Se cumple medio siglo de la muerte del gran compositor ruso
La fe de Igor Stravinsky marcó la vitalidad de su música religiosa en tiempos de ateísmo y confusión
El pasado 6 de abril, el mundo musical conmemoró los cincuenta años de la muerte de Igor Stravinski (1882-1971), el más universal de los artistas rusos de todos los tiempos.
El padre del compositor, Fiodor, de lejana ascendencia polaca, era el más prestigioso bajo de su país como una de las figuras principales del Teatro Marinski de San Petersburgo. Ni de él, ni de su madre, ni de sus hermanos, exceptuando el menor, Guri, recibió Igor muestras de afecto. Más tarde, en compensación, dirá que una de las primeras impresiones memorables, en los principios de su carrera, sería la de aspirar a ser amado por un público como compositor e intérprete. Actuará efectivamente en un futuro como pianista y director de sus propias obras.
Para complacer a sus padres, estudió Derecho, que nunca ejerció. La música se impuso poco a poco como su vocación. Animado por un tío y también por el pintor Valentín Serov, eminente retratista e hijo de un compositor, entró en el círculo de Nicolás Rimski-Korsakov gracias a la amistad con uno de sus hijos, Vladimir.
Rimski era por entonces, junto con Chaikovski, el compositor y pedagogo más estimado de Rusia, notable por sus obras programáticas y sus óperas, una buena parte de las cuales habían sido interpretadas por Fiodor en la escena. Autodidacta que, sin embargo, había llegado a los más altos rangos académicos, miembro del Grupo de los Cinco (el poderoso grupo) junto con Musorgski, Borodin, Cui y el muy creyente Balakirev, el compositor de La novia del zar había contribuido enormemente al surgimiento de una floreciente cultura musical anclada en elementos nacionalistas.
No le aconsejó Rimski a Stravinski estudiar en el Conservatorio de San Petersburgo, donde era el profesor mejor reputado, sino que lo acogió como uno de sus estudiantes particulares de composición. Entre maestro y alumno se estableció una relación muy estrecha y cordial, aunque tratándose de religión, Stravinski lo recordaría luego como un ateo autoritario que ni siquiera admitía en su casa, tan frecuentada por su estudiante, discusiones acerca de la existencia de Dios.
De izquierda a derecha en la foto, Stravinsky, Rimsky-Korsakov, la hija de éste, su novio y , al a derecha del todo, la primera esposa de Igor. La imagen es de 1908. Fuente: Wikipedia.
El acontecimiento más importante en la vida del joven compositor fue el comienzo de la amistad y fructífera colaboración de muchos años con Sergio Diághilev, el director de los Ballets Rusos, que tuvieron su sede en París, aunque también hicieron varias giras por Europa y América. Diághilev, un hombre muy refinado, había sido, en 1898, el fundador de la revista El mundo del arte, alrededor de la cual se agrupó el grupo de los artistas más renovadores de la pintura rusa.
Los espectáculos de los Ballets Rusos atraían a multitudes por sus fecundas innovaciones coreográficas y escenográficas; estas últimas corrían a cargo de excelentes pintores, tanto del país natal de los dos amigos como del continente, en general (Matisse, Picasso, Derain, entre otros). Por el resto de sus días, Stravinski, cuyos ojos eran tan finos como su oído, gozó de la amistad con muchos de esos pintores, siendo además un visitante asiduo de museos y galerías. Poseía también una valiosa colección de íconos.
Sergei Diaghilev, una personalidad fundamental en la vida de Stravinsky.
Diághilev le encargó a Stravinski, quien se trasladó a París en 1910, la composición de sus primeros ballets, género que se convertirá en una de sus ocupaciones centrales y no sólo al lado del gestor y empresario que estaba al frente de la compañía. El pájaro de fuego y Petrushka, obras exitosas, antecedieron al inusitado escándalo ocasionado por el estreno, en 1913, de La consagración de la primavera, una de las obras cumbres de la música del siglo XX, evocación libre del sacrificio de una joven en un culto pagano de la antigua Rusia.
