Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Enterrar a los muertos, última obra de misericordia


Nuestra fe en la resurrección está magníficamente expresada en la sepultura cristiana que realizamos en esos "dormitorios" que llamamos cementerios

por Monseñor José Ignacio Munilla

Opinión

Se acerca el final del Jubileo de la Misericordia, y la Santa Sede ha hecho pública la Instrucción Ad resurgendum cum Christo, para recordarnos la importancia de la última de las Obras de Misericordia: “enterrar a los muertos”. El hecho de que este Jubileo finalice en el mes de noviembre –mes tradicionalmente dedicado a la oración por los difuntos–, contextualiza la siguiente pregunta: ¿Tiene sentido seguir predicando en pleno siglo XXI el mandato cristiano de enterrar a los muertos, cuando la incineración lleva camino de ser la opción mayoritaria?

Es cierto que durante mucho tiempo la Iglesia se opuso a la práctica de la cremación de los cadáveres, porque se percibía en ese gesto una conexión con la mentalidad dualista platónica, según la cual el cuerpo debía ser destruido para liberar al alma de la cárcel de la materia. La Iglesia actualmente no la proscribe, porque está fuera de duda que esta práctica no está ligada en sí misma al dualismo platónico, ni al reencarnacionismo. Es decir, que, aunque la Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, comprende también las razones prácticas que en ocasiones pueden empujar a optar por la cremación: higiénicas, económicas, sociales, etc.

Ahora bien, más allá de la incineración, se han ido extendiendo diversas prácticas que oscurecen la fe cristiana en la resurrección de los muertos: la aventación de las cenizas en el mar o en la montaña, la conservación de las mismas en los hogares, la división de las cenizas entre los seres queridos, la transformación de las cenizas en recuerdos conmemorativos o piezas de joyería, etc. Por ello, es oportuno recordar que la obra de misericordia que nos insta a “enterrar a los muertos” sigue vigente, también para las cenizas incineradas. 

Es un hecho histórico que en tiempos del Imperio Romano, el cristianismo construyó cementerios antes que iglesias. De hecho, los cementerios fueron los primeros templos cristianos. Más aún, por influjo de la fe cristiana se sustituyó el nombre con el que se designaba el lugar destinado a los entierros, “necrópolis” (ciudad de los muertos),  por “cementerio” (dormitorio, del griego koimeterion). Tanto es así, que la fe cristiana en el más allá de la muerte, dio a luz un nuevo verbo latino: “depositar”. Frente al rito pagano en el que se hacía “donación” del cadáver a la madre tierra, el rito cristiano subraya que el cuerpo es “depositado” en la tierra, en espera de la resurrección.  La “depositio” era una evocación de la promesa de Cristo de recuperar el cuerpo enterrado.

En la concepción antropológica cristiana, el cuerpo no es una cárcel de la que el encarcelado deba huir, ni un vestido del que deba despojarse para buscar otro nuevo. El ser humano es una unidad sustancial de cuerpo y alma, de manera que la promesa de salvación de Jesucristo se dirige al hombre entero, sin excluir su corporeidad. La resurrección de Jesucristo, cuyo cadáver había sido “depositado” en aquella tumba de Jerusalén, es la clave a la hora de comprender cuál es nuestra esperanza cristiana. Y, por ello, el santo entierro de Jesús se ha convertido en el referente de la sepultura cristiana.

En definitiva, la fe cristiana en la resurrección está fundada en la misma resurrección de Jesucristo. Baste leer este texto paulino: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).

Por ello, una de las llamadas que se nos dirige al finalizar este Jubileo de la Misericordia, es la de poner por obra la última de las obras de misericordia corporales (“enterrar a los muertos”), al mismo tiempo que se nos invita a practicar la última de las obras de misericordia espirituales (“orar a Dios por vivos y difuntos”). Ambas están íntimamente unidas, por cuanto que cada vez que evocamos el “reposo” de nuestros seres queridos, sentimos la llamada a orar por su eterno descanso, rogando a Dios que llegue el día en que toda la familia nos reunamos en el Cielo.    

Al publicar la Instrucción Ad resurgendum cum Christo, la Iglesia no pretende turbar la paz de quienes optaron por aventar las cenizas de sus seres queridos. Es evidente que la gran mayoría lo hicieron con un grado de consciencia limitada y, en todo caso, ya no existe la posibilidad de rectificación. Obvia decir que tal práctica no es obstáculo alguno para la acción “recreadora” de Dios en la resurrección.

En cualquier caso, la presente Instrucción eclesial se ha demostrado necesaria, a tenor de la sorpresa que ha causado. En realidad, la Iglesia no ha hecho sino recordar una doctrina milenaria. Quizás debiéramos entonar nuestro “mea culpa” eclesial, porque una vez más se demuestra que un silencio prolongado en nuestra predicación equivale en la práctica a una duda, cuando no, a una negación. La fe cristiana se expresa en signos, y la renuncia a estos signos oscurece nuestra fe con el paso del tiempo.

Sin duda alguna, nuestra fe en la resurrección está magníficamente expresada en la sepultura cristiana que realizamos en esos “dormitorios” a los que llamamos cementerios. Observo con agrado que en algunos cementerios ya se van acondicionando lugares especiales –columbarios– para el entierro de las cenizas de los difuntos incinerados. Sin olvidar que podemos hacer  uso de los columbarios que ya existen en algunas de nuestras iglesias.
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