La sovietización de la Segunda República
Uno de los mitos erigidos por la historiografía oficializada y academicista en las últimas décadas ha sido el de la postulación de la II República española como epítome de una joven democracia virginal, plena de gracia y buenas intenciones, y asediada por unos pérfidos y taimados enemigos que no le dieron tregua en sus propósitos reformistas y modernizadores.
Los conspicuos detractores del nuevo régimen conspirarían contra éste desde sus mismos inicios. Así, una conjunción de terratenientes, industriales, millonarios, eclesiásticos, militares y alta burguesía se juramentarían para la destrucción de un sistema que perseguía la abolición de privilegios seculares. De las tentativas europeizantes y democratizadoras, las clases perjudicadas en ese proceso sacarían las consecuencias pertinentes, que cristalizarían en la exasperación de julio de 1936.
Esta visión maniquea de la Historia, plasmada en la definición casi puramente negativa de uno de los bandos en liza, necesita de la justificación racional de la parte contraria. De modo que bajo la franja morada de la enseña republicana se cobijen todos aquellos que, llevados de pulsiones quizá confusas, pero justas y bienintencionadas a la postre, pretendían la necesaria reforma de una tan insostenible situación de desigualdad y atraso.
Cierto que los anarquistas –sin valedores de peso en nuestro tiempo que se batan el cobre por ellos- protagonizaron algunos episodios poco memorables, pero la izquierda marxista y republicana estaba esencialmente en la mejor de las disposiciones democráticas, pese a los innegables excesos que, fruto de la situación generada por la sublevación, pudieron producirse. A fin de sostener esta interpretación interesada de la problemática generada en la España de aquél tiempo, la historiografía oficialista ha levantado un edificio supuestamente sólido, eso sí, apoyado en un trabajo indudablemente profesional y documental de primer orden.
Cierto que los anarquistas –sin valedores de peso en nuestro tiempo que se batan el cobre por ellos- protagonizaron algunos episodios poco memorables, pero la izquierda marxista y republicana estaba esencialmente en la mejor de las disposiciones democráticas, pese a los innegables excesos que, fruto de la situación generada por la sublevación, pudieron producirse. A fin de sostener esta interpretación interesada de la problemática generada en la España de aquél tiempo, la historiografía oficialista ha levantado un edificio supuestamente sólido, eso sí, apoyado en un trabajo indudablemente profesional y documental de primer orden.
Uno de los problemas que plantea esta ponderación del estado de cosas existente durante la II República se refiere al papel del Partido Comunista de España. La trayectoria de esta organización resulta extremadamente reveladora a los fines de comprender la naturaleza última del régimen republicano entre 1931 y 1939. Un régimen establecido de la mano de decimonónicos conspiradores, que poca devoción profesaron a la legalidad cuando esta no satisfizo sus expectativas por más que, sustanciado el conflicto en contra de sus objetivos y aspiraciones, transformasen mendazmente esa pretendida sacralidad legalista en la razón de ser de su propia causa.
Motivos que favorecen la manipulación de la Historia
Entre los motivos que favorecen la manipulación de esta parte de la Historia española se cuenta la transformación del sistema republicano, operada con notable rapidez. Entre 1931 y 1939, pasando por los hitos de 1934 y 1936, la II República sufre una serie de mutaciones a través de la acumulación de saltos cualitativos que terminan por hacer irreconocible el régimen del 14 de abril. Júzguese como se quiera el proceso que comienza con la huída del monarca y culmina en la Constitución de diciembre, su naturaleza es distinta de la República en guerra. No puede negarse –como en todo proceso histórico, por otro lado- que esta asienta sus cimientos en aquella; pero tampoco puede afirmarse que una y otra sean la misma.
La historiografía progresista insiste, particularmente, en negar este punto por razones fácilmente explicables. La existencia de elementos de continuidad contribuye, sin duda, a apuntalar la defensa de una versión democrática y europea de la II República española durante todo su recorrido; los elementos disfuncionales serían atribuibles no tanto a la esencia del régimen cuanto a necesidades objetivas no siempre deseadas por éste.
El hecho de que la política exterior continuase en manos del Estado –lo que no reflejaba la realidad social y política de lo que estaba sucediendo en la zona republicana- ha sido un factor de incuestionable trascendencia a la hora de asentar el discurso oficialista; la realidad desbordada del doble poder revolucionario se superponía -hasta imponerse- al de las autoridades republicano-estatales, pero ese mismo poder revolucionario o entendía la necesidad de conservar las estructuras externas de las relaciones internacionales, con lo que esos formalismos epidérmicos conservaban su virtualidad (caso de socialistas, comunistas y nacionalistas) o bien se desentendía de él (caso de los anarquistas, sindicalistas y poumistas). Ninguno le era, pues, contrario. Por lo tanto –y en función de esa faceta concreta de la política nacional y del formalismo gubernamental-, el continuismo republicano estaba asegurado –aun de forma ficticia- tanto en la España en guerra de los años treinta como en la historiografía de fines del XX y comienzos del XXI. Y esa es la base de partida de una historia de España que viene siendo objeto de un enmascaramiento y falseamiento sin igual desde hace decenios.
El hecho de que la política exterior continuase en manos del Estado –lo que no reflejaba la realidad social y política de lo que estaba sucediendo en la zona republicana- ha sido un factor de incuestionable trascendencia a la hora de asentar el discurso oficialista; la realidad desbordada del doble poder revolucionario se superponía -hasta imponerse- al de las autoridades republicano-estatales, pero ese mismo poder revolucionario o entendía la necesidad de conservar las estructuras externas de las relaciones internacionales, con lo que esos formalismos epidérmicos conservaban su virtualidad (caso de socialistas, comunistas y nacionalistas) o bien se desentendía de él (caso de los anarquistas, sindicalistas y poumistas). Ninguno le era, pues, contrario. Por lo tanto –y en función de esa faceta concreta de la política nacional y del formalismo gubernamental-, el continuismo republicano estaba asegurado –aun de forma ficticia- tanto en la España en guerra de los años treinta como en la historiografía de fines del XX y comienzos del XXI. Y esa es la base de partida de una historia de España que viene siendo objeto de un enmascaramiento y falseamiento sin igual desde hace decenios.