Representación en París, en el centenario de su estreno (el 29 de mayo de 1913), de "La consagración de la primavera".
El público, en su gran mayoría, reaccionó airado, con silbatinas e insultos, como pocas veces en la historia de la Ópera de la capital francesa. El fracaso se debió, en buena medida y según el propio Stravinski, al desconocimiento que tenía de la música el célebre y ya legendario coreógrafo y bailarín Vaslav Nijinski, en esos momentos el protegido de Diághilev y a quien éste había encomendado la coreografía de La consagración...
Radicado en Suiza y luego en Francia, Stravinski no volvería a Rusia sino cuarenta y ocho años después de su salida, en una gira de conciertos. La Primera Guerra Mundial y el golpe de estado de los bolcheviques en 1917, muy bien financiado y apoyado por el gobierno alemán (no fue exactamente una revolución, como se acostumbra a creer), lo sorprendieron fuera de su patria.
Reconocido ya como un compositor de sobrados méritos, se afanaba en romper tanto con el Romanticismo, particularmente con la wagneriano-lisztiana tendencia hacia lo programático y lo que él consideraba un individualismo exacerbado, como con el impresionismo de Debussy, a quien, no obstante, respetaba mucho como compositor y amigo.
En esos primeros tiempos de su carrera se mantuvo muy aferrado a la cultura de su tierra natal, la poesía y la canción popular: Renard, La historia del soldado y Las bodas son obras representativas de esa inclinación. No le satisfacían los logros de los Cinco, incluido entre ellos su antiguo maestro, en el campo de un colorido orquestal y un exotismo, que juzgaba demasiado pintoresco, poco elaborado y preciso musicalmente, excluyendo el genio de Musorgski. La última de estas obras señala un camino hacia la madurez definitiva en la comprensión del espíritu ruso, una maravilla de interacción vocal e instrumental referida a la celebración de una boda rural, pero privada por completo de pomposos efectos orquestales, ornamentalidad y decorativismo.
La composición de Pulcinella en 1920, ballet también encargado por Diághilev, marcó para él mismo un punto de inflexión definitivo en su obra. Diághilev le había propuesto sumergirse en la música del napolitano Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736), el autor de un Stabat Mater, basado en el texto mas mariano de la música occidental, el más conocido de todos (hay otros Stabat, los de Verdi, Rossini, Haydn, Szymanowski, Poulenc y Dvorák, entre otros), con el fin de componer el nuevo ballet, orientado por la que podría llamarse la reforma que había hecho el dramaturgo Carlo Goldoni de la antigua Commedia dell´arte en el siglo XVIII (la Commedia se fundaba en la improvisación, mientras que Goldoni la convirtió en textos teatrales fijos a representar en el teatro, como el de Stravisnki).
A partir de entonces, se inicia el que es asumido como el período neoclásico del compositor. La sumersión en las notas de Pergolesi fue tan completa e integral, que Stravinski, sin saberlo, terminó recurriendo a música de otros contemporáneos de éste y quedó para siempre prendado de una concepción de la forma y la estructura musicales que no encontraba en absoluto a su alrededor, en la música de su época. No se trataba para él de nostalgia, del suspirar por épocas presuntamente idílicas, ni mucho menos de calcar o imitar una tradición. Lo que estaba en juego era un espíritu, el de hacer del rigor formal y la renuncia a la espectacularidad, a todo lo exteriorizante y accesorio, el norte de la creación musical.
El objetivo del compositor a partir de Pulcinella, ballet con números cantados, embebido en el deleite con los sonidos dieciochescos, instrumentados y reelaborados por el propio Stravinski, era el de trabajar de acuerdo con unos límites que él mismo se imponía, en términos de instrumentación, técnica vocal, género y, sobre todo, forma, construcción y estructura, para así tener la máxima libertad creativa dentro de esas limitaciones, paradoja que va a dudar lugar a lo que algunos consideran un cierto eclecticismo. Se entiende el calificativo porque los modelos stravisnkianos van a ser múltiples y de las más distintas épocas, siempre asimilados y renovados por los elementos modernos de su acervo personal y contemporáneo en términos de ritmo, armonía y timbres instrumentales.
