Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Su oficio: alegrar a Dios

Cartujos, o cómo vivir 24 horas para Dios

La orden fundada por san Bruno cuenta con 500 monjes y es la más estricta de la Iglesia.

Álex Navajas/ReL

Un monje cartujo
Un monje cartujo
Su oficio es «alegrar a Dios».

Se acuestan pasadas las siete de la tarde y se levantan a medianoche para rezar hasta bien entrada la madrugada.

Ayunan durante siete meses al año y observan el silencio casi toda la jornada.

Viven «ajenos a los rumores del mundo» y a sus conventos no llega la radio, ni la televisión ni los periódicos.

Son los cartujos, una orden que apenas agrupa a 500 monjes en todo el mundo pero que nunca ha dejado de ejercer una especial fascinación por la dureza de su vida.

En el año 1084, san Bruno abandonó su vida como canónigo y maestro de estudios en la escuela catedralicia de Reims (Francia) para retirarse con seis compañeros a las solitarias montañas alpinas de Chartreuse.

Allí fundó un pequeño eremitorio «para servir a Dios en el silencio y soledad del desierto».

Y es que, sin un profundo amor al silencio, no es posible vivir en la Cartuja.

«Más allá del cuidado por las cosas del mundo; más allá, incluso, de todo ideal humano y de la propia perfección, el cartujo busca a Dios. Éste es el secreto de la vida puramente contemplativa: vivir sólo para Dios, no desear más que a Dios, no saber sino a Dios y no poseer más que a Dios», sentencia el prior de la Cartuja de Miraflores, en Burgos.

Noche en oración
Para lograr este ideal, los cartujos observan una estricta regla; la más dura, seguramente, de todas las congregaciones religiosas.

«A las siete y media de la tarde nos acostamos y dormimos hasta las once y media de la noche. Entonces, todos los padres y hermanos nos dirigimos a la iglesia en ordenada fila a través de los solitarios claustros, apenas iluminados. Allí se apagan las luces y se hace un profundo silencio, hasta que el prior comienza el canto de maitines, que se prolonga hasta las tres de la madrugada», prosigue el prior.

Lo de partir el sueño en dos es de las normas que más cuesta a los aspirantes a cartujo. «Pero es que sentimos predilección por estas horas de alabanza nocturna, cuando el silencio de la noche convida a una oración más fervorosa», explica con sencillez el prior.

A las siete de la mañana, los cartujos se vuelven a levantar. Rezan, tienen misa cantada-que nunca dura menos de una hora- y pasan directamente a trabajar o estudiar.

«No desayunamos», afirma el prior, sin darle demasiada importancia. A las once y media tienen la comida, a base de legumbres, pescado o huevos y postre. Nunca carne.

Cuando ayunan -que es la mayor parte de año-, sustituyen la cena por un poco de pan y un vaso de vino.

Las celdas de los cartujos constan de dos plantas, en cuyo recinto hay lugar para una sala de estudio, un oratorio, un pequeño taller de carpintería y un huerto o jardín.
 
«Son estancias amplias, ya que el cartujo pasa en ellas la mayor parte del día», justifica el prior. «Sólo salimos de las celdas para ir a la misa, al rezo de vísperas y de maitines, al paseo de los lunes y a la recreación de los domingos», apostilla.

Su cama es una tosca tarima sobre la que se asienta un jergón de paja. Una almohada, también de paja, unas ásperas sábanas y pesadas mantas completan el lecho. Junto a él una estufa para madera que, pese al crudísimo invierno burgalés, casi nunca se enciende.
 
Equilibrio personal
Pero los cartujos no son gente extraña y ensimismada.

De hecho, es imprescindible contar con un extraordinario equilibrio mental y afectivo para entrar en la cartuja.

«Los desengaños de la vida, el deseo de vivir tranquilamente o, en general, cualquier razón egoísta no son motivos válidos para ser cartujo», asegura el prior.

El único motivo válido: el deseo de agradar a Dios.

«Mientras hay gente que visita las discotecas o los prostíbulos, o que ofende a Dios de tantas maneras, nosotros Le cantamos, y me lo imagino asomado al balcón escuchando agradecido», agrega con candidez el prior de la cartuja de Montealegre (Barcelona).

Además, pese a la dureza de su vida, los cartujos no pierden ni la salud ni el buen humor.

«Hubo un Papa que se preocupó por la salud de los cartujos y quiso obligarles a comer carne. Para ello envió un oficio al General de la orden mandándolo. Entonces el General le presentó a 40 cartujos en perfecto estado de salud y que pasaban todos de los 90 años. El Papa tuvo que cambiar de idea», concluye el prior del monasterio catalán.
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