El partido comunista la más resuelta organización del espectro frentepopulista
En definitiva, desde el estallido de la guerra, la única fuerza que tuvo una verdadera dirección política fue el PCE. La claridad de objetivos y la seguridad de la ruta a recorrer, la extrema adaptabilidad –dentro de unas líneas generales de actuación marcadas desde la Internacional Comunista- y los factores del apoyo externo de la Unión Soviética, hicieron del partido comunista la más resuelta organización del espectro frentepopulista y la auténtica beneficiaria del conflicto en los primeros meses. Frente a las posturas extremistas de las demás organizaciones obreras, el PCE ocupó un espacio de centralidad y responsabilidad junto al gobierno y una táctica más gradualista y menos traumática que la de sus competidores. Los comunistas redujeron la venalidad y la arbitrariedad que caracterizaron a la zona frentepopulista; todo resultaba más sencillo y racional, más seguro y comprensible.
El PCE utilizó la división de sus competidores, sus contradicciones, la irresolubilidad de sus propósitos, su debilidad, su carencia de un proyecto real y racional. Se apropió de los espacios clave, como eran los de la propaganda y los militares, los abastos y la administración, dándole un sentido continuista a la situación política. Su disciplina y decisión hicieron posible que se impusiera sobre organizaciones como la CNT, inmensamente mayores, o que fuera capaz de infiltrar el PSOE, hasta apropiarse de todo lo que merecía la pena en la gran organización socialista.
Es cierto que se aprovechó de enemigos que se encontraban debilitados (gobierno, PSOE, CNT, POUM) pero no lo es menos que supo encontrar sus flaquezas. Por ejemplo, el PSOE sufría un desgarro interno al que le había llevado la división entre los maximalistas del marxismo y los socialdemócratas; y la CNT adolecía permanentemente de muchas taras constitutivas, pero la virtud del PCE fue, en ambos casos, saber explotar las debilidades internas de ambas organizaciones.
El PCE utilizó la división de sus competidores, sus contradicciones, la irresolubilidad de sus propósitos, su debilidad, su carencia de un proyecto real y racional. Se apropió de los espacios clave, como eran los de la propaganda y los militares, los abastos y la administración, dándole un sentido continuista a la situación política. Su disciplina y decisión hicieron posible que se impusiera sobre organizaciones como la CNT, inmensamente mayores, o que fuera capaz de infiltrar el PSOE, hasta apropiarse de todo lo que merecía la pena en la gran organización socialista.
Es cierto que se aprovechó de enemigos que se encontraban debilitados (gobierno, PSOE, CNT, POUM) pero no lo es menos que supo encontrar sus flaquezas. Por ejemplo, el PSOE sufría un desgarro interno al que le había llevado la división entre los maximalistas del marxismo y los socialdemócratas; y la CNT adolecía permanentemente de muchas taras constitutivas, pero la virtud del PCE fue, en ambos casos, saber explotar las debilidades internas de ambas organizaciones.
El gran engaño
Si tuviéramos que resumir las razones de las que se sirvió el PCE en el proceso de sovietización de la II República, enumeraríamos los siguientes puntos:
1. El ascendente sobre otras fuerzas de izquierda desde la revolución de octubre de 1934, que fue fraguando una cierta admiración entre los cuadros de estas hacia el partido comunista.
2. La superior disciplina y organización.
3. La correcta interpretación de las necesidades de la zona frentepopulista.
4. La acertada adopción de tácticas hegemónicas sobre el conjunto de las fuerzas izquierdistas.
5. La implacabilidad y el realismo en un momento histórico que lo demandaba.
6. La erección de mitos políticos a través de un manejo magistral de la propaganda.
7. La capacidad de situarse políticamente en ese espacio de centralidad y responsabilidad que había dejado huérfano el extremismo irresponsable del resto de organizaciones izquierdistas, desarrollando un revolucionarismo racional.
8. La combinación del deseo del partido de apoderarse de parcelas de poder junto con la necesidad de eficacia del gobierno.
9. La ayuda militar soviética en forma de armas, técnicos, oficiales, agentes y las Brigadas Internacionales. Sin duda, este factor terminó por ser decisivo.
10. Una disposición objetiva por parte de las organizaciones izquierdistas –especialmente el PSOE, pero no sólo- para desembocar en el comunismo en función de la evolución que los dirigentes habían llevado durante la II República, incluso mucho antes de la guerra.
Estimo como esenciales los tres últimos puntos, siendo los siete primeros condiciones propias del partido, que no hubieran bastado en caso de no haberse producido los finalmente enumerados.
De forma imperceptible pero implacable, el PCE fue adueñándose de los resortes del poder sin que sus más poderosos socios frentepopulistas y gubernamentales supieran ponerle freno. Y, de esta manera, tomó forma la sovietización de una república que, mediante un proceso de transformación paulatino –aunque no sin sobresaltos-, terminó en los brazos de la Unión Soviética y sus secuaces del Partido Comunista de España.
Para ampliar el contenido de este artículo puede verse:
PAZ CRISTÓBAL, Fernando, “La sovietización de la Segunda República”, en Razón española: Revista bimestral de pensamiento, ISSN 0212-5978, Nº. 146, 2007, pags. 293-329.
Comentarios