Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

«La Historia está llena de sorpresas», sostiene el gran biógrafo de los conversos británicos

Joseph Pearce explica el efecto no querido de la Revolución Francesa: el resurgir católico inglés

Leslie Howard como la Pimpinela Escarlata.
En 1905, la baronesa Emma Orczy escribió «La Pimpinela Escarlata», una novela donde cuenta las hazañas de un caballero inglés que con ese nombre secreto rescata aristócratas franceses de la guillotina durante el Terror de la Revolución Francesa. Leslie Howard intepretó ese papel en la película del mismo nombre dirigida por Harold Young en 1934. En la imagen, su gran adversario, el agente revolucionario Chauvelin (Raymond Massey), se disfraza de sacerdote para intentar descubrirle.

ReL

¿Habríamos tenido un San John Henry Newman (1801-1890) o un G.K. Chesterton (1874-1936) sin la Revolución Francesa? Eso por citar solo a los dos grandes conversos ingleses de la centuria que siguió a 1789. Es una pregunta puramente especulativa, pero lo cierto es que en el siglo XIX y la primera mitad del XX, la vida cultural y religiosa del Reino Unido fue recorrida por una corriente de vida católica que acabó con la trisecular persecución y marginación de la Iglesia, y que esa corriente tuvo unas causas.

Joseph Pearce, el gran biógrafo de los grandes literatos conversos de lengua inglesa, fija nuestra atención en una de ellas: un acontecimiento tan radicalmente anticatólico como el que acabó guillotinando a las carmelitas de Compiègne (entre miles de otros mártires) o exterminando al pueblo de la Vendée.

Lo explica en un reciente artículo en The Imaginative Conservative (los ladillos son de ReL):

La Revolución laicista y el resurgir católico: una lección de la Historia

La Historia está llena de sorpresas. Una de esas sorpresas es la forma en la que el cataclismo laicista de la Revolución Francesa impulsó un renacimiento religioso al otro lado del Canal, en Inglaterra. Resulta ciertamente irónico que el nuevo espíritu de absoluta intolerancia religiosa en Francia que siguió a la Revolución de 1789 impulsara un nuevo espíritu de relativa tolerancia del catolicismo en Inglaterra.

El efecto del Terror

“Cuando fui a Francia”, escribió el historiador y comentarista político William Cobbett, que visitó el país en 1792, “estaba lleno de todos los prejuicios que un inglés mama con la leche materna contra Francia y contra su religión: pocas semanas me convencieron de que había estado engañado respecto a ambos”.

El pueblo inglés en general y la aristocracia en particular habían quedado estupefactos ante la barbarie de la Revolución Francesa y el infame Reino del Terror que la siguió. A medida que las historias de aristócratas, sacerdotes y monjas guillotinados eran conocidas por el pueblo de Inglaterra, hubo una efusión espontánea de simpatía hacia las víctimas de la Revolución.

Inglaterra abrió sus puertas a los refugiados católicos procedentes de Francia, lo que condujo a una afluencia de nuevos católicos que se añadían a las oleadas de inmigrantes irlandeses que habían empezado a llegar a las ciudades inglesas en las décadas anteriores. Entre los refugiados hubo en torno a ocho mil sacerdotes emigrés [exiliados], admitidos por el gobierno y a quienes se permitió no solo la práctica de su fe sino también el ministerio entre los católicos ingleses.

Renacimiento de las órdenes

En mayo de 1795, un pequeño grupo de benedictinas inglesas, cuya abadía en Francia se había convertido en prisión tras la Revolución, llegaron a Dover tras pasar un año en la cárcel. “Debían de presentar un estado lamentable”, escribió un cronista benedictino anónimo: “Dieciséis mujeres, hambrientas y prematuramente envejecidas, sin techo ni sustento, vestidas con ropa vieja de campesinos franceses”. Al llegar a Londres, las monjas fueron tomadas bajo su protección por la marquesa de Buckingham y dos semanas después empezaron a dirigir una nueva escuela para chicas católicas cerca de Liverpool.

