El profesor, víctima de la crisis moral
Ante la crisis moral en la educación el docente está inerme. Arrancado su antiguo prestigio por teorías pedagógicas bárbaras y por ideologías que entienden la enseñanza en clave política, el profesor ha preferido amoldarse a esta escuela zombi asumiendo un papel subalterno, casi de invitado. Hay que sobrevivir.
Vaya por delante mi renuencia a usar la palabra “valor”. La primera perversión suele ser la del lenguaje, de modo que sea fácil dar gato por liebre sin que nos enteremos. Hablar de “valores” y no de “virtudes” es desenfocar, desde el lenguaje, la crisis actual; una crisis que no es “de valores”, sino una crisis moral.
Reflexionar sobre la influencia de la crisis moral en la institución escolar supone poseer una idea aproximada de en qué consiste semejante crisis: sus causas y efectos. Ciertamente, no es fácil. Sin embargo, parece un lugar común reconocer su existencia y la gravedad de la misma en el seno de la familia, de los centros de enseñanza y en la conformación de la identidad personal de nuestros jóvenes. El deterioro de nuestras sociedades –desinterés por la participación política, desapego a una identidad nacional que se ignora, tedio existencial, hipersexualización de las relaciones, secularización extrema, etc.- nos exige que hagamos una radiografía de la situación moral de nuestras sociedades avanzadas.
El psiquiatra Enrique Rojas nos puede ayudar. En su libro El hombre light indica cinco aspectos de la realidad social devastadores para el hombre: el materialismo, que coloca la posesión de los bienes materiales como centro del valor de la persona, el hedonismo, es decir, la identificación entre placer y felicidad, la permisividad, una vida definido por la espontaneidad y no en un programa basado en fines, el relativismo y el consumismo.
Estas características señaladas por el profesor Rojas no sólo retratan una situación sociológica; ofrecen sobre todo un mapa moral de una sociedad que, en expresión de Lipovetski, vive en la era del vacío.El vacío no es material –nuestra vida está repleta de cosas-, sino moral: un desconcierto en las vidas de los hombres que sólo se mitiga malamente con los sucedáneos que el mercado nos presenta. El ocio, el trabajo, las tecnologías, el sexo distraen al hombre de hoy de una crisis moral de magnitudes desconocidas. No es una crisis de valores sin más. Es una crisis moral comunitaria, que pone en cuestión a nuestra sociedad.
Por supuesto, la escuela no es ajena a esta crisis moral. Es difícil determinar su impacto en manifestaciones específicamente educativas como el fracaso escolar, la falta de disciplina en nuestras aulas, el desprestigio de la autoridad docente o la carencia de habilidades intelectuales mínimas entre muchos de nuestros alumnos. Ahora bien, es evidente que la crisis moral es una variable muy destacada de la decadencia de nuestra escuela.
Posiblemente la figura del profesor haya sido la más erosionada por la crisis moral dentro de la escuela. El síntoma más cruel es su falta de autoridad dentro y fuera de las aulas. Pero no es el único. Al profesor, a su función social de transmisor de una tradición intelectual a los jóvenes, se le ha desprestigiado porque la crisis moral supone un desprecio a la virtud de la prudencia (phrónesis). Lo peor que puede pasarle a un docente es que ante sus alumnos sea un imprudente, en el sentido clásico del término. La crisis moral actual, por razones que no analizaremos, despoja al profesor de toda su ejemplaridad moral, para convertirlo en un anodino engranaje impersonal dentro de la maquinaria educativa. Un funcionario.
Los grandes teóricos de la enseñanza han insistido en que el maestro no sólo instruye, sino que educa. La instrucción garantiza la transmisión de conocimientos, mientras que la educación introduce al alumno en un sentido vital que le orienta en su comportamiento. La instrucción teje el mapa conceptual que el alumno necesita para saber qué es la realidad; la educación ordena moralmente la conciencia y la conducta del infante para que éste sepa cómo vivir en el mundo. Nunca han estado desligadas. Pues bien, la ejemplaridad moral docente desaparecida supone no sólo la degradación de su papel de transmisor de conocimientos objetivos –instrucción-, sino la aceptación del mito de la asepsia moral de la persona del docente. El maestro ya no encarna las virtudes de la tradición (las cardinales, al menos) que enseña a sus alumnos; el profesor ha quedado desprovisto de toda carga axiológica, convirtiéndose en un agente de los contravalores lights de esta era del vacío.
Con el prototipo de un enseñante cuya persona no interpela moralmente al alumno y que, además, instruye poco, la crisis moral se mete de lleno en nuestras escuelas.
Si queremos que un colegio eduque e instruya, debemos recuperar el significado moral del docente. El desprestigio actual por el conocimiento es desprecio por la virtud y el bien. Si queremos una educación de calidad, necesitamos docentes cualificados científicamente que sean buenos; hombres y mujeres virtuosos, que encarnen las virtudes y que las transmitan con su persona a sus alumnos.
Por ello, ante el desconcierto educativo actual, es imprescindible insistir en que el núcleo de la educación está en una relación personal entre profesor y alumno que trabaje aquellas virtudes que sirvan para inculcar hábitos buenos.
Ante la crisis moral en la educación el docente está inerme. Arrancado su antiguo prestigio por teorías pedagógicas bárbaras y por ideologías que entienden la enseñanza en clave política, el profesor ha preferido amoldarse a esta escuela zombi asumiendo un papel subalterno, casi de invitado. Hay que sobrevivir.
Sin embargo, no resolveremos la crisis moral de nuestras escuelas, si no pensamos el modo en que debe cambiar la función social del docente. Aunque tengamos que ir a contracorriente.
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