Sábado, 28 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Jean d´Ormesson: del asombro, las contradicciones y la elegancia


En los últimos años de su vida expresó su reconocimiento por el cristianismo, aunque no ocultaba su agnosticismo, pero en el fondo era un agnosticismo "esperanzado": esperaba que Dios existiera y le diera su perdón.

por Antonio R. Rubio Plo

Opinión

Lo descubrí tarde, en la plena madurez de su obra y de su fama, pero el escritor Jean D’Ormesson, fallecido el pasado 4 de diciembre, me fascinó desde que me encargaron hacer una reseña de su libro Historia del judío errante, donde se expresa toda la angustia del judío Ahasverus que habría negado a Jesús un vaso de agua en el camino del Calvario. Su falta le llevó a caer prisionero de la Historia, lo que equivale a decir de la desesperanza, en una marcha sin fin a través de los siglos. D’Ormesson no recreaba un mito del pasado, aunque no faltaran en la obra las inevitables referencias históricas. Sabía superar las cadenas del tiempo con estilo elegante, heredero de los grandes novelistas de la literatura del siglo XIX, y llegar hasta los lectores de hoy, por no decir los del futuro.


 
Dijeron de D’Ormesson que era el escritor de la felicidad y otros le calificaron de autor epicúreo. Pero me permito disentir porque creo que en el fondo la concepción de la felicidad del escritor no residía en los placeres, por muy refinados que fueran, sino en la capacidad de asombro, algo que en el mundo actual, de vértigos apresurados y de intimidades cerradas con siete llaves, parece haberse perdido. Por el contrario, Jean d’Ormesson sabía asombrarse ante el espectáculo, a la vez maravilloso y sin ruido, de una puesta de sol. Tampoco percibo en sus escritos, ni en lo que he conocido de su vida personal, la actitud distante que suele atribuirse a un miembro de la aristocracia. Ese tipo de actitudes, que a veces se disfrazan con los sustantivos “elegancia” o “clase”, no los he encontrado en D’Ormesson. Resultaría un modo de ser y de pensar muy rígido para alguien que gustaba de las contradicciones, aunque no las entendía como un defecto sino como una virtud en la línea de su admirado Chateaubriand. Aquel gran representante del romanticismo francés no podía negar su educación propia de la nobleza del Antiguo Régimen, pero su vida sentimental había sido modelada, en parte, por los escritos de Rousseau, pues de otro modo no habría sido también un precursor de Víctor Hugo. Chateaubriand rindió culto a la tradición e hizo apología del espíritu del cristianismo. Prestó fidelidad a los Borbones, pues terminó por ver a Bonaparte como un advenedizo. Y pese a todo, amaba la libertad, en particular la libertad de prensa. Estas contradicciones contribuyeron a que su obra perdurara más allá de su época.
 
¿No le pasaba otro tanto a Jean d’ Ormesson, un hombre de derechas con muchas ideas de izquierdas, tal y como se definió en cierta ocasión? Su padre, el embajador Vladimir d’Ormesson, había sido amigo del primer ministro socialista León Blum en la década de 1930, y él mismo había dialogado con otro gran político, destacado representante de todo género de  contradicciones humanas: el presidente François Mitterrand. ¿Son solo ejemplos de tolerancia? La palabra tolerancia me resulta bastante pobre, propia de un contenido de mínimos. En D’Ormesson parece haber un interés real  por lo que piensan los otros, sin miedo a que le asaltara la duda si en algunos temas tendrían más razón que él mismo. Este era uno de los motivos por los que no habría querido mezclarse en actividades políticas. Era la negación del intelectual comprometido, esa figura tan típicamente francesa y presente durante décadas en la vida pública. Es posible que nuestro escritor fuera en busca del asombro cuando tenía que dialogar con las personas más variopintas. Por lo demás, en los últimos años de su vida expresó su reconocimiento por el cristianismo, aunque no ocultaba su agnosticismo, pero en el fondo era un agnosticismo “esperanzado”: esperaba que Dios existiera y le diera su perdón. Sin embargo, la Navidad no le ponía triste. Esta fiesta cristiana le apasionaba, según reconoció a la revista Pèlerin, porque le recordaba una idea únicamente presente en el cristianismo: se conmemora la encarnación de un Dios que se hace hombre entre los hombres.
 
Sobre el concepto de la elegancia en Jean d’Ormesson podría escribirse infinidad de artículos, pero si tuviera que quedarme con algunos de sus consejos, me quedaría con los tres que recibió de su madre, propios de un elegante comportamiento, y acompañados de una pequeña glosa.
 
“Todo correo merece una respuesta”. En efecto, la prisa, la pereza o simplemente la falta de compromiso llevan a un silencio capaz de desanimar al remitente. Una mínima respuesta es toda una expresión de elegancia.
 
“No te esfuerces en destacar”. El afán por destacar, sobre todo si no tiene éxito o éste es efímero, solo lleva a la frustración. El trabajo bien hecho, perseverante y callado, es lo que puede llevarnos a destacar si es que realmente conviene que destaquemos. En cualquier caso, la apertura a los otros, y esto sabía hacerlo bien D’Ormesson, es la mejor forma de destacar.
 
“No hables de ti mismo”. Un consejo olvidado en el mundo de hoy, en el que todo gira en torno al propio yo. Para venderse ante los demás hay que ponerse continuamente en la propia boca. Pero este ejercicio de autosatisfacción es estéril porque supone olvidar que los otros también existen y se parecen en demasiadas cosas a nosotros mismos.

Publicado en Ritmos XXI.
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