La familia Weld, que habitaba el castillo de Lulworth, en Dorset, fue especialmente activa en el apoyo a sacerdotes y religiosos que habían huido de Francia. Esta firme familia católica ofreció una casa para los jesuitas ingleses exiliados en Stonyhurst (Lancashire) y estableció una comunidad de trapenses en Lulworth. También apoyaron a las clarisas pobres desterradas de Gravelinas, que habían encontrado un refugio seguro en Plymouth (Devon), y establecieron una comunidad de las monjas de la Visitación en Shepton Mallet (Somerset).

Podrían contarse muchas otras historias de las experiencias de aquellas congregaciones religiosas inglesas que se habían establecido en Francia. En particular, comunidades de monjas y religiosas donde ingresaban las hijas de las viejas familias recusantes, forzadas al exilio por las leyes anticatólicas de Inglaterra, y que emprendieron camino de vuelta a Inglaterra cuando el peligro de la furia anticatólica alcanzó un punto exacerbado tras la Revolución.

Mártires de Compiègne.

El martirio de las dieciséis carmelitas de Compiègne, guillotinadas el 17 de julio de 1794, definió el signo de la Revolución Francesa y causó estupor en toda Europa.

Michael Blount, cuyo antepasado del mismo nombre había conocido a los mártires Robert Southwell y Philip Howard, construyó una capilla de estilo gótico en Strawberry Hill (Middlesex) para proveer de un lugar de culto a los católicos emigrés que habían huido de la Revolución. Al oeste de Strawberry Hill, en Reading (Berkshire), se había instalado una importante comunidad de refugiados franceses, cada uno de los cuales tenía su propia historia de terror que contar.

Como impactante fue el terror experimentado en Francia por el sacerdote inglés John Lingard, más tarde célebre autor de una historia de Inglaterra en varios volúmenes. Seminarista en Douai, en el norte de Francia, en tiempos de la Revolución, fue testigo de cómo un conocido suyo francés era arrastrado por la multitud, presumiblemente hasta matarle. Cuando el padre Lingard quiso intervenir, salió un grito de la multitud: “Le calotin à la lanterne!” (“¡El cura a la farola!”). Era el grito revolucionario que llamaba a linchar a los sacerdotes. Ante la ira de la multitud, el padre Lingard puso pies en polvorosa para salvar su vida.

La joven Jane Austen

A la luz -o más exactamente, a las sombras- de lo sucedido en la Revolución Francesa, y tras el rechazo general que suscitó la extrema intolerancia de los Disturbios de Gordon de 1780, la opinión popular de muchos ingleses sobre la Iglesia católica se había moderado. El tipo de anticatolicismo visceral que caracteriza los cuatro volúmenes de “historia” “anti-papista” de Inglaterra de Oliver Goldsmith, publicados en 1771, estaba claramente fuera de onda en 1791, cuando una quinceañera Jane Austen, hija de un ministro de la religión estatal, escribió su propia Historia de Inglaterra, que satirizaba y se burlaba de la posición anticatólica de los libros de historia convencionales.

En notable contraste con esos libros de historia, que pasaban por alto la tiranía de la Inglaterra de los Tudor, salvo el reinado de María Tudor, la adolescente Miss Austen dibujaba a Isabel I como una auténtica tirana y consideraba a María Estuardo, reina de los escoceses, como la víctima mártir de la tiranía Tudor. Al apoyar a María Estuardo contra los anticatólicos Tudor, la joven Miss Austen hacía frente el orgullo y prejuicio de su tiempo y demostraba un sentido y sensibilidad que haría de ella una de las mejores y más perspicaces novelistas del siglo siguiente.

Un romanticismo contrarrevolucionario

Esta sensibilidad estética estaba también presente en la poesía de William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, cuyo volumen conjunto de versos Baladas líricas, publicado en 1798, anticiparía el nacimiento de un romanticismo inglés característico, muy diferente de sus correspondientes en Francia y Alemania, y de espíritu tan contrarrevolucionario como revolucionario había sido el espíritu de los romanticismos francés y alemán.

