Es la hora de España
Si dejara de ser cristiana –no ha dejado de serlo–, si sucumbiera a fuerzas disgregadoras y desvertebradoras, y olvidara o suprimiera sus raíces, España dejaría de ser España, dejaría sencillamente de ser.
Ante lo que nos está sucediendo en España los últimos tiempos, vuelvo, de nuevo, a mirar a lo que nos constituye en nuestras raíces más propias, aquello que forjó unidad a partir de la fuerza del espíritu y que está entrañado en la profesión o identidad católica con los rasgos que la definen: aquello que está entrañado y la dejó marcada indeleblemente en el III Concilio de Toledo, de donde arranca España, e, incluso, Europa; unidad de los pueblos del Norte, los que hoy consideramos germánicos, con los latinos, unidad en la misma fe, esa fe que tiene en su centro la Encarnación y las palabras y oración de su único Maestro... «que todos sean uno», que provoca y convoca a ser «uno».
España como sociedad y ámbito social y cultural preexiste con anterioridad a la existencia de diversas configuraciones territoriales u organizativas que se han dado con posteridad a aquel evento de Toledo. Lo que somos como proyecto de vida en común hace referencia a aquel origen y a la tradición viva y dinámica que de él dimana: origen de unidad y tradición viva en unidad que debiera perdurar, porque amamos y nos importa España. Esta es la historia en su verdad no distorsionada. Sí, no me ruborizo en decirlo, porque esto integra y une y no excluye a nadie: amamos y nos importa España muchísimo. Apartarse de eso, de la unidad que somos, o debilitarlo, ha acarreado –lo podemos comprobar en la historia de siglos– división, enfrentamiento, rupturas y debilidad.
La última de nuestras rupturas, y la más grande debilidad nuestra desde las postrimerías del XIX, fue la terrible y dura guerra civil entre hermanos en el XX. Por eso, los actores de lo que denominamos la «transición», a los que nunca agradeceremos bastante su ejemplo, su pasión y su tesón, quisieron, por encima de todo, salvar a España, salvarla de desgarros y enfrentamientos, reconstruirla, unirla de nuevo, retejerla, en verdadera convivencia y entendimiento entre todos, buscar caminos de reconciliación y unidad para curar y sanar heridas, y, así, volver a un proyecto común de todos los españoles. Y lo hizo posible España, la idea de España, y ayudó la Constitución que España entera se dio. La unidad de todos en el mismo y plural proyecto de todos, España, nos reclama y apela a lo mejor de todos, a llevarlo a cabo; nos lo exige el bien común que es España, con sus pueblos que la forman e integran vertebradamente.
Desde esta mirada surge espontánea la pregunta: ¿es esto posible? Sí, es posible y hemos de luchar por esto; además, si ha sido posible en momentos más difíciles incluso que los que estamos pasando, ¿por qué no iba a serlo ahora? La Iglesia tiene una responsabilidad todavía mayor que el resto de la ciudadanía, porque está en la entraña misma de ese proyecto y porque ofrece criterios para actuar que deben hacer posible ese proyecto de bien común que nos constituye.
Pero ¿será cristiana la España del mañana? Lo será en cuanto se mantenga en sus raíces, en cuanto mantenga viva su memoria y su identidad, que la ha hecho sujeto de grandes proyectos y empresas. Pero aún podríamos preguntarnos con mayor radicalidad: ¿Será España, sencillamente, si deja de ser cristiana, si renuncia a la memoria de sus orígenes, de su proveniencia, que le dieron lugar, existencia y capacidad de generar humanidad nueva, esto es, si renuncia a sus raíces y fundamentos cristianos? Si dejara de ser cristiana –no ha dejado de serlo–, si sucumbiera a fuerzas disgregadoras y desvertebradoras, y olvidara o suprimiera sus raíces, España dejaría de ser España, dejaría sencillamente de ser; sería otra cosa u otras cosas; no seríamos, con toda certeza, lo que somos, la Nación que nos ha identificado y nos identifica como unidad en la diversidad del conjunto que constituimos, ni se nos identificaría como unidad en el conjunto de los pueblos.
El redescubrimiento del acontecimiento cristiano en toda su originalidad –lo que sucedió en Toledo en el 589 y lo que ha sido el «alma» de España que nos hizo artífices de gestas tan importantes en la historia–, con todo lo que comporta y aporta, sigue ofreciendo hoy, y seguirá ofreciendo mañana, la esperanza firme y duradera a la que aspira, también en estos momentos críticos, y si cabe más, España. Por eso, en estos momentos, apoyado en lo que dijera Benedicto XVI a España, ante las grandes necesidades, temores y esperanzas de España, la aportación específica y fundamental de la Iglesia se debe centrar en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: manifestar y decir con obras y palabras que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es el absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre.
Bien comprendió esto Santa Teresa cuando escribió: «Sólo Dios basta». Es una tragedia, sobre todo en los dos últimos siglos, que se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios que envió al mundo a su Hijo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna.
La gran y específica aportación, pues, de la Iglesia a España, y al mundo entero, no puede ser otra que vivir, y mostrar el rostro de Dios revelado en el rostro humano de Jesucristo, su Hijo, y conducir hasta Él. Ahí todo se hace nuevo y se llena de esperanza con la novedad y la luz de la verdad que se realiza en el amor y en el servicio sin fisuras al hombre. Pero, además y fundamentado en esa roca firme, la única en la que la Iglesia se sustenta, ella nos ofrece, en su doctrina social, criterios y orientaciones que nos sería muy útil escuchar y atender en estos momentos.
