El incierto futuro de los católicos caldeos en Irak tras la renuncia del patriarca Delly
En diciembre de 2003, en Roma, Emanuel Delly (que tenía 76 años) fue elegido como Patriarca «de transición», después de que una asamblea electoral del sínodo caldeo (que se llevó a cabo en Baghdad) concluyera con poco éxito.
Durante esa ocasión los candidatos (que no obtuvieron los dos tercios necesarios para la elección) eran el jesuita Antoine Audo, obispo caldeo de Aleppo, y Sarhad Jammo, obispo de San Diego (California), hombre clave de la diáspora iraquí en los Estados Unidos.
Durante la disputa electoral hubo incluso golpes bajos, como las acusaciones indignas de complicidad con el partido Baath en contra del sirio Audo. En el sínodo electoral de Roma, la Congregación de las Iglesias orientales (que entonces dirigía el cardenal Ignace Moussa I Daoud, antes patriarca siro-católico) había expresado el deseo de que fuera elegido como Patriarca un obispo que viviera en Irak y no en el extranjero. Se daba a entender que, ante una nueva situación de estancamiento, el Papa habría tomado la decisión personalmente.
La solución temporal fue la que permitió la llegada de Delly, el arzobispo auxiliar de Baghdad, que había renunciado por motivos de edad a su puesto, al que había llegado 30 años antes, durante la época del Patriarca caldeo Paul II Cheikho.
El Patriarcado de Delly coincidió con uno de los periodos más difíciles de la historia reciente de la comunidad cristiana iraquí, víctima fácil de los extremistas que se desencadernaron para ajustar cuentas entre los sunitas y los chiítas.
Fueron los años de la ocupación estadounidense, de los atentados en contra de las Iglesias, de los secuestros, de las operaciones de limpieza confesional que soportaron los barrios cristianos de Baghdad y de Mossul, de la fuga hacia Siria, Líbano y los países occidentales.
En algunos casos volvió a surgir la tasa de la “al-jezia”, impuesta por bandas criminales a las familias cristianas como cuota para no ser masacradas o expulsadas de sus casas. El seminario en Baghdad fue trasladado al norte por motivos de seguridad. Lo mismo sucedió con el Babel College, con la Pontificia Facultad de Filosofía y de Teología (que se transformó en un cuartel estadounidense sin el consenso del Patriarcado).
«Grupos iraquíes cristianos –escribió el politólogo y analista estadounidense Glenn Clancy en abril de 2004– han definido las políticas de la administración Bush en Irak como una “pérfida conspiración”. Es probable que esta perfidia conduzca a la extinción de una de las naciones cristianas más antiguas en el mundo en su misma madre tierra».
La Iglesia caldea no se extinguó. Pero algunos de los obispos iraquíes creen que el liderazgo del Patriarca no estuvo a la altura de una situación tan complicada y dolorosa. En junio de 2007, los 5 obispos caldeos del norte llegaron a desertar de una asamblea del sínodo. Un mes después publicaron un comunicado para explicar su boicot y denunciar la «condición enferma» en la que aparecía relegada, según su opinión, toda la vida pastoral y la vivacidad apostólica de las comunidades caldeas. «Nuestras diócesis», escribieron los obispos que suscribieron el llamado, «son pequeñas y se basan en la improvisación. Consideraciones miopes y personales llevan a la elección de personas indignas para cubrir puestos importantes, con lo que se debilita su unidad, su testimonio, su actividad pastoral y sus instituciones».
En el comunicado se pedía volver a una alta espiritualidad, recuperar la buena reputación, la sólida cultura y la necesaria apertura que deben distinguir a los candidatos al episcopado. Además, los obispos rechazaban algunos proyectos que pretendían concentrar a las comunidades cristianas iraquíes bajo el “safe heaven” de la Llanura de Nínive, «porque todo Irak es nuestra patria y nosotros debemos vivir juntos al lado de nuestros compatriotas, en paz y armonía».
El nuevo Patriarca tendrá que considerar todas estas cuestiones y deberá conjugar una renovada sensibilidad pastoral y una mirada atenta para atender todos los factores que se mueven en un escenario regional incierto y mutable. La decisión para la sucesión estará influida seguramente por diferentes elementos: el papel que han jugado los obispos cercanos de Dellay, el obispo Jammo y las comunidades de la diáspora, en donde muchos se autoproclaman paladines de la identidad cultural y litúrgica caldea; las iniciativas del hiperactivo arzobispo de Kirkuk, Louis Sako, y de los obispos más jóvenes como Bashar Warda, titular de la sede de Erbil (que está viendo aumentar su influencia); y los concensos que podría obtener el sirio Audo, que como presidente de la Cáritas Siria comparte todos los días la tragedia que vive su pueblo.