Empezaba así el ciclo stravinskiano de mirada hacia la tradición con el criterio de quien se asienta en ella como plataforma para lanzarse hacia adelante. Decía el compositor: “Una tradición verdadera no es el testimonio de un pasado que no ha de volver; es una fuerza viva que aviva e informa el presente… Uno entronca con una tradición para hacer algo nuevo”.
Coincidía de esta manera con Verdi, uno de los compositores que más quería el ruso; con Verdi, quien, hastiado del progresismo de los círculos intelectuales, que despreciaban el pasado, en tiempos de la efervescencia masónica del Risorgimento -el pretexto para intentar acabar con la Iglesia y tratar de arrojar al Tíber el cadáver de Pío IX-, había exclamado: “Volvamos al pasado, será un progreso”.
Seguirán así dentro del caudal stravinskiano obras maestras de una suprema destilación sonora, cinceladas con la vasta laboriosidad de un compositor siempre dispuesto a hacer cosas nuevas, sin apartarse jamás de una dirección concisa, clara y definida. Probando largamente siempre con el piano y tocando él mismo otros instrumentos, especialmente de viento y percusión, pasaba sus jornadas de composición sin perder nunca de vista el acabado formal en el que le daban consumadas lecciones maestros del pasado como Josquin des Prés, Carlo Gesualdo, Claudio Monteverdi, Bach, Mozart y Beethoven, o del presente, como Arnold Schönberg, cuyas técnicas seriales rechazaba antes de la muerte de éste, pero que terminaría adoptando hacia el final de sus días, nunca sin aportar su originalidad y su libertad a todas esas referencias, dentro de las que asimismo se contaban expresiones populares como el folklore ruso, el rag-time y el tango.
Magistral superlativamente es su Edipo Rey, ópera cuyo texto escribió Jean Cocteau y que Stravisnki quiso tener traducido al latín por el futuro cardenal Jean Daniélou, uno de los teólogos más importantes del Concilio Vaticano II, biblista y autoridad en patrística; la ópera puede ser interpretada también en versión de concierto, como un oratorio, porque carece por completo de acción y patetismo. Hierática e inmóvil, transmite lo esencial de la vena trágica; la existencia de fuerzas sobrenaturales que no dependen de la voluntad del hombre: “Sin saberlo, Edipo se encuentra enfrentado a las fuerzas que nos vigilan desde el otro lado de la muerte”, reza el texto leído por el narrador al comienzo de la ópera.
Magistrales son igualmente sus ballets de estirpe griega, de la Grecia clásica, como Orfeo y Apolo Musageta, prodigios de invención rítmica, de pureza y transparencia del tejido orquestal; también su ópera La carrera del libertino, basada en cuadros de William Hogarth, grato tributo a Mozart, pero en el cual hay más de Stravinski que del eximio salzburgués; el libreto es del poeta inglés W.H. Auden, cristiano convencido, de misa diaria, uno de los mejores amigos del compositor.
La obra religiosa: de la ortodoxia rusa al catolicismo
Durante casi tres décadas, Stravisnki abandonó la fe ortodoxa de sus padres quienes, de hecho, no eran muy practicantes. Pero su retorno al cristianismo, fruto de la que sentía como una necesidad imperiosa, se dio de una forma meridiana, la del absoluto consentimiento y asentimiento, la de la más plena certeza de este último, para recurrir a las palabras de San John Henry Newman.
Un día antes de volver a comulgar, le escribió a Diághilev una carta en la que le pedía perdón por los malentendidos y conflictos que habían enturbiado un tanto su relación, motivados por dos temperamentos muy opuestos, a pesar de los resultados comunes en el trabajo artístico. Sentía que debía arrepentirse de sus pecados, en decidida confesión tanto sacramental como personal, antes de recibir de nuevo, gozosamente, el cuerpo de Cristo. Su fe va a permanecer incólume o, mejor, cada vez más viva, hasta el fin de sus días. A la postre se iba a distanciar de Diághilev tanto en lo relativo a su obra como a su vida.