Aunque Wordsworth y Coleridge se habían sentido atraídos al principio por la causa revolucionaria francesa, los horrores de sus carnicerías y su totalitarismo, desplegados en nombre de la “razón” contra la religión, les hicieron dar marcha atrás en dirección al cristianismo. Ambos poetas rechazaron su agnosticismo y panteísmo de juventud y abrazaron el cristianismo anglicano, expresando en la poesía de alabanza su redescubrimiento de la belleza.

La belleza de la Edad Media católica

Uno de los frutos del romanticismo inglés fue el despertar del neomedievalismo, que anticipó el redescubrimiento de la belleza de la Edad Media católica por una nueva generación de poetas, artistas y pensadores ingleses.

Encabezaba este renacer neo-medievalista Kenelm Digby, cuya defensa de la caballería, The Broadstone of Honour, publicada en 1822, se mantuvo durante el resto del siglo como un libro popular e influyente. Sintonizó con una nueva generación de ingleses que buscaban algo más noble y edificante que el espíritu de cinismo egoísta que había caracterizado el periodo de la Regencia [1811-1820, regencia de Jorge IV por la enfermedad mental de su padre, Jorge III].

'Ofelia', de Millais.

"Ofelia" (1851), de John Everett Millais, una de las obras más célebres de la escuela pre-rafaelita.

Este espíritu neomedieval inspiraría el renacimiento gótico en arquitectura, los pre-rafaelitas en el arte y el movimiento de Oxford en el seno de la Iglesia de Inglaterra, un movimiento dentro de la iglesia anglicana que pretendía asumir una comprensión “católica” de la liturgia y una interpretación “católica” de la eclesiología. Estos tres movimientos neomedievales sembrarían la semilla de lo que se convertiría en un renacimiento cultural católico en el mundo anglófono.

"Ya es hora de que se les haga justicia"

El nuevo ambiente de tolerancia religiosa, fruto inesperado de la intolerancia religiosa en Francia, había conducido a la percepción de que la Iglesia católica estaba una vez más en ascenso.

“Realmente se ha puesto de moda ser católico”, señaló la recusante Frances Jerningham en 1819, un reflejo del hecho de que ella contaba ahora a miembros de la familia real entre sus relaciones. El duque de Sussex, hermano menor del futuro rey Guillermo IV, había visitado la imponente mansión de Sir George y Frances Jerningham en agosto de 1819, donde le admiró el retrato de María Tudor en la biblioteca y quedó “encantado” con la capilla católica, donde el organista tocó God Save the King cuando él entró.

Al año siguiente, el nuevo rey Jorge IV escribió una nota en latín al Papa Pío VII. Era la primera vez que un monarca reinante inglés tenía correspondencia con el Papa desde la Revolución Inglesa de 1688. El Papa Pío VII quedó comprensiblemente “encantado” de recibir tan cortés inicio del nuevo rey de Inglaterra y respondió en el mismo espíritu cordial.

Este nuevo espíritu de acogida al catolicismo fue elogiado por William Cobbett en el capítulo inicial de su Historia de la Reforma Protestante. En 1824, Cobbett celebraba que “la verdad ha hecho… grandes progresos en la opinión pública en Inglatera en la última docena de años”: “A los hombres no se les arrastra ahora gritando ¡Abajo el papismo!… y no es nada extraño escuchar a los protestantes admitir que, en lo que concierne a la fe, la moral y la salvación, la religión católica es bastante buena; y una parte enorme del pueblo de Inglaterra está dispuesta a declarar que los católicos han sido tratados de la manera más bárbara, y de que ya es hora de que se les haga justicia”.

La justicia se haría cinco años más tarde, en 1829, al aprobarse una ley que otorgaba la emancipación a los católicos de Inglaterra, poniendo fin a un periodo de casi tres siglos de persecución amparada por el Estado.

Dios escribe derecho...

Esta fue la inopinada bendición que la Revolución Francesa trajo sobre Inglaterra, aunque contraria a los designios de los revolucionarios. Tales son las sendas con las que la mano de la Providencia escribe con renglones torcidos, obteniendo bienes inefables de males indecibles.

Que estas lecciones de la historia traigan esperanza a todos los hombres de buena voluntad en medio de los oscuros y confusos días de la cultura de la cancelación.

Traducción de Carmelo López-Arias.

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