Durante esa ocasión los candidatos (que no obtuvieron los dos tercios necesarios para la elección) eran el jesuita Antoine Audo, obispo caldeo de Aleppo, y Sarhad Jammo, obispo de San Diego (California), hombre clave de la diáspora iraquí en los Estados Unidos.
Durante la disputa electoral hubo incluso golpes bajos, como las acusaciones indignas de complicidad con el partido Baath en contra del sirio Audo. En el sínodo electoral de Roma, la Congregación de las Iglesias orientales (que entonces dirigía el cardenal Ignace Moussa I Daoud, antes patriarca siro-católico) había expresado el deseo de que fuera elegido como Patriarca un obispo que viviera en Irak y no en el extranjero. Se daba a entender que, ante una nueva situación de estancamiento, el Papa habría tomado la decisión personalmente.
La solución temporal fue la que permitió la llegada de Delly, el arzobispo auxiliar de Baghdad, que había renunciado por motivos de edad a su puesto, al que había llegado 30 años antes, durante la época del Patriarca caldeo Paul II Cheikho.
El Patriarcado de Delly coincidió con uno de los periodos más difíciles de la historia reciente de la comunidad cristiana iraquí, víctima fácil de los extremistas que se desencadernaron para ajustar cuentas entre los sunitas y los chiítas.
Fueron los años de la ocupación estadounidense, de los atentados en contra de las Iglesias, de los secuestros, de las operaciones de limpieza confesional que soportaron los barrios cristianos de Baghdad y de Mossul, de la fuga hacia Siria, Líbano y los países occidentales.
En algunos casos volvió a surgir la tasa de la “al-jezia”, impuesta por bandas criminales a las familias cristianas como cuota para no ser masacradas o expulsadas de sus casas. El seminario en Baghdad fue trasladado al norte por motivos de seguridad. Lo mismo sucedió con el Babel College, con la Pontificia Facultad de Filosofía y de Teología (que se transformó en un cuartel estadounidense sin el consenso del Patriarcado).
«Grupos iraquíes cristianos –escribió el politólogo y analista estadounidense Glenn Clancy en abril de 2004– han definido las políticas de la administración Bush en Irak como una “pérfida conspiración”. Es probable que esta perfidia conduzca a la extinción de una de las naciones cristianas más antiguas en el mundo en su misma madre tierra».
La Iglesia caldea no se extinguó. Pero algunos de los obispos iraquíes creen que el liderazgo del Patriarca no estuvo a la altura de una situación tan complicada y dolorosa. En junio de 2007, los 5 obispos caldeos del norte llegaron a desertar de una asamblea del sínodo. Un mes después publicaron un comunicado para explicar su boicot y denunciar la «condición enferma» en la que aparecía relegada, según su opinión, toda la vida pastoral y la vivacidad apostólica de las comunidades caldeas. «Nuestras diócesis», escribieron los obispos que suscribieron el llamado, «son pequeñas y se basan en la improvisación. Consideraciones miopes y personales llevan a la elección de personas indignas para cubrir puestos importantes, con lo que se debilita su unidad, su testimonio, su actividad pastoral y sus instituciones».
En el comunicado se pedía volver a una alta espiritualidad, recuperar la buena reputación, la sólida cultura y la necesaria apertura que deben distinguir a los candidatos al episcopado. Además, los obispos rechazaban algunos proyectos que pretendían concentrar a las comunidades cristianas iraquíes bajo el “safe heaven” de la Llanura de Nínive, «porque todo Irak es nuestra patria y nosotros debemos vivir juntos al lado de nuestros compatriotas, en paz y armonía».
El nuevo Patriarca tendrá que considerar todas estas cuestiones y deberá conjugar una renovada sensibilidad pastoral y una mirada atenta para atender todos los factores que se mueven en un escenario regional incierto y mutable. La decisión para la sucesión estará influida seguramente por diferentes elementos: el papel que han jugado los obispos cercanos de Dellay, el obispo Jammo y las comunidades de la diáspora, en donde muchos se autoproclaman paladines de la identidad cultural y litúrgica caldea; las iniciativas del hiperactivo arzobispo de Kirkuk, Louis Sako, y de los obispos más jóvenes como Bashar Warda, titular de la sede de Erbil (que está viendo aumentar su influencia); y los concensos que podría obtener el sirio Audo, que como presidente de la Cáritas Siria comparte todos los días la tragedia que vive su pueblo.
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