Esclavitud, la plaga humana que no cesa
Hace cuatro días como quien dice, la esclavitud era todavía legal en Mauritania. Leo que en 2007 fue abolida esta norma, pero me temo que de modo más o menos encubierto pueda subsistir esta práctica.
Con motivo de la cumbre euro-africana celebrada días atrás en Costa de Marfil, se dieron a conocer prácticas de esclavitud en ciertos lugares de África al socaire del trasiego de seres humanos hacia la Europa comunitaria.
A instancias de Francia, promotora de la cumbre, han participado en ella representantes gubernamentales de los países europeos ribereños del Mediterráneo, junto con dirigentes de naciones africanas de donde proceden o por donde transitan las oleadas desordenadas de emigrantes. El objetivo ha sido encontrar algunos medios para limitar y ordenar este flujo migratorio en condiciones más humanitarias.
Dicha reunión, en la que ha participado el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, ha destapado la vieja pero reincidente e inhumana práctica de la esclavitud, tan habitual desde los tiempos más pretéritos en ciertas áreas del África negra.
Si para muestra basta un botón, referiré una estampa que vi personalmente. Cierta vez formé parte, como redactor de la Agencia Efe de noticias, del séquito de periodistas que acompañó al entonces ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo, en una visita a Mauritania. Sería el año 1971. El viaje tenía por objeto inaugurar, con toda la parafernalia propia del caso, incluida la asistencia del mismísimo presidente del país, una gran factoría de conservas de pescado, regalo de España a Mauritania en “pago” al permiso mauritano para que los barcos españoles pudiesen faenar en el banco sahariano dentro de sus aguas territoriales.
La factoría se hallaba enclavada en la “ciudad” portuaria de Nuakchot, capital de Mauritania. Más que una ciudad propiamente dicha, era un conjunto de casitas, con algún edificio oficial en medio, desperdigadas por las arenas del desierto. No tenía calles ni plazas ni traza alguna que simulara algún indicio de urbanización. Trabajaban en la fábrica, ya en funcionamiento, bajo la dirección de técnicos españoles, un numeroso grupo de mujeres, musulmanas por supuesto, que manipulaban el género en las cadenas de producción, “uniformadas” con batas de trabajo todas iguales. La comitiva española fue obsequiada, junto a las autoridades locales, con un abundante almuerzo a base de conservas de pescado.
Las cabras vagaban entre las casas comiendo todo lo que pillaban, incluso cartones y papeles, que estos bichos no son muy melindrosos en eso del yantar. No había comercios ni tiendas de ninguna clase. Posiblemente algún cafetín moruno. Unos compañeros que quisieron tomar unas cervezas frescas para aliviar el calor no encontraron ningún bar, ni siquiera en las proximidades del pantalán que hacía de puerto.
Deambulando por la zona poblada, además de las cabras, podían verse dos tipos de figuras humanas fuera de lo común: mujeres con la cabeza cubierta, obviamente, y argollas o pulseras en la tobillos con cascabeles que sonaban al andar. El otro grupo que nos sorprendió lo formaban negros con un distintivo, ya no recuerdo cuál, acaso algún tatuaje extraño o colgante en la oreja, que los diferenciaba claramente de la clase superior mauritana de ascendencia más o menos árabe. Los negros, en este caso, proceden de la región más meridional de Mauritania, lindante con Senegal.
Preguntamos a los pocos españoles que residían allí, entre otros a quienes atendían la estación de radio costera que comunicaba con los barcos de pesca y las Islas Canarias. Nos aclararon las cosas. Las mujeres con cascabeles de plata en los tobillos eran esposas de varones polígamos. Ponen sonajeros a sus distintas mujeres, cada uno de ellos con un sonido particular, para saber en todo momento por dónde anda cualquiera de ellas dentro de la casa. A la calle no salen nunca si no es acompañada de su marido o algún hombre de la familia.
En cuanto a los negros, se trataba de un signo de persona esclava, “propiedad” de algún árabe o miembro de la casta dominante, cuyos sirviente esclavos podía comprar y vender según le conviniese. ¡Esto en 1971! Es decir, hace cuatro días como quien dice, la esclavitud era todavía legal en Mauritania. Leo que en 2007 fue abolida esta norma, pero me temo que de modo más o menos encubierto pueda subsistir esta práctica. Y por descontado no me extrañaría nada que en el cada vez mayor trasiego de seres humanos hacia Europa, las mafias negreras sigan actuando con mayor o menor impunidad, mientras las autoridades miran hacia otro lado, si no es que están implicadas en este criminal negocio. Con una particularidad: los mafiosos son mayormente, si no me equivoco, individuos de religión musulmana.
