«La sinfonía del Nuevo Mundo» es la obra más célebre del genio checo
«Gracias a Dios, gloria a Dios»: así firmaba sus composiciones musicales el católico Dvorak
“No se extrañe usted de que sea tan piadoso porque el artista que no lo es, no consigue absolutamente nada. ¿Es que acaso no son suficientes ejemplos: Beethoven, Bach, Rafael y tantos otros?”.
Estas palabras las escribió en una carta a un amigo el compositor checo Antonin Dvorák (18411904). Todo lo contrario de lo que algunos piensan hoy en día, Dvorák fue un hombre profundamente creyente. El carácter de su fe lo describió tal vez de la mejor manera Józef Zubaty, un buen conocedor de su vida y obra: “Su piedad era sincera, surgida del fondo del corazón, no le exigía a nadie renunciar a sus propias convicciones religiosas; piedad que despertaba respeto de parte de cualquiera que lo conociera. La fe de Dvorák estaba muy unida a su ferviente amor a la naturaleza... Abrigaba la convicción, emanada de ese mismo fondo del corazón, de que del mundo cuida el poder más grande, que acierta a gobernarlo todo de la mejor manera posible: estaba entregado con todo ardor y agradecimiento a ese poder (el de Dios)”.
Dvorak fue bautizado como católico en la iglesia de San Andrés en Nelahozeves, cerca de Praga. Antoni y su esposa Anna, con quien se casó en 1873, perdieron tres de los nueve hijos que tuvieron, algo que marcó profundamente su temperamento.
Son muy significativas por ende dentro de la obra de Dvorak las composiciones religiosas, muy estimadas en su tiempo, especialmente en Inglaterra, donde fue aclamado como uno de los más grandes maestros de la música coral, pasión de vieja data de los ingleses (en realidad, gozó y sigue gozando de gran fama en todo el mundo).
Un oratorio de fe y patriotismo
Patriota que se enorgullecía enormemente de su origen bohemio, nació en la pequeña población de Nelahozeves; de condición humilde, hijo de un carnicero, desde su niñez amó el campo, los animales y la cultura de su país natal, tan rica musicalmente, enraizada en la vitalidad de su folclore y la naturaleza que lo sustenta. Su patriotismo lo alimentó siempre, de la manera más consciente, de intensas lecturas y referencias históricas como lo prueban, entre otras, sus Leyendas, inspiradas en personajes religiosos de la Bohemia medieval, y sobre todo el oratorio Santa Ludmila, relato musical que, desde las mayores cumbres de espíritu, celebra la evangelización de la nación checa.
La primera parte de esta obra presenta las imágenes de un país pagano, consagrado el culto de la diosa Bába. El ermitaño Iván, con palabras sencillas pero sobrecogedoras de confesor, a quien sólo puede responderse con credibilidad, predica la nueva religión cristiana; Ludmila (860-921) lo escucha atentamente y no puede hacer menos que convertirse. La segunda parte, animada por las resonancias que en la partitura reflejan el paisaje rural checo, magnificencia de acordes y melodías de un grado de pureza y encantamiento subyugantes, muy característicos del estilo del compositor, la princesa y futura santa, en medio de la inmensidad de los bosques de Beroun (oeste de Praga), se encuentra con Borivoj, quien empieza a conocer a un mismo tiempo los secretos del amor y la fe; enamorado de Ludmila, acoge generosamente también la magnitud de una Palabra de plenitud insospechada, religión de amor que es todo lo contrario del paganismo que lo hacía infeliz. Es el comienzo del cristianismo en Moravia y Bohemia, hoy República Checa.
La pareja recibe la bendición simultánea de dos sacramentos, el bautismo y el matrimonio, secundada por un himno que entona esplendorosamente el coro y que hizo vibrar hasta la médula la sensibilidad del primer público del oratorio, público inglés que aplaudió hasta el delirio el día del estreno. Reacción de la que pocas veces se puede disfrutar ahora en las muy contadas interpretaciones públicas del oratorio, quizá demasiado ligado a una tradición nacional de la que los mismos checos se han apartado en esta época de la que para Benedicto XVI es la apostasía occidental.
Acogido en su dolor por el dolor de la Virgen
El Stabat Mater, poema medieval de Jacopone di Todi, ha sido musicalizado por varios compositores a lo largo de la historia: Palestrina, Scarlatti, Haydn, Boccherini, Pergolesi, Rossini, Poulenc, Szymanowski y otros. También es el caso de Dvorak. Las siguientes líneas son de Václav Holzknecht: “La Madre de Jesucristo le recordaba con gran semejanza su propia pena y la sentida por su esposa de resultas de la muerte aterradora de tres de sus hijos. A ello se debe que la obra sea tan humana, tan viva y tan acongojante. Expresa un sentimiento y una humildad profundos. Sus seis partes hacen alternar a solistas, coro mixto y orquesta, mientras que la música traduce la pena, la compasión y la resignación. Este tema bíblico... (Suscita) una ardiente participación humana, la angustia del corazón y, para terminar, un apaciguamiento enteramente amasado de afecto”.
