Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Edificios de cemento armado: educación, laicismo y sentido religioso.

No en vano hemos escuchado en España recientemente a jóvenes intoxicados por esta mentalidad transmitida en las aulas una expresión que lo dice todo: "tenemos derecho a tener derechos". Es decir: los jóvenes no esperan nada de su propia educación, de su propio esfuerzo; sólo esperan que el Estado dé satisfacción a todo lo que desean, y que ellos perciben –porque así se les ha hecho creer- como derechos.

Victoria Llopis

En su reciente viaje a Alemania, el Papa Benedicto XVI reflexionando sobre el laicismo imperante en Occidente, mencionó ante el Parlamento la expresión “edificios de cemento armado”, es decir, edificios sin ventanas, en los que el hombre logra el clima y la luz para desenvolverse, sin querer recibir ya nada de Dios.

Esta idea es un homenaje intelectual al gran educador que fue Giussani, quien en su libro titulado “El sentido de Dios y el hombre moderno”  ya avanzaba en los años 80 el rostro que adquiriría el laicismo en nuestro tiempo, y que está determinando la educación recibida por varias generaciones de jóvenes.

Decía Giussani que hoy hay un deliberado intento de sofocar el sentido religioso, de no hacerlo actuar como un factor existencialmente vivo, operante en la dinámica educativa y en la dinámica de las relaciones sociales, para congelarlo como un factor obsoleto. Ello determina una abrupta separación entre lo sagrado y lo profano. En definitiva, Dios, si existe, no importa. Y así, esta separación se convierte lentamente en lugar común de los doctos, se hace cultura dominante. Y mediante la educación estatal obligatoria su contenido penetra el corazón y la mente de todo el pueblo, convirtiéndose en mentalidad social. Y cuanto más se extiende esa mentalidad, Dios no sólo se aleja más, sino que empieza a no ser tolerado si pretende intervenir en esos destinos de los que el hombre se cree dueño.

Y Giussani hacía otra afirmación fundamental y profética: "El término que indica con propiedad esta concepción, una vez convertida en mentalidad social a través de una influencia cultural que se ha convertido en dominante mediante el poder político y la educación pública es el de laicismo". Por eso, "el verdadero enemigo de una auténtica religiosidad no es tanto el ateísmo cuanto este laicismo, como profesión pública de que el hombre se pertenece y se basta a sí mismo".

Para explicar el origen de esta situación recurre a una interesante imagen de la razón ilustrada como si fuera una habitación: podrá ser todo lo grande que se desee, pero no dejará de ser un espacio cerrado. La razón entendida como medida de lo real es de hecho una prisión; declara que más allá de los muros de la habitación no hay nada. El hombre-medida-de-todas-las-cosas es un ser que se encierra en un limitado horizonte, haciendo imposible cualquier novedad en su vida. Lo que mi metro no puede medir, no existe. Cuando la razón se queda en habitación, destruye su fuerza y sofoca la aventura de la vida, que debería ser siempre descubrimiento y creatividad. En cambio, para la fe cristiana la razón no es habitación, sino ventana, es decir, espacio de ruptura del muro, posibilidad de otear una realidad en la cual dicha mirada nunca termina de entrar del todo. La imagen de Giussani me sugiere esta definición de laicismo: "una habitación sin vistas". Un “edificio de cemento armando”, en palabras del Papa.

Giussani realizaba ya en los años 80 una vigorosa invitación a abrir las ventanas de la habitación, anticipando la idea central del discurso de Benedicto XVI en Ratisbona y su apremiante llamada a los que se creen depositarios de los logros de la Ilustración a superar esa "autolimitación moderna de la razón" y a "ensanchar la razón", para que esa "verdad enloquecida" -como denominaba Chesterton al error- no termine de ahogar al hombre de este siglo XXI.

En ese sentido, es también muy pertinente la descripción que hace Giussani de los efectos que la razón mutilada o voluntariamente encerrada en su habitación sin vistas ha producido en el hombre actual. En primer lugar, esa "limitación impuesta por la razón misma a lo que es empíricamente verificable", curiosamente, ha desarrollado un "síndrome del optimismo" que se afirma con certeza dogmática. En segundo lugar, se puede hablar de una "antropología de la disolución", con una desesperación ética que es palpable en la sociedad, una destrucción de la utilidad del tiempo; y, finalmente, una profunda soledad. Y algo peor: en este escenario, el único dique realista que la humanidad de hoy sabe poner a su propia disolución es el Estado; el Estado como fuente de todo.

