Miércoles, 30 de octubre de 2024

Religión en Libertad

Para salvar el matrimonio

Un hombre y una mujer sentados en un banco.
Son inevitables en el matrimonio los momentos de duda, enfrentamiento, decepción. Pero pueden superarse examinando críticamente el propio papel como cónyuge, con espíritu de perdón, pequeñas adaptaciones... y confiando en la gracia del sacramento de la penitencia y en el amor sobrenatural que inspira el Espíritu Santo. Foto: Marc A. Sporys / Unsplash.

por Pedro Trevijano

Opinión

Para proteger el matrimonio es conveniente que cada uno haga examen de conciencia de su comportamiento como cónyuge, especialmente de sus malhumores y sus faltas de respeto hacia la otra parte, sin sentirse víctima ni hacer el examen de conciencia del otro, reconociendo cada uno su parte de culpa, pues ello nos hace más comprensivos con los fallos del otro, porque se quiere su bien, alegrándonos de sus éxitos, y teniendo el propósito firme de buscar mi felicidad a base de intentar que el otro sea feliz.

Conviene que los cónyuges no se resignen a la desunión, sino que traten de superarla, no en un clima de celos, con sus consecuencias de atormentarse y escasa confianza en el otro, ni de irritación, sino de perdón. Éste no desconoce la ofensa, pero busca el arrepentimiento y la paz mutua. El amor conyugal es el camino para resolver las crisis.

Algunos cambios en el modo de actuar pueden ser decisivos para que el futuro sea más halagüeño. Siempre que puedan, sustituirán la crítica por el estímulo, dejando de echarle en cara constantemente al otro sus defectos y por el contrario expresándole mi satisfacción por lo que me gusta de su personalidad y comportamiento. Si las relaciones sexuales son satisfactorias es conveniente que las reanuden mientras tratan de resolver su situación. Es de subrayar la importancia de los lazos extrasexuales, p. ej. el pasear juntos, o una conversación amistosa entre ambos.

Para la pervivencia del matrimonio es importante luchar contra la rutina y mantener el interés o curiosidad por todo, y muy especialmente por el ser que tienen más cerca, pero sin quedarse cerrados en sí mismos, sino sabiendo compartir con alegría y buen humor los momentos agradables de la vida, las fiestas, los amigos mutuos. El amor no cuaja en la tierra del tedio, del aburrimiento, del desencanto, sino que la mujer debe tener encandilada al marido, y procurar que éste desee cada día llegar a casa. Los hijos cambian más rápidamente que los esposos y se les ve crecer y por esto cuesta menos esfuerzo interesarse por ellos, pero también hay que mantener viva la atención amorosa hacia el cónyuge. Lo que une al matrimonio no es hacer hijos, sino educarlos conjuntamente.

La base de toda esta problemática está en una verdad muy elemental: el amor matrimonial hay que fabricarlo todos los días. Ya desde el primer saludo de la mañana debo expresar mi agrado hacia el otro. Un matrimonio armonioso supone la unión de dos personalidades bien realizadas. El matrimonio no está hecho para fusionarse totalmente, pues cada uno tiene su propia personalidad y modo de ser, pero menos todavía para aplastarse mutuamente. Se ha de procurar estar de acuerdo en las cuestiones fundamentales, como pueden ser el sentido de la vida y las líneas generales de la educación de los hijos, pero luego se ha de aprender a vivir en amigables múltiples pequeños desacuerdos, propios de nuestro modo de ser.

El amor tiene voluntad de permanencia y desea ser inmortal, por lo que quienes se comprometen con él, se juran amor eterno. El matrimonio supone compartir la vida y completarse en el respeto de la personalidad del otro, que se merece mi reflexión, mi tiempo y hasta mi arreglo personal. No hay duda de que la fidelidad amorosa es una vocación a la que los cónyuges han sido llamados y que implica toda una serie de cuidados y esfuerzos incesantes: “Esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo y el relativismo” (Familiaris Consortio 11). Algunos estudiosos de las relaciones de familia ven un ciclo de cuatro fases (enamoramiento, rutina, crisis, nuevo enamoramiento) que se repiten frecuentemente en el matrimonio con más o menos intensidad según las circunstancias. Este ciclo parece natural y sano, pues es una oportunidad de crecimiento, siempre que no se detenga en la fase de crisis.

No hay vida conyugal sin crisis, es decir sin momentos de enfrentamiento, duda, tentación o decepciones. Es prácticamente imposible que dos personas se ajusten entre sí perfecta y naturalmente, como dos mitades, pero lo que sí hay que hacer es ponerse ambos a la tarea de ser el uno para el otro, superando así las crisis que no son todavía el fracaso matrimonial, sino la ruptura de un equilibrio antiguo que debe ser sustituido por otro distinto, en un nuevo reajuste. Y puesto que la vida cambia, el amor y la fidelidad tienen que ir constantemente adaptándose, y esta adaptación es el crecimiento y desarrollo que impide morir al amor, eliminando progresivamente lo que tenía de postizo y reforzando lo auténtico.

Los problemas matrimoniales, considerados a partir de la experiencia más común, son ante todo de orden psicológico, incluyendo las realidades propiamente carnales. Hombres y mujeres tenemos psicologías diversas, siendo las mujeres más emotivas, por lo que hay que tener en cuenta el modo de ser del otro, porque lo que para el uno no tiene importancia, para el otro es algo fundamental. Ante las dificultades, el amor es la única regla que, imponiéndose desde dentro, permite su total solución, y por ello es importante que el amor humano encuentre su apoyo en el amor sobrenatural que el Espíritu Santo pone en el corazón de los esposos, según vemos expresado en 1 Cor 13. Donde hay un amor verdadero, Dios no puede estar ausente porque “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16).

En consecuencia, el esfuerzo espiritual emprendido en común por los esposos no es indiferente a la permanencia y a la profundidad de su amor. Sin duda, la mayor ayuda para superar las crisis matrimoniales es la experiencia compartida de la fe y el saber pedir perdón de mis fallos no sólo a mi cónyuge sino también en el sacramento de la penitencia. Pero, con frecuencia, esta fuente de fortaleza y esperanza se halla cegada, debido en buena parte a que rara vez se tiene en la educación religiosa la experiencia del Dios del amor, que nos concede algo sin méritos propios y a pesar de nuestra culpa.

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