entreguen su vida al servicio de la evangelización, tanto de rodillas ante el crucifijo, como dando testimonio por todas partes del amor y la misericordia de Dios”.

Texto completo de la alocución del Papa Francisco antes de rezar el ángelus:

Queridos hermanos y hermanas. ¡Buenos días!

En la Liturgia de hoy se lee el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, la de la moneda perdida, y después la más amplia de todas las parábolas, típica de san Lucas, la del padre de los dos hijos, el hijo “pródigo” y el hijo que se cree justo. Que se cree santo.

Todas estas tres parábolas hablan de la alegría de Dios. Dios es gozoso, es interesante esto, Dios es gozoso, y ¿cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar, ¡la alegría de Dios es perdonar! Es la alegría de un pastor que encuentra a su ovejita; la alegría de una mujer que encuentra su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a recibir en casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida. Ha vuelto a casa.

¡Aquí está todo el Evangelio, aquí, eh, aquí está todo el Evangelio, está el Cristianismo! ¡Pero miren que no es sentimiento, no es “ostentación de buenos sentimientos”! Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del “cáncer” que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual. Sólo el amor llena los vacíos, los abismos negativos que el mal abre en el corazón y en la historia. Sólo el amor puede hacer esto. Y ésta es la alegría de Dios.

Jesús es todo misericordia, Jesús es todo amor: es Dios hecho hombre. Cada uno de nosotros, cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida, cada uno de nosotros es ese hijo que ha desperdiciado su propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo.

Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona jamás. Pero es un Padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como hijos, en su casa, porque no deja jamás, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está de fiesta por cada hijo que vuelve. Está de fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros, pecadores, va a Él y pide su perdón.

¿Cuál es el peligro? Es que nosotros presumimos que somos justos, y juzgamos a los demás. Juzgamos también a Dios, porque pensamos que debería castigar a los pecadores, condenarlos a muerte, en lugar de perdonar. ¡Entonces sí que corremos el riesgo de permanecer fuera de la casa del Padre! Como ese hermano mayor de la parábola, que en lugar de estar contento porque su hermano ha vuelto, se enoja con el padre que lo ha recibido y hace fiesta. Si en nuestro corazón no hay misericordia, la alegría del perdón, no estamos en comunión con Dios, incluso si observamos todos los preceptos, porque es el amor el que salva, no la sola práctica de los preceptos. Es el amor por Dios y por el prójimo lo que da cumplimiento a todos los mandamientos. Y esto es el amor de Dios, su alegría, perdonar. Nos espera siempre. Quizá alguien tiene en su corazón algo grave, pero he hecho esto, he hecho aquello, Él te espera, Él es Padre. Siempre nos espera.

Si nosotros vivimos según la ley del “ojo por ojo, diente por diente”, jamás salimos de la espiral del mal. El Maligno es astuto, y nos hace creer que con nuestra justicia humana podemos salvarnos y salvar al mundo. En realidad, ¡sólo la justicia de Dios nos puede salvar! Y la justicia de Dios se ha revelado en la Cruz: la Cruz es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre este mundo. ¿Pero cómo nos juzga Dios? ¡Dando la vida por nosotros! He aquí el acto supremo de justicia que ha vencido de una vez para siempre al Príncipe de este mundo; y este acto supremo de justicia es precisamente también el acto supremo de misericordia. Jesús nos llama a todos a seguir este camino: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36).

Yo les pido una cosa ahora. En silencio, todos, pensemos, cada uno piense, en una persona con la que no estamos bien, con la cual estamos enojados y que no la queremos. Pensemos en esa persona y en silencio en este momento oremos por esta persona. Y seamos misericordiosos con esta persona.

Invoquemos ahora la intercesión de María, Mater Misericordiae.
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