A instancias de Francia, promotora de la cumbre, han participado en ella representantes gubernamentales de los países europeos ribereños del Mediterráneo, junto con dirigentes de naciones africanas de donde proceden o por donde transitan las oleadas desordenadas de emigrantes. El objetivo ha sido encontrar algunos medios para limitar y ordenar este flujo migratorio en condiciones más humanitarias.
Dicha reunión, en la que ha participado el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, ha destapado la vieja pero reincidente e inhumana práctica de la esclavitud, tan habitual desde los tiempos más pretéritos en ciertas áreas del África negra.
Si para muestra basta un botón, referiré una estampa que vi personalmente. Cierta vez formé parte, como redactor de la Agencia Efe de noticias, del séquito de periodistas que acompañó al entonces ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo, en una visita a Mauritania. Sería el año 1971. El viaje tenía por objeto inaugurar, con toda la parafernalia propia del caso, incluida la asistencia del mismísimo presidente del país, una gran factoría de conservas de pescado, regalo de España a Mauritania en “pago” al permiso mauritano para que los barcos españoles pudiesen faenar en el banco sahariano dentro de sus aguas territoriales.
La factoría se hallaba enclavada en la “ciudad” portuaria de Nuakchot, capital de Mauritania. Más que una ciudad propiamente dicha, era un conjunto de casitas, con algún edificio oficial en medio, desperdigadas por las arenas del desierto. No tenía calles ni plazas ni traza alguna que simulara algún indicio de urbanización. Trabajaban en la fábrica, ya en funcionamiento, bajo la dirección de técnicos españoles, un numeroso grupo de mujeres, musulmanas por supuesto, que manipulaban el género en las cadenas de producción, “uniformadas” con batas de trabajo todas iguales. La comitiva española fue obsequiada, junto a las autoridades locales, con un abundante almuerzo a base de conservas de pescado.
Las cabras vagaban entre las casas comiendo todo lo que pillaban, incluso cartones y papeles, que estos bichos no son muy melindrosos en eso del yantar. No había comercios ni tiendas de ninguna clase. Posiblemente algún cafetín moruno. Unos compañeros que quisieron tomar unas cervezas frescas para aliviar el calor no encontraron ningún bar, ni siquiera en las proximidades del pantalán que hacía de puerto.
Deambulando por la zona poblada, además de las cabras, podían verse dos tipos de figuras humanas fuera de lo común: mujeres con la cabeza cubierta, obviamente, y argollas o pulseras en la tobillos con cascabeles que sonaban al andar. El otro grupo que nos sorprendió lo formaban negros con un distintivo, ya no recuerdo cuál, acaso algún tatuaje extraño o colgante en la oreja, que los diferenciaba claramente de la clase superior mauritana de ascendencia más o menos árabe. Los negros, en este caso, proceden de la región más meridional de Mauritania, lindante con Senegal.
Preguntamos a los pocos españoles que residían allí, entre otros a quienes atendían la estación de radio costera que comunicaba con los barcos de pesca y las Islas Canarias. Nos aclararon las cosas. Las mujeres con cascabeles de plata en los tobillos eran esposas de varones polígamos. Ponen sonajeros a sus distintas mujeres, cada uno de ellos con un sonido particular, para saber en todo momento por dónde anda cualquiera de ellas dentro de la casa. A la calle no salen nunca si no es acompañada de su marido o algún hombre de la familia.
En cuanto a los negros, se trataba de un signo de persona esclava, “propiedad” de algún árabe o miembro de la casta dominante, cuyos sirviente esclavos podía comprar y vender según le conviniese. ¡Esto en 1971! Es decir, hace cuatro días como quien dice, la esclavitud era todavía legal en Mauritania. Leo que en 2007 fue abolida esta norma, pero me temo que de modo más o menos encubierto pueda subsistir esta práctica. Y por descontado no me extrañaría nada que en el cada vez mayor trasiego de seres humanos hacia Europa, las mafias negreras sigan actuando con mayor o menor impunidad, mientras las autoridades miran hacia otro lado, si no es que están implicadas en este criminal negocio. Con una particularidad: los mafiosos son mayormente, si no me equivoco, individuos de religión musulmana.
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