Entre 1937 y 1939, el autor de Petrushka perdió a su hija Ludmila, a su primera esposa y a su madre. Él mismo contrajo la tuberculosis y debió ser internado en un sanatorio. Pero no desesperó, la fe lo sostuvo. Muchas otras muertes de amigos y personajes admirados lo conmovieron hasta los tuétanos. Solía evocar los cadáveres de ellos cuando los había visto en sus ataúdes, sus semblantes, gestos y posiciones. Sus palabras en ese sentido son como unas pinturas de El Greco o Mantegna.
Para el creyente, las cimas de la creación de Igor Stravisnki las constituyen sus obras religiosas. Perdurará hoy y mañana la majestad intimista, escueta y desnuda, de la Sinfonía de los salmos.
La estructura de esta obra coral e instrumental, “un himno de alabanza a Dios”, según el compositor, se basa en el texto latino de la Vulgata; obra deudora de la tradición sinfónica y a la vez poco ceñida al canon constructivo, tanto clásico como romántico del género; es un buen ejemplo de la que podríamos llamar la lógica mística del compositor, términos que no son excluyentes entre sí: basta con pensar en San Agustín, Santo Tomás de Aquino y San Bernardo. El arte tiene también su lógica específica.
“Oye, Señor, mi oración y mi humilde ruego: recibe en tus oídos mis lágrimas. No calles; porque forastero soy delante de ti y advenedizo, como todos mis padres”… El forastero es el mismo compositor, expatriado y extranjero, que finalmente se radicó en los Estados Unidos. Con estas palabras del Salmo 39, se inicia la Sinfonía en su primera parte; siguen en el segundo movimiento unos versículos del Salmo 40: “Pacientemente esperé a Jehová. Y se inclinó a mí y oyó mi clamor”… Esta parte está tratada a la luz de la tradición polifónica, cara al compositor, quien hace revivir las eras gloriosas de esta textura musical, siempre con su inventiva propia. La tercera parte, la final, remata la obra con el Aleluya tomado del Salmo 150, el último de la serie bíblica. En vez del júbilo rimbombante que podría esperarse en casos diferentes, el coro prácticamente murmura su alabanza; el recogimiento es total, la acción de gracias resuena en el interior, sale del fondo del alma, pero sin ostentación de ningún tipo.
El compositor ha ascendido después de muchas pruebas al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz (leía con asiduidad al santo de la Noche oscura) y lo hace como él: con humildad, absteniéndose de los engaños de los sentidos y de la razón, hablando cara a cara como creatura con el Creador, sin aspavientos ni vanidades de ningún tipo. Por algo escribía Kierkegaard que para acercarse a Dios hay que anonadarse completamente.
Semejante a estos Salmos austeros y sobrios es la Misa de Stravinski, también cantada en latín. Haciendo parte del credo ortodoxo y sin renunciar a éste, el compositor equilibra una orquesta reducida y un coro siguiendo proporciones equivalentes a las de una iglesia románica; ni los brillos sobrecogedores del Barroco, ni las elegancias operáticas del Rococó, logran entusiasmarlo; éstos tienen proezas musicales a su haber, pero no se ajustan en nada a la perspectiva stravinskiana.
Toda la Misa conserva una misma dinámica, ningún elemento, ni voces, ni instrumentos, sobresale por encima de los otros. Resuenan en la obra los ecos del canto gregoriano e incluso de uno más antiguo, el ambrosiano. Sólo sube la intensidad leve y delicadamente, en un crescendo casi imperceptible, en el Hosanna del Sanctus y el Benedictus.
Se ha dicho, y con razón, que esta Misa, como debe ser finalmente, es ante todo el canto de una comunidad, no de un individuo que busque ser reconocido o aplaudido por sus dotes de artista. Stravinski lo era realmente y tenía sobradamente esas dotes, pero no hacía para nada ostentación de ellas ni se consideraba una figura indiscutible propensa a hablar siempre de sí mismo, a hacer exhibicionismo, como acostumbran a hacerlo tantos hoy en día.
