Martes, 05 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

¿Hacia qué Educación para la Ciudadanía?

Cabe preguntarse si realmente resulta posible un conocimiento de la Constitución y de las instituciones realmente aséptico, neutral y por completo libre de ideología

Alejandro Campoy

En el programa electoral con el que el Partido Popular ha concurrido a las pasadas elecciones generales, podíamos leer lo siguiente:

 
Elevaremos la formación cívica de los alumnos, sustituyendo la asignatura educación para la ciudadanía por otra cuyo contenido esté basado en el aprendizaje de los valores constitucionales y en el conocimiento de las instituciones españolas y europeas.

 
Pues bien, los dos conceptos clave de esta propuesta son, sin duda, la “formación cívica” y los “valores constitucionales”. El movimiento de objeción de conciencia desarrollado en oposición a la asignatura zapaterista puso el acento desde el primer momento en que lo que no se podía admitir era el intento de modelar las conciencias de los alumnos de forma obligatoria por parte de los poderes públicos. Y esto sigue siendo válido sea cual fuere el partido en el Gobierno. Ningún partido, ninguna ideología puede atribuirse la facultad de modelar las conciencias de los educandos en un Estado en el que está obligado por ley a la neutralidad ideológica. Ni puede hacerlo el PSOE, ni puede hacerlo el PP.

 
Dicho ésto, cabe preguntarse si realmente resulta posible un conocimiento de la Constitución y de las instituciones realmente aséptico, neutral y por completo libre de ideología. La tarea es difícil, toda vez que ningún jurista y constitucionalista está libre de su propia interpretación ideológica de la Constitución, tanto más cuando el propio Tribunal Constitucional ya no es más que una institución bastardeada y puesta al servicio de las sucesivas mayorías parlamentarias, de lo cual ya ha dejado abundantes muestras en los últimos años.

 
Y sin embargo, en la propuesta del PP se contiene una evidencia difícil de rebatir: cuando se dice “Elevaremos la formación cívica de los alumnos” se está poniendo de manifiesto una realidad que afecta a la sociedad española hasta sus más profundas raíces: el total o casi completo desconocimiento de la naturaleza y funciones de las instituciones que conforman lo que llamamos todavía de forma residual nuestro “Estado de derecho” y las principales características del ordenamiento jurídico contenido en la Constitución.

 
Repetidamente hemos ido viendo como una amplísima mayoría de la sociedad justificaba cualquier tipo de tropelía por parte del poder ejecutivo como la cosa más natural del mundo, desde la más completa ignorancia de su flagrante ilegalidad o incluso inconstitucionalidad. Demasiado extensa es todavía la proporción de “voto cautivo”, caracterizado éste por la dependencia del votante de aquello que diga el partido de turno al que de alguna forma todavía predemocrática “deben sumisión”.

 
Aún más, esa amplia mayoría de voto cautivo ha delegado en el partido de sus preferencias la tarea de que éste le interprete la realidad política, social y económica, cuando en una democracia madura esto debería ser al revés, siendo la sociedad la que le dictara a los partidos aquellas prioridades, principios y actuaciones que les reclaman como exigencia para poder otorgarles su confianza. Pero en España aún la mayoría se sigue moviendo dentro de los tres o cuatro topicazos con los que se despacha de forma simplista y pueril la imprescindible necesidad de participar activamente en la gestión de la cosa pública.

 
Por lo tanto, es una evidencia que no se puede negar la escasísima formación cívica de la sociedad española, lo cual de por sí ya justificaría la existencia de una asignatura de tal tipo, orientada a elevar de forma gradual y progresiva dicha formación y a ir profundizando en la sociedad una madurez democrática aún muy lejana de alcanzar.

 
Dicho ésto, nos encontramos con la segunda de las claves que hemos destacado en la propuesta contenida en el programa electoral de los populares: el aprendizaje de los “valores constitucionales”. El uso y abuso que se ha realizado en el pasado de la palabra “valores” hace que inevitablemente haya que ponerse en guardia. Hoy en día un “valor” puede ser casi cualquier cosa, desde un valor supremo consagrado en la constitución como tal, por ejemplo la libertad, hasta la última invención del ideólogo de turno como pueda ser la “equidad”, término escurridizo con el que unos se refieren a unas cosas y otros a otras.