El texto del Réquiem, también del gusto de tantos notables compositores, sedujo a Dvorák en una época de triunfos, reconocimientos internacionales y aplausos sin cuento, no experimentados anteriormente. No es la primera vez que en la vida y la obra de un artista se presentan tamaños contrastes. Esta obra maestra, con el paso de los años, ha dejado de ocupar para críticos y público un lugar secundario, detrás de las reconocidísimas de Mozart, Verdi, Berlioz o Fauré; posee toda la transparencia de sentimientos y elocuencia de su autor; diáfana, modesta en el ánimo más íntimo que la jalonó, pero no en la grandeza de los medios que sirven a altos fines espirituales y artísticos, está firmada por la rúbrica de alguien que nunca dejó de ser fiel a sus comienzos: un campesino sin arrogancia alguna, un estudiante de órgano y violista en una orquesta de ópera, que durante más de diez años se esforzó solitariamente en aprender por sí solo las claves de la composición, y que hasta el fin de sus días estudió la música de sus venerados Beethoven, Schubert y Brahms, con quien cultivó una amistad muy estrecha, al lado de la música del pueblo checo, de los gitanos y de los negros norteamericanos.
Otras obras religiosas de Dvorák son su robusto Te Deum, una Misa que podría calificarse de angelical y sus Canciones bíblicas, basadas en los Salmos de la primera traducción al checo de la Biblia, de las preferidas por quien esto escribe; radiantes, de una alegría innata (Dvorak es uno de los compositores que más puede reafirmar en la esperanza, en el reconocimiento a lo mejor de los seres humanos, en la certeza de que vale la pena vivir), o de un recogimiento integral, plegarias que fueron y serán escuchadas con total seguridad, de acuerdo con la naturaleza de los textos sagrados.
Al final de sus partituras, Dvorák, al igual que Bach, estampaba su clave espiritual: “Gracias a Dios”; gracias por “el gran don de haber podido terminar felizmente esta obra para la gloria de Dios” y también “para la gloria de nuestro arte”.
La presencia americana
Se hablaba antes de la música afroamericana. Como director que fue por un breve tiempo del Conservatorio de Nueva York, Dvorák compuso la famosa Sinfonía del Nuevo Mundo (#9) y el Cuarteto Americano, obras que son consideradas con frecuencia como pioneras en la cultura musical de los Estados Unidos, en lo tocante a la asimilación de elementos procedentes de los llamados spirituals, otros ritmos negros e indígenas, todo ello antes de la explosión del jazz.
La Sinfonía del Nuevo Mundo, aquí interpretada por la Orquesta Sinfónica de Viena bajo la dirección de Herbert von Karajan, es la obra más popular de Dvorak: basta escuchar sus primeros minutos para reconocerla.
El mismo Holzknecht dice: “En América captó no sólo la inspiración de una naturaleza exuberante y augusta, sino también la de seres que eran objeto de menosprecio: los negros y los despreciados restos de las tribus indias. Y así vemos que en un concierto de beneficencia dado por el Conservatorio para adquirir ropa y vestidos para los indigentes de Nueva York, tanto los ejecutantes como los cantantes –exceptuando una sola persona– eran gente de piel colorada. Ante los empecinados prejuicios de entonces, que no amedrentaban –como vemos– a Dvorák, tal iniciativa era asaz impopular. Si bien es verdad que las obras cuya esencia era de extracción negra dieron al autor celebridad internacional, no es menos cierto que no puede negársele el mérito de haber aportado a esa gente el socorro de su magnífico talento de artista. Tanto más, que su música fue la primera en destacar el valor del elemento negro presentándolo como idea estética seria y digna de respeto”.
Dvorak y su familia en su casa de Nueva York.
Ahora pasemos a unas líneas del propio Dvorák en una de sus cartas: “Estoy de nuevo en el más hermoso de los bosques, donde gozo de días maravillosos gracias al más magnífico de los climas y permanentemente admiro el encantador canto de los pájaros. Es difícil describir cómo es todo esto de hermoso”. Las nueve sinfonías de Dvorák, sus poemas sinfónicos (En el seno de la Naturaleza, Mi casa natal y la serie basada en las baladas fantásticas y bucólicas del poeta checo Erben), sus Danzas Eslavas, las más populares de su extensa obra, sus diez óperas (en este género es más importante de lo que comúnmente se cree), y su música de cámara, abundan en los testimonios de ese amor por la naturaleza que recuerda mucho el de Juan Pablo II por la nieve y los lagos. Es un sentir, al fin y al cabo, muy eslavo; polacos y checos son hermanos de etnia.
Y finalmente, ya que han sido mencionados casi todos los géneros musicales (faltaría añadir las obras para piano, marchas, más danzas y canciones), no sobra decir que Dvorák es uno de los músicos más completos que haya existido jamás. Dejó composiciones de primer orden en todos ellos. Otros compositores se han destacado en uno u otro campo, pero no en todos a la vez. Con Mozart y otros pocos, comparte el honor de ser tan universal y abarcador en su mirada hacia los horizontes musicales. No es poco ese honor. Dios sabe premiar a los humildes que saben realmente amarlo sobre todas las cosas. El que se humilla será ensalzado.