No en vano hemos escuchado en España recientemente a jóvenes intoxicados por esta mentalidad transmitida en las aulas una expresión que lo dice todo: “tenemos derecho a tener derechos”. Es decir: los jóvenes no esperan nada de su propia educación, de su propio esfuerzo; sólo esperan que el Estado dé satisfacción a todo lo que desean, y que ellos perciben –porque así se les ha hecho creer- como derechos.

Sobre esta disfunción antropológica que está generando la escuela laicista o cuanto menos cerrada a preguntas fundamentales, una vez más el Papa Benedicto ofrecía su luminoso diagnóstico y propuestas de solución en el discurso dirigido a la asamblea general de la Conferencia Episcopal italiana en Mayo de 2010, del que destaco estos pasajes:

Me parece necesario ir hasta las raíces profundas de esta emergencia educativa para encontrar también las respuestas adecuadas a este desafío. Yo veo sobre todo dos. Una raíz esencial consiste en un falso concepto de autonomía del hombre: el hombre debería desarrollarse solo por sí mismo, sin imposiciones por parte de los demás, los cuales podrían asistir a su autodesarrollo, pero no entrar en este proceso. En realidad, es esencial para la persona humana el hecho de que llega a ser ella misma sólo desde el otro, el “yo” se convierte en sí mismo sólo desde el “tu” y desde el “vosotros”, está creado para el diálogo, para la comunión sincrónica y diacrónica. Y sólo el encuentro con el “tu” y con el “nosotros” abre el “yo” a sí mismo. Por ello la llamada educación antiautoritaria no es educación, sino renuncia a la educación: así no nos es dado lo que nosotros debemos dar a los demás, es decir, este "tu" y "nosotros" en el que el “yo” se abre a sí mismo. La otra raíz de la emergencia educativa yo la veo en el escepticismo y en el relativismo (...)

Educar no ha sido nunca fácil, pero no debemos rendirnos. Despertemos más bien en nuestras comunidades esa pasión educativa, que es una pasión del “yo” por el "tu", por el "nosotros", por Dios, y que no se resuelve en una didáctica, en un conjunto de técnicas ni tampoco en la transmisión de principios áridos. Educar es formar a las nuevas generaciones, para que sepan entrar en relación con el mundo, fuertes en una memoria significativa que no es sólo ocasional, sino acrecentada por el lenguaje de Dios que encontramos en la naturaleza y en la Revelación, por un patrimonio interior compartido, por la verdadera sabiduría que, mientras reconoce el fin trascendental de la vida, orienta el pensamiento, los afectos y el juicio.(...)

Los jóvenes albergan una sed en su corazón, y esta sed es una búsqueda de significado y de relaciones humanas auténticas, que ayuden a no sentirse solos ante los desafíos de la vida. Es deseo de un futuro menos incierto gracias a una compañía segura y fiable, que se acerca a cada persona con delicadeza y respeto, proponiendo valores sólidos a partir de los cuales crecer hacia metas altas, pero alcanzables.(...) Volvamos, por tanto, a proponer a los jóvenes la medida alta y trascendente de la vida, entendida como vocación.(...)

La tarea educativa necesita lugares creíbles: ante todo la familia, con su papel peculiar e irrenunciable; la escuela, horizonte común más allá de las opiniones ideológicas; la parroquia, “fuente del pueblo”, lugar de experiencia que inicia a la fe en el tejido de las relaciones cotidianas. En cada uno de estos ámbitos es decisiva la calidad del testimonio, vía privilegiada de la misión eclesial. La acogida de la propuesta cristiana pasa, de hecho, a través de relaciones de cercanía, lealtad y confianza.(...)

Volviendo a nuestra habitación sin vistas, creo que el malestar del hombre encerrado desde hace casi cuatro siglos en ella está empezando a palparse por doquier, e intelectuales venidos de diversas corrientes del agnosticismo –véase el caso emblemático de Marcello Pera, por ejemplo– empiezan a abrir la ventana, a mirar afuera con ojos y mente sin prejuicios y, ¡oh casualidad!, a acercarse con respeto y admiración, si es que no lo abrazan directamente, al Dios de Jesucristo.

Muchos creemos que en este siglo XXI estamos asistiendo ya al desmoronamiento del estrecho racionalismo ilustrado, de las rupturas post-modernas y de la disolución social propiciada por el nihilismo. Y estoy convencida de que el luminoso magisterio del Papa Benedicto está siendo indudablemente un factor decisivo en este desmoronamiento.

Lo que se precisa con urgencia es que educadores cristianos apasionados por su tarea sepan mostrar a los jóvenes dónde están las ventanas y qué pueden llegar a ver si se asoman a ellas.

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