 
Del mismo modo, nos encontramos con que los propios valores superiores del ordenamiento jurídico que la Constitución reconoce como tales adolecen de una ataque de polisemia difícil de superar: así, ante el valor “igualdad” unos entienden igualdad ante la ley, otros entienden igualdad de oportunidades, otros igualdad de resultados, otros igualdad de género, otros “vivienda gratis para todos” y otros directamente “quiero vivir sin trabajar”. Sin embargo, sí parece existir un punto común dificil de cuestionar, y debería encontrarse en aquellos aspectos en los que todo el complejo entramado jurídico institucional no es cuestionado por nadie; así, por ejemplo en lo relativo a la igualdad, la formulación contenida en el artículo 14 establece que “Los españoles son iguales ante la ley...”. Desde ningún sector ideológico o partidista de la sociedad se cuestiona ésto.

 
No obstante, el propio artículo 14 consagra el principio de no discriminación: “...sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal y social”. No parece necesario incidir demasiado en el que el principio de no discriminación se ha convertido en una especie de saco en el que puede caber casi cualquier cosa, desde las reivindicaciones igualitarias de las mujeres, pasando por la equiparación de la heterosexualidad y la homosexualidad hasta cualquier reivindicación que quieran plantear los feos, los calvos o las gordas relativas a su condición por las que puedan llegar a sentirse discriminados. Simultáneamente, se han estado produciendo situaciones de discriminación de facto por razón de religión y/o opinión, incluso por razón de la lengua vehicular, sin que los poderes públicos hayan dado la menor muestra de haber tomado nota de las mismas. Urge clarificar y poner unos límites a las posibilidades de interpretación de este principio constitucional, así como de otros cuantos más.

 
Así, nos encontramos con tres tipos de valores y principios constitucionales que habría que desarrollar del modo más aséptico posible: los valores anteriores al ordenamiento consitucional, los valores superiores positivados en la Constitución y los principios constitucionales.

 
Los valores anteriores al ordenamiento constitucional son el valor de la vida y la dignidad de la persona, tal y como interpreta la Sentencia del Tribunal Constitucional 53/1985, de 11 de abril, en la que se afirma que “dicho derecho a la vida, reconocido y garantizado en su doble significación física y moral por el artículo 15 de la Constitución española, es la proyección de un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional, -la vida humana- y constituye el derecho fundamental esencial y troncal en cuanto es el supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible”.

 
De igual forma, la dignidad aparece en el artículo 10 de la CE donde se manifiesta que los derechos “son inherentes a la dignidad de la persona”, valor anterior al propio ordenamiento constitucional y vinculado a la propia naturaleza humana

 
Los valores superiores positivados en el artículo 1.1 son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.

 
Los principios constitucionales son los enumerados en el artículo 9.3: legalidad, jerarquía normativa, publicidad de las normas, irretroactividad, seguridad jurídica, resposabilidad de los poderes públicos e interdicción

 
Bastaría con que los educandos tuvieran un conocimiento claro y preciso del verdadero valor y alcance de todos estos conceptos para que el grado de madurez democrática de la sociedad española experimentara un crecimiento exponencial. Claro está que el nivel de abstracción y complejidad de los mismos, así como del resto del texto constitucional convierten en absurdo el intento de intruducirlos de forma temprana en la educación primaria y el primer ciclo de la ESO. El rediseño de un cierto tipo de formación cívica tendría que ceñirse, pues, al tercer y cuarto curso de la ESO y al primero de bachillerato, más si como parece el cuarto de la ESO va camino de transformarse en un primer curso de bachillerato.

 
Si el Partido Popular consigue articular de forma satisfactoria una formación cívica seria y rigurosa, no cabe duda de que contará con el apoyo de la práctica totalidad de la sociedad española, salvo aquellos sectores cuyo analfabetismo político mueva a una oposición irracional o interesada. Y desde luego, contará con el apoyo de todos aquellos que hemos objetado hasta hoy a la Educación para la Ciudadanía zapaterista.
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