Cuando en nombre de la libertad se impone la ideología
La publicación de la “carta de la laicidad” que el ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes, remitió a las ejecutivas provinciales del PSOE en calidad de secretario de Laicidad ha suscitado cierto debate y varias respuestas. Entre ellas, me ha parecido muy clarificadora la de José Ramón Recuero Astray, profesor del Instituto de Estudios de la Democracia para el doctorado del CEU, fundamentada principalmente desde la filosofía política. Me gustaría contribuir al debate con algunas reflexiones desde mi experiencia filosófica más orientada hacia la teología.
Una cosa es la espiritualidad y otra la religión. La primera se refiere a Dios y la segunda, a la sistematización y proposición de cierta experiencia de Dios. Implica una cosmovisión correspondiente y algunas instituciones. Los Papas no son entes divinos; son tan humanos como cualquiera. Las religiones, en cuanto se viven en comunidades, también están relacionadas con la política, como todo lo humano. Con todo respeto a quien opina diversamente, yo no tendría inconveniente en aceptar un Estado laico como opción más acorde al sistema democrático. A condición de que hablemos de una verdadera laicidad, que sea respetuosa de todas las religiones, y no de ese laicismo “iluminista” y rancio, que parece más un disfraz de antricristianismo decimonónico que un reconocimiento de la auténtica libertad.
Ya advertía con agudeza Romano Guardini que la época moderna es parásita del cristianismo. Vive de las rentas que ciertas verdades morales cristianas han sembrado en la cultura occidental, pero renegando de la fe cristiana. Así, por ejemplo, tenemos a esos intelectuales que se les llena la boca cuando invocan los términos de libertad, igualdad y fraternidad, como si ellos los hubieran inventado. Adoptan conceptos y formas del pensamiento cristiano, pero los han vaciado de su verdadero contenido. Prefieren hablar de ética, en vez de moral; de valores en vez de virtudes; de individuos en vez de personas; de tolerancia más que de amor.
Pero, vayamos al núcleo de la cuestión: hay un modo de entender el término “laico” como respetuoso de la sana separación que debe existir entre la esfera política y civil, y la esfera eclesiástica y religiosa. Esta acepción, aceptada en casi todos los países democráticos, sería una característica del Estado que garantiza la libertad de sus ciudadanos -incluidos sus dirigentes- para que puedan elegir y practicar sus creencias religiosas, siempre y cuando respeten el marco jurídico y el derecho de los demás. Así es como se explica la justa autonomía de la realidad terrena y su relación con la Iglesia en la constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II (Cfr. 36 y 40).
Si entendemos, en cambio, “laico” como un término que parte de una concepción materialista y antirreligiosa, que excluye a priori cualquier visión trascendente del ser humano y de la sociedad, entonces deviene en ideología, mejor conocida como “laicismo”. Aunque a veces se justifique y promueva como la garantía del pluralismo, muchos Estados modernos que han impuesto esta concepción, han sido históricamente dictaduras totalitarias. Así como algunos Estados teocráticos que han usado la religión para eliminar o cambiar a quienes piensan distinto.
En el clarividente análisis que Juan Pablo II hizo en la Centessimus annus de la caída del muro de Berlín en el año 1989, apunta como causa fundamental del desmoronamiento marxista el vacío espiritual causado por su ateísmo y falta de reconocimiento de la libertad, que tiene su raíz más profunda en la libertad de conciencia y la libertad religiosa. No somos individuos iguales que se suman a la causa de la revolución, sino personas llamadas a la libertad y la comunión. Todos los ciudadanos tenemos algo que aportar en la sociedad y estamos obligados a respetar y buscar el bien común. Pero para ello necesitamos que el Estado reconozca el derecho de la persona y de la libertad religiosa, la cual no se reduce al ámbito privado, sino que también tiene una dimensión pública, como cualquier otra asociación humana.
Por otra parte, tampoco se trata de privilegiar o imponer una religión ni de excluir a nadie que profese una cosmovisión distinta a la propia. El acto religioso es el más personal e íntimo de un ser humano. Y consiste en la actitud que tomamos frente a Dios, frente a los demás, frente a uno mismo y frente al mundo. Una sana laicidad, en mi modesta opinión, debería basarse en estos dos principios: la autonomía de ámbitos de competencia y la mutua colaboración en vistas al bien común. La religión no debería interferir en el modo concreto de organización política del Estado ni imponer una forma de gobierno. Pero tampoco debería ser amordazada o discriminada por expresar sus convicciones éticas y su defensa de lo que considera la dignidad del ser humano. Por su parte, el Estado cometería un grave error si pretendiera sustituir a la religión o excluyera a los ciudadanos de la participación pública por el solo hecho de ser creyentes.
En todo este panorama, es importante también recordar la importancia del término “tolerancia”, que nace en el contexto de la crisis provocada por la guerra de religiones en torno a la reforma y contrarreforma. El jurista holandés Hugo Grotio trata de desarrollar una reflexión de la moral y el derecho, independientes de la fe religiosa. Por eso fundamenta la moral sobre la razón común a todos, basada en la ley natural. Al final, sin él buscarlo, terminó haciendo una secularización de la moral, que para muchos hoy -sin su referencia a la religión- resulta incomprensible e insoportable.
Lo difícil en la búsqueda del bien común es no excluir a los demás. Frente a ese bien común, se encuentra siempre la tendencia al individualismo. Pero, “el individualismo no nos hace más libres, más iguales, más hermanos. La mera suma de los intereses individuales no es capaz de generar un mundo mejor para toda la humanidad. Ni siquiera puede preservarnos de tantos males que cada vez se vuelven más globales. Pero el individualismo radical es el virus más difícil de vencer. Engaña. Nos hace creer que todo consiste en dar rienda suelta a las propias ambiciones, como si acumulando ambiciones y seguridades individuales pudiéramos construir el bien común" (Fratelli tutti, n. 105, Papa Francisco).
Es, por el contrario, el amor el que hace que un individuo se convierta en persona y la única fuerza capaz de hacernos mirar más allá de la justicia. “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa de él vivamente” (Juan Pablo II).
La meta, por tanto, es alcanzar ese bien común -distante, por cierto, del concepto de interés general, introducido por la Revolución francesa- que no excluya a nadie. Ni a los débiles, como los niños por nacer; ni a los más necesitados de nuestros cuidados y atención, como los ancianos y enfermos; ni a las minorías que tienen derecho a una educación acorde a sus necesidades; ni a los que se orientan por otras creencias. Si soñamos un Estado laico, sea aquél en el que quepamos todos. Y cada uno pueda aportar, en respeto y armonía, la riqueza de sus convicciones y libertades, también y especialmente las religiosas.
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