En cuanto al Canticum Sacrum, dedicado a la ciudad de Venecia y a su santo patrono, San Marcos, amado tanto por San Pedro como por San Pablo, el hombre que cubrió su desnudez con una sábana la noche en Getsemaní, cuando los esbirros del Sanedrín se agazapaban en la oscuridad para cazar su preciada presa, el Hijo del Hombre, consta de textos del mismo evangelista, del Cantar de los Cantares, del Deuteronomio y de la Primera carta de San Juan. De nuevo encontramos en este Canticum reminiscencias gregorianas, pero también del clasicismo e incursiones en la música serial de Schönberg.
Otras obras religiosas de Stravisnki son: el Padre Nuestro, el Credo, un Ave María, los Threni, basados en las Lamentaciones de Jeremías, cuyo modelo de selección textual podría encontrarse en obras de François Couperin, el grande, y Orlando di Lasso; Abraham e Isaac, cantado en lengua hebrea, Anthem -el título y el carácter le rinden homenaje a la música religiosa inglesa del Renacimiento y del posterior Henry Purcell, una más de las pasiones predilectas de Stravinski-, el Introitus, El diluvio y los Cánticos de Requiem.
A la pregunta de Robert Craft, director de orquesta ineludible en la propagación de su obra, su amigo y confidente durante muchos años, de si era necesario ser creyente para componer en las formas musicales de estas obras religiosas, el compositor respondía: "Por supuesto que sí. Y no sólo un creyente en 'figuras simbólicas', sino en la persona del Señor, en la persona del demonio y en los milagros de la Iglesia".
A propósito de los milagros, le relataba también a Craft: "A principios de septiembre de 1925, aquejado de un absceso infectado en el dedo índice izquierdo, me marché de Niza para interpretar mi Sonata en Venecia. Había rezado en una pequeña iglesia cerca de Niza ante un ícono antiguo y 'milagroso', pero esperaba que el concierto se cancelara. Mi dedo se había infectado cuando salí a escena en Venecia. Me dirigí al público, disculpándome de antemano por lo que sería inevitablemente una actuación mediocre, y luego me senté al teclado, me saqué el vendaje, sentí que de repente el dolor había desaparecido y descubrí que el dedo se había curado (lo cual me pareció milagroso). Desde luego, creo en un orden sobrenatural”.
El más universal y católico de los rusos
Ningún otro compositor en la Historia ha bebido de tantas fuentes a la vez. Stravinski hablaba con la mayor propiedad de todos los períodos de la Historia de la música, de la obra de todos los compositores realmente importantes, citando de memoria fragmentos y compases. Desde el canto ortodoxo y el canto gregoriano hasta las composiciones de sus contemporáneos como Anton Webern y el mencionado Schönberg, pasando por la era dorada de la polifonía franco-flamenca, los maestros venecianos del siglo XVII (¡qué reveladores son sus estudios verbales sobre la música religiosa de Monteverdi!) y el gran Heinrich Schütz, educado también en Venecia por Giovanni Gabriello, pasando igualmente por las obras de los compositores citados más arriba, todo era sabido y analizado por él con exhaustividad y detallismo.
Ningún otro compositor de la Historia ha estado tan familiarizado con la poesía, la literatura, el teatro y la pintura. Ninguno ha entablado relaciones tan profundas y serias con toda una serie de escritores y artistas. Citar sus nombres alargaría demasiado este artículo. Sus conocimientos eran muy vastos en todos los sentidos y, lo más importante, amaba tanto las cosas grandes como las pequeñas -quizá realmente las más grandes- de la vida. Y muy pocos compositores han meditado tanto sobre la naturaleza de la música, su carácter y trascendencia como “el arte más espiritual de todos” (Leopoldo Mozart).