Me remito a dos Instrucciones pastorales de los años 2002 (Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias) y 2006 (Orientaciones morales ante la situación actual de España), de la Conferencia episcopal Española, de las que ahora, en el mes de noviembre se cumplen sendos aniversarios. También el magisterio de los Obispos españoles entra dentro de la doctrina social de la Iglesia que se ofrece a todos: a estos dos textos me remito.
Publicado en La Razón.
España como sociedad y ámbito social y cultural preexiste con anterioridad a la existencia de diversas configuraciones territoriales u organizativas que se han dado con posteridad a aquel evento de Toledo. Lo que somos como proyecto de vida en común hace referencia a aquel origen y a la tradición viva y dinámica que de él dimana: origen de unidad y tradición viva en unidad que debiera perdurar, porque amamos y nos importa España. Esta es la historia en su verdad no distorsionada. Sí, no me ruborizo en decirlo, porque esto integra y une y no excluye a nadie: amamos y nos importa España muchísimo. Apartarse de eso, de la unidad que somos, o debilitarlo, ha acarreado –lo podemos comprobar en la historia de siglos– división, enfrentamiento, rupturas y debilidad.
La última de nuestras rupturas, y la más grande debilidad nuestra desde las postrimerías del XIX, fue la terrible y dura guerra civil entre hermanos en el XX. Por eso, los actores de lo que denominamos la «transición», a los que nunca agradeceremos bastante su ejemplo, su pasión y su tesón, quisieron, por encima de todo, salvar a España, salvarla de desgarros y enfrentamientos, reconstruirla, unirla de nuevo, retejerla, en verdadera convivencia y entendimiento entre todos, buscar caminos de reconciliación y unidad para curar y sanar heridas, y, así, volver a un proyecto común de todos los españoles. Y lo hizo posible España, la idea de España, y ayudó la Constitución que España entera se dio. La unidad de todos en el mismo y plural proyecto de todos, España, nos reclama y apela a lo mejor de todos, a llevarlo a cabo; nos lo exige el bien común que es España, con sus pueblos que la forman e integran vertebradamente.
Desde esta mirada surge espontánea la pregunta: ¿es esto posible? Sí, es posible y hemos de luchar por esto; además, si ha sido posible en momentos más difíciles incluso que los que estamos pasando, ¿por qué no iba a serlo ahora? La Iglesia tiene una responsabilidad todavía mayor que el resto de la ciudadanía, porque está en la entraña misma de ese proyecto y porque ofrece criterios para actuar que deben hacer posible ese proyecto de bien común que nos constituye.
Pero ¿será cristiana la España del mañana? Lo será en cuanto se mantenga en sus raíces, en cuanto mantenga viva su memoria y su identidad, que la ha hecho sujeto de grandes proyectos y empresas. Pero aún podríamos preguntarnos con mayor radicalidad: ¿Será España, sencillamente, si deja de ser cristiana, si renuncia a la memoria de sus orígenes, de su proveniencia, que le dieron lugar, existencia y capacidad de generar humanidad nueva, esto es, si renuncia a sus raíces y fundamentos cristianos? Si dejara de ser cristiana –no ha dejado de serlo–, si sucumbiera a fuerzas disgregadoras y desvertebradoras, y olvidara o suprimiera sus raíces, España dejaría de ser España, dejaría sencillamente de ser; sería otra cosa u otras cosas; no seríamos, con toda certeza, lo que somos, la Nación que nos ha identificado y nos identifica como unidad en la diversidad del conjunto que constituimos, ni se nos identificaría como unidad en el conjunto de los pueblos.
El redescubrimiento del acontecimiento cristiano en toda su originalidad –lo que sucedió en Toledo en el 589 y lo que ha sido el «alma» de España que nos hizo artífices de gestas tan importantes en la historia–, con todo lo que comporta y aporta, sigue ofreciendo hoy, y seguirá ofreciendo mañana, la esperanza firme y duradera a la que aspira, también en estos momentos críticos, y si cabe más, España. Por eso, en estos momentos, apoyado en lo que dijera Benedicto XVI a España, ante las grandes necesidades, temores y esperanzas de España, la aportación específica y fundamental de la Iglesia se debe centrar en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: manifestar y decir con obras y palabras que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es el absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre.
Bien comprendió esto Santa Teresa cuando escribió: «Sólo Dios basta». Es una tragedia, sobre todo en los dos últimos siglos, que se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios que envió al mundo a su Hijo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna.
La gran y específica aportación, pues, de la Iglesia a España, y al mundo entero, no puede ser otra que vivir, y mostrar el rostro de Dios revelado en el rostro humano de Jesucristo, su Hijo, y conducir hasta Él. Ahí todo se hace nuevo y se llena de esperanza con la novedad y la luz de la verdad que se realiza en el amor y en el servicio sin fisuras al hombre. Pero, además y fundamentado en esa roca firme, la única en la que la Iglesia se sustenta, ella nos ofrece, en su doctrina social, criterios y orientaciones que nos sería muy útil escuchar y atender en estos momentos.
Me remito a dos Instrucciones pastorales de los años 2002 (Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias) y 2006 (Orientaciones morales ante la situación actual de España), de la Conferencia episcopal Española, de las que ahora, en el mes de noviembre se cumplen sendos aniversarios. También el magisterio de los Obispos españoles entra dentro de la doctrina social de la Iglesia que se ofrece a todos: a estos dos textos me remito.
Publicado en La Razón.
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