Dostoyevski escribió en El adolescente por boca de su personaje de Versilov: “Para el ruso, es Europa tan preciada como Rusia; cada piedra de ella ha vivido y es cara. Europa fue también nuestra patria, lo mismo que Rusia. ¡Oh, más! No es posible querer más a Rusia de lo que yo la quiero; pero yo nunca me he reprochado a mí mismo el que Venecia, Roma, París, los tesoros de sus ciencias y artes, toda su historia… me sean más queridas que Rusia… ¡Oh! Al ruso le son queridas esas viejas piedras ajenas, esos portentos del antiguo mundo divino, esos restos de sagradas maravillas, y hasta nos son más queridas a nosotros que a ellos mismos”.
Por otra parte, es bueno recordar que, gracias a Catalina la Grande, los jesuitas, habiendo sido expulsados previamente de Francia, Portugal y España, y habiendo sido disuelta la Compañía por el Papa Clemente XIV en 1773, pudieron rehacer sus muy heridas filas en el noviciado de Polock, Rusia Blanca, hoy Bielorrusia, auspiciado y apoyado directamente por ella. Así se preparó el terreno para la que sería después reactivación y resurgimiento de la Compañía de Jesús.
Agreguemos a ello que Nicolás Gogol, uno de los más conspicuos escritores que ha dado Rusia al mundo, vivió y murió en Roma, asistiendo a menudo en iglesias católicas a misas que para él en nada se diferenciaban de las de su Iglesia ortodoxa nativa.
Para un ilustre pensador ruso, Nicolás Berdiaeff, el error más condenable de Dostoyevski, amigo personal de Fiodor Stravinski (también lo fueron los compositores Modesto Musorgski y Chaikovski) estribaba en sus prejuicios contra la Iglesia católica, ancestrales en su patria y que se remontan al cisma de Oriente en 1054, el cual separó a Constantinopla de Roma, reflejándose luego en la evangelización ortodoxa de Rusia.
Vladimir Soloviev, otro pensador y místico ruso, creía que el pecado más evidente de su tierra natal, tan pródiga en personalidades espirituales y religiosas, consistía en esa separación de Roma. Y Stravinski, como el más universal de los artistas rusos, tampoco fue la excepción; la Iglesia católica se le imponía por la “impasible grandeza de su autoridad”. Todas ellas son muestras elocuentes de que, muy desde lo más hondo del alma rusa, ésta nunca se ha sentido totalmente desligada ni de Occidente ni de Roma.
Algún día, cuando se haga finalmente la voluntad de Cristo Rey en la Historia, las dos iglesias, la ortodoxa y la católica se reunificarán, cuando sus feligresías, al unísono, liberadas para siempre de suspicacias y prevenciones mutuas, se unirán al canto de la Sinfonía de los Salmos y de la Misa de Stravinski.
El escenario ideal para esta celebración de auténtico ecumenismo bien podría ser la Basílica de San Marcos, antigua puerta de comunicación entre Oriente y Occidente, donde, como se recordaba antes, el compositor estrenó su Canticum Sacrum, alentado por el entonces patriarca de Venecia, Angelo Roncalli, futuro Papa Juan XXIII, quien en 1962 le otorgó al compositor la dignidad de Comendador de la Orden de San Silvestre. Allí también, en la ciudad de los canales, llena de arte y música, donde también murió Wagner, yacen los restos mortales del autor de La consagración de la primavera, al lado de los de su amigo, mentor y compatriota, Sergio Diághilev.
“Para crear, se requiere una dinámica, un motor, y ¿qué motor es más poderoso que el amor?” De este modo se expresaba Stravinski, quien amaba a Dios sobre todas las cosas y concluía así sus conferencias en la Universidad de Harvard, recogidas luego en el texto de su Poética musical; el compositor discurría acerca del alcance de una obra musical: “La unidad de la obra tiene su resonancia. Su eco, que rebasa nuestra alma, resuena en nuestros prójimos, uno tras otro. La obra cumplida se difunde, pues, para comunicarse, y retorna finalmente a su principio. El ciclo entonces queda cerrado. Y es así como se nos aparece la música: como un elemento de comunión con el prójimo y con el Ser”.